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La investigación con seres humanos, los trasplantes de órganos, entre vivos o de un muerto a un vivo, la manipulación del código genético, la fertilización in vitro, la prolongación artificial de la vida en enfermos terminales, la clonación y varias cosas más de la biología y la medicina modernas, han suscitado problemas que no dejan de dejar a la humanidad anonadada. Ante tantas situaciones nuevas que en descubrimientos biológicos y médicos se presentan, se escuchan diversas preguntas: ¿Debemos hacer todo lo que podemos hacer? ¿No necesitamos una ética adecuada a la nueva situación? ¿No son los nuevos logros asuntos del diablo? ¿Es esto el comienzo del fin del mundo?
La necesidad de dar explicaciones adecuadas y el ansia de encontrar respuestas claras, hizo nacer y prosperar rápidamente el desarrollo de una disciplina nueva, centrada en el estudio de los problemas éticos que plantea el desarrollo de las diferentes ciencias y tecnologías que pueden aplicarse y modificar o influir en el desarrollo de las diversas etapas de la vida humana. Hablamos de la «Bioética», la ciencia que tiene esta finalidad de orientar el «discernimiento de la eticidad de las acciones que sobre la vida humana pueden ejercer las ciencias biomédicas». (1).
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En esta reflexión hago una consideración de todos estos aspectos que tocan directamente a la vida humana desde diversos puntos de vista y presento de una manera sencilla la visión y la postura de la Iglesia al respecto.
¿Qué dice pues la Iglesia de todo esto? ¿Cómo ve las cosas? ¿Existe una manera clara de distinguir lo lícito de lo reprobable, desde el aspecto de la fe?
Nunca antes, como en la época actual, se ha hablado tanto de la dignidad de la persona. Aquellos derechos humanos, que vieron la luz el 10 de diciembre de 1948, nunca habían sido tan repasados y tan citados, tan defendidos y tan aplaudidos como ahora; pero también, nunca antes como en esta época, se había experimentado tanto con la persona misma sin considerar la nobleza del ser, y nunca, como ahora, la crueldad y la violencia habían llegado hasta los límites que hemos visto en el campo de la investigación científica. Uno de los fenómenos más sobresalientes de nuestros días y digno de estudio profundo, es precisamente la ambigua situación de la dignidad humana. Por un lado se lucha por los pobres y marginados y por otro, se desperdician en alguno de los países del primer mundo más de «1,300 millones de toneladas de alimento» (3). Una radiografía de la sociedad actual nos mostraría muchas cosas más.
Ciertamente que no es lo mismo considerar al hombre como un mono con suerte de haber cambiado algo, que como imagen de Dios. Parece ser, que en mucho, en la época actual, los grandes científicos han olvidado lo segundo, han hecho a un lado la concepción del hombre como alguien delante de Dios y como alguien que existe para siempre. Para la Iglesia la cuestión es sencilla. Cuando se trata de poner de manifiesto las consecuencias éticas de las nuevas técnicas biomédicas, la excelencia del hombre, el alto valor proporcionado a la grandeza de su ser constituye el secreto para discernir lo permisible de lo censurable. El respeto y la promoción de la persona, el carácter inviolable de su dignidad, son los límites infranqueables de las técnicas aplicables a la vida humana.
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La moral cristiana de todas las épocas, ha tenido una preocupación notable por los problemas relacionados con la vida humana. Dentro de los cuadros de la virtud de la justicia o del quinto mandamiento «no matarás», la tradