jueves, 28 de febrero de 2019

«El contraste con lo mundano»... Un pequeño pensamiento para hoy



Dicen que cuando uno vive a tope, el aburrimiento se vuelve incomprensible y se mantiene viva la capacidad de admiración. Y vaya que es verdad. Cada miércoles, como el día de ayer, yo hago un alto en la semana y tomo lo que nuestros vecinos del norte llaman el «day off», un día de descanso para hacer algo diferente del resto de los días de la semana, que, en mi caso, están llenos de sorpresas en el ministerio sacerdotal de un misionero que lucha por vivir así, a tope. Pero el miércoles, tampoco encuentro tiempo para aburrirme pues siempre hay algo interesante o novedoso que hacer. Ayer, por ejemplo, luego de celebrar la Misa de 8 de la mañana y de ir a mi rutina de ejercicios correspondiente al día, me encaminé a encontrarme con Magnolia y Lucio para conocer Milpa Alta, una de las alcaldías más lejanas de CDMX y de las más pintorescas. Uno olvida por completo que está en la enorme selva de cemento para sumergirse entre las nopaleras que rodean la cabecera de este lugar integrado por 12 pueblos casi todos fundados en el siglo XVI y que conservan un cúmulo de tradiciones que se palpan al atravesarlos por sus calles principales. 

Allá pasamos gran parte del día, pues mis amigos y hermanos Vanclaristas tenían la ilusión de que conociera el lugar. Desde que fuimos entrando al centro de Milpa Alta me llamó la atención la cruz que está sobre la cúpula de la Iglesia principal que es del tiempo de la conquista, y es que está inclinada desde el temblor del 19 de septiembre del 2017, por lo cual permanece cerrada, pero por fuera y lo poco que se puede ver del claustro, deja ver una belleza impresionante, con un contrafuerte muy singular, de un estilo que no había visto, todo al estilo de aquellas construcciones que los conquistadores hicieron edificar 10 o 15 años después de su llegada a estas tierras. Conocí el museo del lugar, un recinto pequeño, pero bien acondicionado en el que había una exposición de toda clase de insectos y algunas piezas arqueológicas encontradas en el lugar. Desde Milpa Alta la vista del volcán Iztaccihuatl es maravillosa. Pero ¿por qué me viene comentar algo de lo que hice ayer? Es que, al ver el salmo responsorial de hoy, que es el número uno, encuentro esta frase: «Dichoso aquel que no se guía por mundanos criterios» y me impresiona pensar en cómo lo mundano, eso que el papa Francisco llama simplemente así: «lo mundano», va ganando terreno y nos quita hasta el gozo del descanso. 

¡Con cuánta admiración puede contemplar ayer, entre otras cosas, a unos niños pequeñitos que jugaban en una de estas fuentes modernas en las que el agua brota, gracias a un sistema computarizado, al ras del suelo! Su sonrisa, junto a la alegría de los papás contrasta con «lo mundano» e invita a «volverse al Señor» (Eclo 5,1-10) y a olvidarse de «lo mundano». Con que sencillez se acercaban los marchantes en el mercado a ofrecernos su comida, frutas o cosas elaboradas por ellos, con que calidez fuimos atendidos en el restaurante en el que comimos y con que sonrisa despachó a Lucio el señor que nos vendió los cocoles, esos panecitos típicos de estos lugares. Con cuanta amabilidad tanta gente nos indicaba dónde quedaba tal o cual lugar... ¡Qué gusto ver la sal en el corazón de tanta gente cuando el sabor, en muchos de la gran ciudad que veo a diario, se ha perdido por el aburrimiento! Y digo la sal, por el Evangelio de hoy, que nos invita a ser la sal entre lo mundano (Mc 9,41-50). El Papa Francisco, entre tantas cosas que nos ha enseñado t señalado, nos dice que el espíritu mundano, «destruye la identidad cristiana» y que debemos cuidar nuestro espíritu cristiano, la identidad cristiana, que jamás es egoísta, que siempre trata de cuidar a los demás, de dar un buen ejemplo. Hoy hemos rezado también en el Salmo: «El Señor protege el camino de justo y al malo sus caminos acaban por perderlo». Yo le agradezco al Señor que, en un solo día, el de ayer, me haya permitido ver tanta gente buena y gozar de la sal de unas vidas en donde se ve que no hay espacio para la mundanidad y el aburrimiento. Yo creo que María no se aburrió nunca y claro que supo tener su «day off» disfrutando de las pequeñas cosas como yo ayer. Por eso, por la cena con Lucio, Magnolia y Marcela y por el día de ayer me siento muy agradecido y me quedo admirado de la misericordia de Dios. ¡Bendecido jueves para contemplar a Jesús en la Eucaristía y olvidarnos de la mundanidad! 

Padre Alfredo.

miércoles, 27 de febrero de 2019

«El Venerable Raymundo Jardón»... En camino hacia la beatificación I

El padre Jardón, como se le conoce, nació el 21 de enero de 1887 en en pintoresco Tenancingo, un poblado del Estado de México. Fue hijo de Jacinto Jardón y de Paula Herrera, quienes tuvieron 14 hijos. Su padre era jornalero y su madre una mujer de hogar, sin estudios pero con gran experiencia en la ciencia de la vida ordinaria. A los tres días de nacido recibió el sacramento del Bautismo en la Parroquia de San Francisco en Tenancingo. Además de Raymundo se le puso el nombre de Fructuoso, como señalando ya su vida fecunda.

Desde muy pequeño, Raymundo trabajó en un taller de rebozos para ayudar a su familia y, con apoyo del párroco de su pueblo, ingresó al Colegio Pio Gregoriano de Tenancingo, donde de inmediato destacó por su aplicación y aprovechamiento.

El señor Obispo Don Francisco Plancarte y Navarrete, quien había sido nombrado Obispo de Cuernavaca, llegó por aquellos años a Tenancingo haciendo una pesca de vocaciones y lo llevó con él a su Seminario. Poco después lo hizo su familiar y cuando ese Prelado fue trasladado a Monterrey lo llevó consigo.

Fue ordenado sacerdote en la Catedral de Saltillo y celebró su primera misa —Cantamisa— en Cuernavaca para regresar a Monterrey a empezar a ejercer su ministerio en la Catedral. Su apostolado sacerdotal fue una bendición para esa comunidad, ya que tenía corazón para todos. No hubo categorías sociales para él, pues en todos veía el rostro de Cristo.

El secreto de su audacia, para ayudar y estar cercano a todos, fue siempre su confianza en la Divina Providencia, manifestado en su amor ilimitado a Dios; un amor tierno, ardiente y apasionado que se dejaba ver. Los que lo conocieron recuerdan cómo su voz, sin necesidad de micrófono, sacudía las paredes de la Catedral y con ello vibraban su alma y su cuerpo como un volcán que ardía explotando el fuego de su corazón.

Como prolongación de ese amor a Dios había en su fisonomía espiritual, además del amor a Dios y a María Santísima, otro amor esencial: su amor a las almas, su amor a los niños, a sus papeleritos y boleritos, a sus muchachos Congregantes, a los pobres, a los olvidados, a los descartados por la sociedad; en fin, a todas aquellas personas necesitadas, especialmente a las viudas pobres.

El padre Jardón fue sacerdote hasta la médula de los huesos. Un hombre de intensa acción sostenida por una profunda oración, de recia fe. Un hombre en constante lucha contra el pecado; un hombre pastoral apasionado por la predicación, el confesionario, la catequesis y la visita a los enfermos. Un hombre sin ambiciones que quiso ser sacerdote para salvar almas, un hombre evangélico que se inclinó por las almas, entendiendo este término referido a la persona integral . Todos los días practicó la caridad derramando bienes sobre todos sin distinción. Ejemplo de su generosidad y amor al prójimo fueron todos y cada uno de los actos de su vida, las cosas sencillas que cada día puede hacer un santo sacerdote. Para él, lo más natural era desprenderse de lo que tenía para aliviar necesidades ajenas. Cuanto caía en sus manos lo daba más adelante.

Durante la persecución religiosa en México, fue desterrado en dos ocasiones. Amante apasionado de la Virgen de Guadalupe, avivó el amor de sus feligreses hacia la Patrona de México llamándola «mi morenita» y muchas veces en sus sermones, al referirse a Ella, la emoción le entrecortaba la voz. Fue él el Iniciador de las peregrinaciones al antiguo Santuario de Guadalupe en Monterrey y llevó solemnemente en el año 1922, la imagen que se venera todavía en el altar mayor de la nueva Basílica de Guadalupe en Monterrey.

El día en que Dios lo recogió fue muy significativo: el 6 de enero,  de 1934, fiesta de la Epifanía, cuando el pueblo cristiano celebra a los Santos Reyes. La noticia se propagó con inusitada rapidez por todo Monterrey, no únicamente entre los feligreses y entre los católicos, sino en toda la ciudad, provocando lágrimas y lamentos. Creyentes e incrédulos se hicieron presentes en las honras fúnebres y en el entierro, cuyo cortejo cubrió más de veinte cuadras.

Conociendo la fama de santidad del fallecido sacerdote Raymundo Jardón, el 15 de agosto de 1987 el Excmo. Sr. don Adolfo Suárez Rivera, Arzobispo de Monterrey de feliz memoria, constituyó el Tribunal de la Causa de Canonización del padre Jardón. El 27 de febrero de 1991 la Congregación para las Causas de los Santos autorizó la introducción de la Causa del Siervo de Dios, Raymundo Jardón Herrera y el 21 de enero de 2017, el papa Francisco firmó un decreto en el qué se declara «Venerable» al Siervo de Dios Raymundo Jardón Herrera, así la Congregación para las Causas de los Santos aprobó la práctica de las virtudes en grado heroico del padre Jardón. Hoy se espera la realización de un milagro por su intercesión para esperar el día de su beatificación.

Padre Alfredo.

ORACIÓN:

¡Oh Dios omnipotente!, que elegiste a tu siervo Raymundo Jardón para el ministerio sacerdotal y enriqueciste su sacerdocio con una caridad y una pobreza admirables, con un encendido amor a Jesucristo en su Eucaristía y a la Santísima Virgen de Guadalupe y con un extraordinario servicio a sus semejantes, particularmente a los pobres, concédenos por su intercesión la gracia que te pedimos (pídase).

Confiadamente te suplicamos que por su vida ejemplar y para bien de tu Santa Iglesia sea elevado a los altares.

Padre Nuestro, Ave María y Gloria.

«Hacer vida la Ley del Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy

El salmo 118 [119] es el más largo de la Biblia, con 176 versículos y el tema central de la Torah (La Ley), haciendo de él un imponente y solemne canto sobre esta Torah, término que, en su acepción más amplia y completa, encierra no solo como ley por sí sola, sino la ley divina, la enseñanza, la instrucción y la directiva de vida. La liturgia del día de hoy toma solamente unos cuantos versículos de este que es, también el capítulo más largo de la Escritura (Sal 118,165.168.171-172.174-175). Es el célebre pastor protestante luterano, el alemán Dietrich Bonhoeffern (4 de febrero de 1906 – 9 de abril de 1945) quien ofrece la mejor clave de lectura y de acercamiento a este texto de la Biblia y nos dice: «Indudablemente este salmo es particularmente pesado por su longitud y monotonía, pero precisamente debemos proceder palabra por palabra, frase por frase, muy lentamente, tranquilamente, pacientemente. Descubriremos entonces que las aparentes repeticiones son en realidad aspectos nuevos de una sola y única realidad, el amor por la Palabra de Dios (Dietrich Bonhoeffern, “Los Salmos: el libro de oración de la Biblia”.

Blas Pascal, el gran filósofo francés, recitaba este salmo a diario gozando de su estructura para serenar el espíritu. El salmo está regulado por un complejo sistema acróstico alfabético y lexical que en cada versículo —con brevísimas excepciones— va mencionando una palabra que exprese lo que es la Torah. Así, en cada versículo encontramos por lo menos uno de los ocho términos con los que se define esta ley-palabra de Dios: Ley (torah), palabra (dabar), testimonio (’edût), juicio (mishpat), dicho (‘imrah), decreto (hôq), preceptos (piqqûdim), orden (miswah). Así, con este acomodo, constituye también el poema más largo del Salterio —es decir el conjunto de salmos— metiendo en el corazón del orante las virtudes de la Ley que brindan felicidad a quien la cumple. Y como la ley se relaciona, en el Antiguo Testamento, a la idea de perfección, por eso la estructura literaria del salmo pone de manifiesto un sentido del orden, de la armonía y de la totalidad alabando la sabiduría del Señor. Amar» la Ley, hacer vida la Ley, servir a la Ley, es en el Antiguo Testamento lo mismo que servir a la Sabiduría y amar a la Sabiduría, como dice el autor de la primera lectura de hoy (Eclo 4,12-22). Es todo un estilo de vida. Es el arte de vivir, es el humanismo que, aunque habla de la Torah no es solamente privilegio de los creyentes —porque muchos de nuestros hermanos agnósticos viven también buscando la perfección, la ley, el orden, la sabiduría—. 

Ben Sirac —el autor del Eclesiástico o por eso también llamado Sirácide— nos repite que es un «culto al Dios Santo» y que por eso el Señor ama a todos. Para mucha gente de nuestro tiempo, que es buena, es por la acción recta, por el compromiso serio según la propia conciencia que podrá instaurarse una pedagogía de la fe que, si se cultiva con paciencia, llevará al descubrimiento más explícito de Cristo. Así ha sucedido en el corazón de muchos que se decían agnósticos y que ahora viven profundamente la fe en nuestro Redentor. Por eso la Iglesia, siguiendo a Jesús, quiere ser, como dice el Papa Francisco, una Iglesia de puertas abiertas. El último Concilio voluntariamente renunció a hacer ninguna condena y hoy el Evangelio nos lo aclara: «¡todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor!» (Mc 9,28-40). ¿Creemos efectivamente que Dios actúa en donde y en quien quiere? ¿Y que el Espíritu no es propiedad de ningún grupo? ¿Ni de ninguna estructura? El Espíritu sopla donde quiere. ¡No se lo impidamos! Pidámosle a la Madre del Señor, que custodiaba la Ley meditándola en su corazón junto a los sucesos maravillosos en los que Dios se revelaba a su alrededor, que nos ayude a buscar y hacer vida a nosotros también el verdadero sentido de esa Torah. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 26 de febrero de 2019

«La justicia divina»... Un pequeño pensamiento para hoy

Dios siempre permanecerá fiel a sus promesas, eso lo sabemos de sobra, pero es hermoso recordarlo una y otra vez, esta ocasión con ayuda del autor el salmo 36 [37] con este canto sapiencial que adoptó rápidamente la tradición judía, según los comentarios encontrados entre los manuscritos de la IV gruta de Qumran en esa especie de «monasterio» judío en la orilla del mar muerto hace relativamente pocos años. El salmo completo es un poema acróstico, es decir, es una composición poética que contiene letras —al inicio, en medio o al final de sus versos— con las que se puede formar una palabra o una frase clave. Ciertamente al traducirlo a las diversas lenguas pierde esto, pero no su valioso contenido. Hoy para nosotros la liturgia toma una parte (Sal 36 [37],3-4.18-19.27-28.39-40). En el original, cada cuarteto comienza con un vocablo abierto por la correspondiente letra del alfabeto hebreo en progresión. El salmista invita al lector a confiar en el Señor y es una respuesta a la indignación de los justos por la prosperidad de los malos. Hoy como ayer, está siempre latente la tentación de pensar que a Dios no le interesa lo que sucede en la vida cotidiana de cada persona, o que los impíos a menudo prosperan más que los justos. 

La solución que da el salmista es precisamente confiar en el Señor y propiamente en su justicia. La justicia divina nos enseña que la prosperidad de los impíos es efímera; a fin de cuentas hemos de comprender, aún en medio del dolor, de la pobreza, de la enfermedad. de la soledad o de la angustia, que Dios enderezará las cosas. Este salmo es un desafío para mirar a Dios confiando en obedecerle en vez de mirar la acción de los malvados, que parece que pululan en nuestro mundo y quieren que se actúe acorde con ellos. A veces el creyente es atraído por el aparente éxito de esta gente sin escrúpulos y el salmista exhorta al justo a mantenerse sereno, a no enojarse porque no hace falta. Dios hará justicia: «Pon tu esperanza en Dios, practica el bien y vivirás tranquilo en esta tierra... Apártate del mal, practica el bien y tendrás una casa eternamente... La salvación del justo es el Señor; en la tribulación él es su amparo; a quien en él confía, Dios lo salva de los hombres malvados». Quien se decide a vivir un camino justo al servicio del Señor no emprende un sendero fácil. 

Las dos lecturas de hoy (Eclo 2,1-13; Mc 9,30-37) junto al salmo no disimulan las dificultades, sino que las resaltan. Será imprescindible vigilar y guiar el corazón, valentía y serenidad de espíritu para perseverar en este camino. Porque «si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,37). El asedio del mundo de los malvados a la voluntad del hombre que se decide ser justo y servir a los demás con sencillez será constante y tenaz, imprevisible e insospechado. Las pruebas serán como de fuego y humillación al hombre que confía en la justicia del Señor, como el fuego prueba el oro. Los apóstoles, que hoy son reprendidos por Cristo en el Evangelio, son pobres gentes como todos nosotros. Quizá también de mente obtusa, limitada, estrecha que se dejan llevar a veces por los criterios de los malvados, que buscan los primeros lugares estando por encima de los demás. Pero, según podemos ver, gracias a la acertada intervención de Jesús, que es siempre justo como el Padre, fueron transformados, fueron levantados por encima de sí mismos, e investidos de una fuerza y de una inteligencia que, para descubrir cómo actúa la justicia divina, no venía de ellos sino del mismo Cristo que no abandona nunca al que busca esa justicia, aunque viva en medio de los criterios del mundo. Siempre es así hoy en la Iglesia. La justicia divina, el modo de actuar de Dios, no se puede juzgar simplemente desde un punto de vista estrictamente humano, hay que abrirse a la gracia, como el salmista, como María, a quien entre otras advocaciones la vemos en el Tepeyac ayudando a san Juan Diego a esperar en la justicia divina llevando con sencillez «el encargo» en su ayate, que servirá de señal. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 25 de febrero de 2019

«La sabiduría de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


El libro bíblico, más usado en las lecturas bíblicas, después del libro de los salmos que ocupa el primero lugar —ya que todos los días tenemos un salmo responsorial— es el libro del Sirácide o «Eclesiástico», llamado así por San Cipriano probablemente a este uso frecuente. Precisamente hoy empezamos su lectura, que tendremos unos días hasta antes de iniciar la Cuaresma. El Sirácide fue escrito en hebreo hacia el año 190 a.C. en Jerusalén, por Ben-Sirac, un judío culto y experimentado. Su obra parece recoger en parte sus enseñanzas de escuela. El escrito llegó a ser tan popular que un nieto del autor, emigrado a Egipto hacia el año 132 a.C. se lo llevó consigo y lo tradujo al griego, en beneficio de cuantos no conocían el hebreo. Lo prologó, además, con una introducción de su puño y letra en la que hace los elogios del escrito, del autor y declara las razones que le indujeron a traducirlo. Hoy la liturgia nos propone esa introducción (Eclo 1,1-10). «Toda sabiduría proviene del Señor y está con él eternamente», es la primera frase del libro y la clave de todo lo restante. Ben Sirac posee un sólido humanismo que llama «sabiduría» y que, a la vez, es inseparable de su fe. Según él, el éxito del hombre, el arte del bien vivir, procede de una correspondencia, de una sintonía, con la voluntad de Dios. 

En esto podemos decir que concuerda hoy con el autor del salmo responsorial al que recurrimos en Misa también: Salmo 92 [93] en el que el autor exalta la realeza de nuestro Dios que está presente y operante en nuestras vidas dándonos a cada instante su sabiduría que no tiene medida: «Tú mantienes el orbe y no vacila. Eres eterno, y para siempre está firme tu trono». Es un himno que genera confianza en la sabiduría de Dios que todo lo dispone para bien. Tanto Ben-Sirac, como el salmista, poseen un sólido humanismo que se llama «sabiduría», que a la vez es inseparable de su fe. Según ellos, el éxito del hombre, el arte del bien vivir procede de una correspondencia con el pensamiento divino de Dios. Sólo uno es sabio y en extremo temible, el que está sentado en su trono: es el Señor. Así «el temor de Dios» —que con frecuencia equivale al «amor de Dios»— es la fuente misma de la «sabiduría». ¡Cuánto nos falta echar mano de esa sabiduría! Debemos reconocer que no tenemos esta sabiduría que viene del trono de Dios, sino que muchas veces el hombre, incluso el creyente, se mueve por la propia sabiduría —la experiencia personal— y por la sabiduría del mundo —las máximas y principios de los hombres—. 

Por eso Jesús hoy, en el Evangelio (Mc 9,14-29) se lamenta: «¡Gente incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos?». Como diría la gente joven de nuestra época: ¡Qué fuerte! Es el desahogo humano del corazón de Cristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre ante la obstinación del hombre que se fía más de los sentidos que de la Palabra de Dios, que se conduce más por sus afectos humanos que por la sabiduría y el querer de Dios. En el mundo de hoy, ¿dónde encontrar la verdadera sabiduría? Nosotros lo sabemos, en donde la encontró María y en donde la encontraron los santos: en la Palabra de Dios, que es Cristo mismo, a quien escuchamos día tras día como interpelación de Dios siempre nueva, sobre todo en la celebración de la Misa. Dichoso quien tiene el secreto de esta sabiduría en su vida. Dichoso el que escucha esta Palabra, la asimila, la recuerda, la pone en práctica, construyendo sobre ella el sostén de su vida diaria. Dichoso el que se deja enseñar por la sabiduría de Dios. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 24 de febrero de 2019

«El Señor es compasivo y misericordioso»... Un pequeño pensamiento para hoy


Este domingo quisiera quedarme con una frase el salmo 102 [103] que hoy nos ofrece la liturgia de la palabra como salmo responsorial y que incluso es el estribillo que repetimos: «El Señor es compasivo y misericordioso». Es que ambas palabras pueden llegar a ser, y a menudo lo son de hecho, suplantadas por fuerzas enemigas más que adversarias en nuestra sociedad que cada día es más técnica y más fría —cruel, inhumana, despiadada, impía, inclemente, feroz, etc.—. No reparamos en que compasión y la misericordia —clemente, caritativo, magnánimo, sensible, bondadoso, etc.— reflejan la ternura de Dios Padre, que inclina el oído hacia los hijos que le gritan y gimen con paciencia, como David en la primera lectura de hoy (1 Sam 26,2.7-9.12-13.22-23) elevando el incienso de su oración a la espera de que, de su divina misericordia, llegue la victoria sobre la prueba. Sabemos que la sociedad en que vivimos carece en la mayoría de sus campos de clemencia y misericordia. Muchas cifras figuran latentes, pero reales, exhibiendo los graves problemas de la emigración, del desahucio de muchos enfermos abandonados, la negación de créditos por los bancos a quienes realmente los necesitan, el comportamiento despótico de muchos que pusieran solucionar problemas, la conducta tiránica y el desdén opresor de no pocos, la prepotencia incluso de algunos que hasta dentro de la Iglesia abusan de su condición de poder... 

En la Biblia se habla no solamente en este salmo sino muchas veces de la compasión y de la misericordia de Dios, que se han manifestado plenamente en Jesús que nos invita a ver la vida con una visión diferente, muy diferente de la que la lógica del mundo ofrece (Lc 6,27-38). Hoy por eso se nos invita a profundizar en el significado de estas dos palabras: «compasión y misericordia». La palabra compasión proviene del latín —de con patire— y significa «padecer con», haciendo referencia a quien comparte los sentimientos de otro, sabiendo ponerse en su lugar. El término hebreo es «jesed» —por eso el grupo musical católico se llama así— y se refiere a quien hace el bien a otro, le ayuda o le perdona, después de haberlo pensado y tomado una decisión. No es solo un sentimiento, algo que queda en mi interior, sino que siempre es algo práctico, una acción a la que no estoy obligado en favor de otro. Por su parte la palabra misericordia también viene del latín —de miserum cor— y hace referencia a quien tiene un «corazón clemente». El término usado en hebreo es «rejamîm», que en singular designa el vientre materno y en plural las entrañas y se traduce en acogida, ternura, paciencia, ayuda. Los judíos creían que este vínculo está situado en lo más profundo del hombre, en sus vísceras. Algo hemos heredado nosotros, que también hablamos de un amor entrañable o de un odio visceral. 

A menudo, en diversos textos de la Sagrada Escritura estas dos palabras van unidas para hablar de Dios: «Acuérdate, Señor, de que tu ternura y tu compasión son eternos» (Sal 24 [25],6); «Señor, no me cierres tus entrañas, que tu amor y tu lealtad me guarden siempre» (Sal 39 [40],12); «Te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en ternura» (Os 2,21)… Y, por supuesto, en el texto del salmo responsorial de hoy: «Él Señor es compasivo y misericordioso» (Sal 102 [103],8). Que el Señor es compasivo y misericordioso denota que el amor a Dios y el amor al prójimo van de la mano. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev. 19, 18): he ahí el mandamiento con que se cumple toda la Ley (cf. Rm 13, 3). Y como nadie ama al otro ni se ama a sí mismo si no ama a Dios, por eso dice el Señor que de esos dos mandamientos pende la Ley entera y los profetas (cf. Mt 23, 37-40). Primero al prójimo a quien vemos y nos parece que tenemos más próximo, aunque sea de entrada un enemigo, porque de no ser así, ¿cómo decir que amamos a Dios a quien no vemos si no amamos al prójimo a quien vemos aunque nos caiga gordo o sea feíto, o nos haya hecho algo?... Urge, pues, que este domingo, al participar en nuestra Eucaristía dominical, dirijamos nuestra mirada a María, recibiendo la misericordia de su Hijo que, para nosotros, es redención. Les invito a decirle a ella antes de iniciar nuestra Misa de hoy: María, Madre de misericordia, cuida de todos para que no se haga inútil la cruz de Cristo, para que el hombre no pierda el camino del bien, no pierda la conciencia del pecado y crezca en la esperanza en Dios, «rico en misericordia» (Ef 2, 4), para que haga libremente las buenas obras que él le asignó (cf. Ef 2, 10) y, de esta manera, toda su vida sea «un himno a su gloria» (Ef 1, 12). ¡Wow, qué de mucho he escrito hoy, mil perdones!... ¿Será que soy uno de los misioneros de la misericordia y el tema me cala? ¡Bendecido domingo para todos! 

Padre Alfredo.

sábado, 23 de febrero de 2019

«De generación en generación»... Un pequeño pensamiento para hoy


«Cada generación, a la que sigue anunciará tus obras y proezas. Se hablará de tus hechos portentosos, del glorioso esplendor de tu grandeza» dice hoy el salmista (Sal 144,2-3.4-5.10-11) y eso me hace, enlazando esta frase con el Evangelio, a volar en espíritu al Monte de la Transfiguración, hermosísimo lugar en el que hace un año presidí la celebración de la Eucaristía pidiendo, entre otras tantas intenciones, especialmente por la salud de mi sobrinito José Adrián, a quien no olvido ni un solo día acompañándolo en su proceso de recuperar y mantener la salud física pero sobre todo, la salud espiritual. Al leer los trocitos del salmo responsorial que hoy nos deja la liturgia, me viene el agradecer que una generación tras otra nos haya seguido transmitiendo la fe y la devoción a estos santos lugares en los que Nuestro Señor nos dejó su Buena Nueva para que permanezcamos en continua acción de gracias gozando cada día del regalo de su presencia.

El salmista nos invita a recordar generación tras generación la grandeza de Dios que se manifiesta en grandes obras y hechos maravillosos como puede ser el de la transfiguración, un hecho que ha quedado grabado generación tras generación y que gracias a eso uno, al estar en ese Monte Santo, evoca el momento y experimenta realmente la presencia de Dios que nos escucha y alienta, que nos acompaña y a la vez nos lanza a bajar del monte a la realidad de la vida diaria llevando la cruz de cada día. Recordar y celebrar estos hechos portentosos es una manera de alabar al Señor. Esto es lo que hacía el pueblo de Israel en sus grandes fiestas. El salmista, por así decir, amontona hoy expresiones que ensalzan a Dios: «Un día tras otro bendeciré tu nombre»... «muy digno de alabanza es el Señor»... «su grandeza incalculable»... «Cada generación, a la que sigue anunciará tus obras y proezas»... «Se hablará de tus hechos portentosos, del glorioso esplendor de tu grandeza»... «Que te alaben, Señor, todas tus obras». La fe heroica de los antiguos patriarcas de Israel (Hb 11,1-7) es un buen camino para acrecentar nuestro agradecimiento al Señor por sus obras portentosas. Comprendemos y admiramos ahora aquella fe con ojos cristianos, a la luz de los milagros que cada día vamos viendo y viviendo.

Las grandes proezas del Señor, sus maravillas, quedan siempre grabadas en el corazón. ¿Quién puede olvidar esos momentos en los que, gracias a la fe, hemos experimentado esa grandeza del Señor que nos lleva a alabarlo? San Pedro recordará muchos años después en su segunda carta la grandeza de aquellos momentos de la transfiguración (2 Pe 1,16ss): «Si les hemos dado a conocer la venida poderosa de nuestro Señor Jesucristo, no ha sido siguiendo cuentos fantasiosos, sino porque fuimos testigos de vista de su majestad. Cuando recibió de Dios Padre honor y gloria, y de aquella magnifica gloria salió la poderosa voz: “¡Éste es mi Hijo amadísimo en quien tengo todas mis delicias!” Y fuimos nosotros quienes oímos esta voz cuando estábamos con él en la montaña santa». ¿Qué recuerdos guardamos nosotros de las obras maravillosas del Señor en nuestras vidas? ¿Por qué generación tras generación en nuestras familias se ha conservado la fe? Hoy es sábado, y como cada semana, es un día para contemplar a María y las maravillas que Dios hizo en su vida, las cuales recordamos de generación en generación. Hoy siento que tengo un mal hilvanado escrito que me ha costado trabajo sintetizar para expresar lo que quiero decir, pero, como cada día, lo comparto de todo corazón confiando en que algo dejará el Señor en el corazón de cada uno, sobre todo la gratitud y alabanza como Pedro, como juan, como Santiago, como María, como los patriarcas... por lo portentos y maravillas del Señor. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

viernes, 22 de febrero de 2019

«La Cátedra de San Pedro»... Un pequeño pensamiento para hoy

La Iglesia celebra hoy la fiesta de «La Cátedra de San Pedro». Una celebración muy antigua, atestiguada en Roma desde el siglo IV, con la cual se da gracias a Dios por la misión encomendada al apóstol san Pedro y a sus sucesores. La «cátedra», literalmente, es la sede fija del obispo, puesta en la iglesia madre de una diócesis, que por eso se llama «Catedral», y es el símbolo de la autoridad del obispo como pastor, y en particular de su «magisterio», es decir, de la enseñanza evangélica que, en cuanto sucesor de los Apóstoles, está llamado a conservar y transmitir a la comunidad cristiana. Cuando el obispo toma posesión de la Iglesia particular que le ha sido encomendada, llevando la mitra y el báculo pastoral, se sienta en la cátedra. Desde esa sede guía, como maestro y pastor, el camino de los fieles en la fe, en la esperanza y en la caridad. Esta celebración recuerda además la potestad conferida por Cristo al Apóstol cuando le dice, según relata el Evangelio de hoy (Mt 16,13-19): «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella».

La cátedra del obispo es su sede desde la que preside la liturgia. En ella solo se sienta el obispo u otro miembro del Colegio Episcopal al que aquel le conceda permiso. Por eso vemos que cuando un sacerdote celebra en el altar de una Catedral, no se sienta nunca en la cátedra episcopal sino en una sede o silla distinta. La cátedra es signo visible de la presencia en la diócesis del sucesor de los apóstoles. Es signo del magisterio y de la potestad del pastor en la Iglesia diocesana, según se lee en el Coeremoniale Episcoporum vigente. Y en la catedral el obispo celebra las mayores solemnidades, consagra el santo crisma y lleva a cabo ordinariamente las ordenaciones de los aspirantes al diaconado y al sacerdocio. La norma señala que la cátedra ha de ser única y fija, colocada de tal modo que se vea bien al obispo como presidente de la asamblea de fieles. También es signo de magisterio episcopal, por eso se aconseja a este que hable al pueblo de Dios desde dicha cátedra. Esta se halla en relación con el punto central de la catedral, que no es otro que el altar mayor. Como dice el Pseudo Dionisio Aeropagita, es la cátedra el lugar desde el que el obispo transmite la ciencia sagrada. 

Es por eso que la liturgia de hoy se engalana con el salmo 22/23, que es uno de los más ilustrativos de la tarea del obispo. San Pedro, en la primera lectura de hoy tomada de una de sus cartas (1 Pe 5,1-4) nos presenta al Señor como Pastor supremo y se dirige a los pastores de las comunidades ciciéndoles que quienes actúen reconociendo esta realidad de ser guías del rebaño recibirán del Gran Pastor delas ovejas el premio inmortal de la gloria. Nosotros no somos pastores, ni tenemos una cátedra pero bien podemos preguntarnos: ¿somos capaces de reconocer en nuestras responsabilidades diarias la confianza que Dios pone en nosotros? Estos días el Papa Francisco, desde su Cátedra, realiza una difícil y ardua tarea en una reunión especial con los obispos presidentes de las Conferencias Episcopales y otros pastores en torno a un tema delicado que ha golpeado a la Iglesia en la la cumbre sobre los abusos sexuales en la Iglesia. No dejemos de orar por él y por todos los participantes. Desde Roma el Papa celebra hoy esta fiesta con los pies bien puestos en la tierra. Allí en Roma está su cátedra y está representada en la Basílica de San Pedro en la que fue donada por Carlos el Calvo al Papa Juan VIII en el siglo IX, con motivo de su viaje a Roma para su coronación como emperador romano de occidente. Este trono se conserva como una reliquia, en una magnífica composición barroca, obra de Gian Lorenzo Bernini construida entre 1656 y 1665. Con María oremos por el pastoreo y el magisterio del Papa al celebrar la fiesta de hoy. ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 21 de febrero de 2019

«¿Quién dices tú que soy yo?»... Un pequeño pensamiento para hoy


En la vida del ser humano, no siempre se puede hablar de prosperidad, de triunfos y de logros alcanzados, hay veces que las cosas van más a la baja que a la alta. Eso es lo que sucede al salmista de hoy (Sal 101/102). El autor del salmo describe a Jerusalén (Sion) en un estado de ruina impresionante. Si tomamos la visión del salmista como una ruina literal, este salmo podría venir de aquellos escritos en el exilio por quienes se lamentaban tanto por las aflicciones personales como las de las naciones. Algunos estudiosos sugieren que el autor podría ser Daniel, Jeremías, o Nehemías. De cualquier manera, puede ser que la ruina de Sion descrita en el salmo sea de una naturaleza únicamente poética. En la liturgia católica este salmo, ha sido considerado como uno de los siete salmos penitenciales que con más frecuencia se usan para hablar de la debilidad del hombre que atrae el amor de Dios. El salmista no encuentra otra explicación para este amor que el aceptar la condición humana y el saberse atrapado por el amor de Dios porque «el Señor, desde su altura santa, ha mirado a la tierra desde el cielo, para oír los gemidos del cautivo y librar de la muerte al prisionero».

Hoy, ante la presencia de situaciones adversas, que no faltan en la vida de todo hombre, hay quienes no saben definir quién es Dios. Es como si Jesús mismo volviera a venir a nuestro encuentro en medio de nuestras aflicciones o pleitos de gallinero y nos preguntara: «¿Quiénes dicen estos que soy yo?... ¿Quién dices tú que soy yo?» (Mc 8,27-33). En la Biblia, en general, y particularmente en los salmos y por supuesto en el Evangelio, un Alguien sale al encuentro del hombre, y en este momento la soledad última del hombre, sobre todo cuando está sumergido en la aflicción, queda poblada por la presencia divina, las lágrimas humanas se evaporan, sus miedos huyen, y la consolación, como un río delicioso, inunda sus valles... ¡Eso es lo que el salmista intenta decir! ¡Eso es lo que Jesús quiere que sus discípulos entiendan! Por eso, las relaciones del hombre para con Dios no podían desenvolverse sino en la órbita del amor, y, en esta relación, es siempre Dios quien marca el paso y da el tono, porque es él quien nos amó primero.

En medio del devenir de esta vida entre los días en los que se entrecruza la alegría con las penas, el gozo con el dolor y la ilusión con la adversidad, el Señor Dios viene a nuestro encuentro y pregunta: «¿Quiénes dicen estos que soy yo?... ¿Quién dices tú que soy yo?». El hombre, sumergido en la noche del dolor, de la soledad y de la aflicción, en el cautiverio de este mundo pregunta: ¿Quién eres Dios? ¿Cómo eres? ¿Dónde estás? Cabalgando a lomo de los siglos, en la larga peregrinación de la fe, Dios se fue desvelando lentamente ante el salmista y la gente de su tiempo de mil formas pero, en todo caso, de manera fragmentaria, mediante acontecimientos, prodigios de salvación, revelaciones inesperadas hasta que, llegada la plenitud de los tiempos, se nos dio la certeza total: «Dios es Amor». ¿Concepto? ¿Emoción? ¿Convicción? ¿Energía? ¡No! Nada de eso; otra cosa. Dios es el que es y viene cada día a nuestro encuentro a darle sentido a nuestras vidas, a «reedificar» nuestra existencia tan golpeada por la vida. Es Dios mismo quien se aproxima y se inclina sobre el hombre, y lo abraza para llenarlo todo de alegría. Dios es Amor, es la flor y fruto, es la espiga dorada, es el que, desde los tiempos antiguos y últimamente a través de su Hijo (Hb 1,1) nos habla; y, ciertamente, esta afirmación va iluminando nuestro andar, como dice la oración de la Salve que le rezamos con devoción a María: «en este valle de lágrimas». La avalancha de las ternuras divinas que viene desplegándose por los torrentes de la Biblia desemboca finalmente y se condensa en Cristo a quien con Pedro y los demás le decimos hoy: «Tú eres el Mesías». ¡Bendecido jueves eucarístico y sacerdotal!

Padre Alfredo.

miércoles, 20 de febrero de 2019

«¿Cómo le pagaré al Señor?... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmo 115/116 es uno de los más hermosos de la Biblia y hoy la liturgia de la palabra nos ofrece algunos de sus versículos finales (12-13.14-15.18-19) con los cuales el salmista hace una preciosa acción de gracias en alabanza al Señor. El autor del salmo afirma que Dios es poderoso y no se le escapa nada, vela por nosotros en todo y se pregunta cómo le pagaremos al Señor todo el bien que nos hace. El filósofo francés Voltaire (1639-1699) decía que amaba con predilección un versículo de la Escritura y era el 12 de este salmo: «¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? El salmista siente una gratitud inmensa, y quiere expresarla. Primero dice que levantará el cáliz de salvación seguramente evocando la copa de ofrenda de gratitud de la que habla el libro de los Números (Num 15,10) y que a nosotros nos hace ir a Cristo y el Cáliz de su Sangre para agradecer al Padre entregándole lo mejor que él mismo nos dado, su Hijo Jesús. 

En Cristo el Padre nos ha dado la paz, el gozo, el reposo, la confianza, la victoria, la comunión con él. Así, una manera de mostrar gratitud a Dios es apropiarnos de esa «copa de la salvación» en cada Eucaristía. El escritor sagrado no olvida los votos que ha hecho a Dios, como tampoco nosotros debemos de olvidar nuestro compromiso bautismal, cumpliendo esas promesas bautismales «al Señor ante todo su pueblo, en medio de su templo santo». A la Eucaristía nos acercamos siempre llenos de gratitud en calidad de «hijos adoptivos» que cumplen sus promesas. ¿Cómo pagarle al Señor que nos haya abierto los ojos a la fe? Hoy el Evangelio nos habla de la curación de un ciego (Mc 8,22-26) que seguramente ha de haber quedado más que agradecido. Tan agradecido como Noé cuando terminó el diluvio, escena que nos cuenta la primera lectura de hoy (Gn 8,6-13.20-22). Así, toda la liturgia de hoy es una invitación a la gratitud. Porque en el fondo importa más el ser agradecidos con Dios que todo lo que el hombre pueda hacer o decir de sí mismo y por su cuenta, porque todo nos viene de Dios. 

En cada Eucaristía expresamos nuestra gratitud al Padre Celestial por, con y en el sacrificio expiatorio de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. Nos reunimos en oración de alabanza y acción de gracias por lo que el Padre nos ha dado. La gratitud, cada vez que celebramos la Santa Misa, nos brinda la paz que nos ayuda a sobreponernos al dolor de la adversidad y del fracaso; la gratitud en la Misa expresa el aprecio por lo que tenemos y que sabemos venido de Dios, sin considerar lo que tuvimos en el pasado ni lo que deseamos para el futuro. En los cuatro relatos de institución de la Eucaristía, aparece nuestro Señor dando gracias. Lo cual nos indica que, según la mente y el corazón del Señor, la oblación del sacrificio eucarístico va estrechamente unida a la acción de gracias «hasta el punto de ser ella la mismísima excelentísima expresión del agradecimiento que debemos expresar a Dios por los beneficios recibidos». Si se llega a perder, en un bautizado, esa actitud de agradecimiento, se pierde la alegría de vivir, el sentido del paso por esta tierra, la grandeza del fin último al que como hijos adoptivos estamos llamados y se cae inexorablemente en distintas formas de tristeza y depresión de esas que abundan en el mundo malagradecido de muchos. Pidámosle a la Santísima Virgen, siempre agradecida por los favores de Dios que nos ayude a ser siempre agradecidos. ¡Bendecido miércoles y gracias por darse tiempo para leer!

Padre Alfredo.

martes, 19 de febrero de 2019

«La voz del Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy tenemos un salmo de una belleza literaria excepcional, el salmo 28/29, uno de los salmos más «Yahvistas» de la Escritura, pues utiliza el nombre de Yahvé dieciocho veces en solo 11 versículos que tiene. Hoy se nos presenta, en la liturgia de la Palabra, unos cuantos versículos del mismo )Sal 28,1a.2.3ac-4.3b.9b-10) mostrándonos la grandeza de Dios, de ese Dios que en su trono está por encima de la tormenta. Para los pueblos antiguos, no solamente para el judío sino para muchos otros, el ruido de los truenos y relámpagos, con ese estruendo impresionante que produce, significaba la voz no solamente de las fuerzas de la naturaleza sino de la divinidad. La lectura de este salmo —que vale la pena leerlo completo— me hace pensar en la fuerza de la voz de Jesús, que se mostró así mismo poderosa en su vida mortal. ¿Cómo sería esa voz? Calmó la tempestad del lago (Mt 8,23); con solo pronunciar una orden salida de sus labios, se secó una higuera (Mt 21,18-19); con su voz potente resucita a los muertos: «Jesús gritó: «¡Lázaro, sal de ahí!» (Jn 11,43); con esa voz curó a muchos enfermos (Mt 4,23-25) y expulsó a los demonios (Mt 8,28-34) y desde la cruz lanza su último grito triunfal (Mc 15,37).

La descripción que el salmista hace de la tormenta es una joya que me hace ir a esa voz de Jesús. Mediante el empleo de la expresión: «qol Yahvé», es decir «La voz de Yahvé» el escritor sagrado logra impresionar al orante con la fuerza expresiva del trueno: estalla su rumor y se continúa en ecos diversos que devuelven los montes y la tierra estremecida, pasando por el mar —de donde generalmente parten las tormentas en Palestina—, las montañas, las áridas estepas hasta llegar a un eco grandioso en el santuario del cielo con un reconocimiento claro de la grandeza única de Dios «desde su trono eterno», ese trono al que triunfante regresó Jesús luego de haber cumplido su tarea aquí en la tierra. Pero esa voz de Dios sigue sonando y resonando hasta en los últimos confines de la tierra. Así como el Padre habló fuertemente en el diluvio, como nos cuenta la primera lectura del día de hoy (Gn 6,5-8;7,1-5.10), sigue hablando en el mismo tono de invitación a la conversión y con esa misma fuerza en la voz de Cristo que nos da seguridad en él que no nos abandona nunca, ni siquiera cuando el corazón se llena de dudas, como el momento que nos narra hoy san Marcos en su evangelio (Mc 8,14-21).

Al subir a la barca, los discípulos olvidaron llevar pan; les quedaba solo un pequeño pedazo. Estando en esta tensión psicológica, oyen la fuerte voz de Jesús que, dándole vueltas a la respuesta negativa que había dado a los fariseos, decía: «Fíjense bien y cuídense de la levadura de los fariseos y de la de Herodes». Los discípulos no entendieron; a lo sumo creían quizá que se trata de un regaño por no haber llevado el alimento necesario. Sin embargo, el significado de aquellas palabras era más profundo. La fiesta de la pascua implicaba, entre otras cosas, el rito de comer panes no fermentados. La levadura era considerada como signo y causa de corrupción. La pascua era la fiesta de la novedad, de la renuncia a lo viejo, de la búsqueda de un Dios que se revela en lo nuevo. Jesús, con su potente voz, es el ácimo por excelencia, el hombre nuevo frente al hombre viejo (1 Co 6,6-8; 15, 20-23; Rm 6,1-11). La voz de Dios resuena en nuestras almas como «novedad de vida» invitándonos a confiar siempre en él. María conoció perfectamente esa voz de Jesús en Caná nos invitó a escucharle diciendo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5). ¡Bendecido martes con mi oración y bendición desde la Basílica de Guadalupe! 

Padre Alfredo.

lunes, 18 de febrero de 2019

«La señal»... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmo 49/50, es un cántico solemne con un aire profético del que la liturgia de este lunes toma una parte (Sal 49,1.8;16bc-17.20-21) que nos muestra a un Dios que acusa a un pueblo que cumplía ofreciendo los sacrificios rituales pero que había olvidado, por decirlo así, la teología del sacrificio, que es el reconocer el dominio supremo de Dios y ofrecer el sacrificio con una disposición de sumisión y obediencia. No se ofrece a Dios nada que no sea suyo; pero lo que él espera como ofrenda es la docilidad del corazón de sus hijos, la adoración, la gratitud, el amor y la penitencia para reparar los pecados cometidos. Parecería a primera vista que el pueblo es fiel, porque ofrece esos sacrificios de expiación, pero es un pueblo que en general viola constantemente la Ley de Dios y falta a la alianza establecida, por eso el salmista exhorta a los que quieran ser fieles a ofrecer el holocausto del corazón y a seguir el buen camino para alcanzar la salvación. Dios viene a juzgar y... ¿qué encuentra en el corazón?

En el tiempo de Cristo, los salmos eran muy utilizados por la comunidad a la hora de ofrecer sus holocaustos, y los que más fieles eran a esa práctica ritual eran los fariseos, esos hombres cuyas ideas estaban muy cerca de las del Señor Jesús en muchos puntos, pero, diferían en que ellos insistían mucho en los aspectos triunfalistas del Mesías que habría de llegar. Este es el sentido de la pretensión de los fariseos, que le piden a Cristo «que haga aparecer una señal en el cielo» (Mc 8,11-13), o sea, que haga una especie de exhibición cósmica que obligue a obedecer a los espectadores al glorioso dictador celestial olvidando que la esencia del holocausto no estaba en el rito en sí, sino en la entrega sincera del corazón que se sabe amado por Dios y quiere regresarle aunque sea un poquito de ese amor. En todas las lenguas modernas, palabras como «fariseo», «fariseísmo» o «farisaico» significan falsedad e hipocresía. Jesús afirma en forma solemne que el poder salvífico de Dios no se manifestará a través de una exhibición fulgurante. Cuando reclaman un signo del cielo, los fariseos exigen que Dios les dé directamente una prueba de la mesianidad de Jesús. Como representantes de la religión, deben pronunciarse, y quieren apoyar su opinión en hechos irrefutables. Pero no habrá más signo que la vida de este Hombre-Dios. 

Ya desde el Antiguo Testamento Dios se había reconocido a sí mismo en la vida del hombre; la vida se había convertido en la imagen de Dios. Y hoy, en este hombre de Nazaret vuelve a encontrar Dios su primer retrato. No se dará otra señal que la obediencia del Hijo, es decir, una vida vivida, sin reticencias, bajo la inspiración del Espíritu en un holocausto en el que Cristo es sacerdote y víctima a la vez. La vida de Jesús habla por sí misma en una ofrenda santa y pura, un holocausto perfecto que no requiere demostración alguna. Estos son los signos de los tiempos: un hombre que ama, que habla de perdón, que no acabará de romper la caña quebrada; un hombre que, en la cara a cara de la oración, llama «Padre» a Dios. (...) Un signo que es una vida de hombre, porque sólo el testimonio de su vida, puede ser la invitación, la invención, la promesa. Dios no nos da más signo de salvación que la vida entregada de su Predilecto, que llega hasta las últimas consecuencias del amor. Un signo, un testimonio que hace que también nuestra vida ofrecida al Padre pueda ser una señal. Nuestra serenidad puede convertirse en palabra de esperanza. Nuestra constancia puede atestiguar nuestra fidelidad a la llamada recibida. Nuestra sencillez puede manifestar que todos participamos del mismo Espíritu. ¿Qué esta señal es muy modesta? Sí, así fue la señal de María, así fue la de los santos: Dios no puede dar otra señal de su amor. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.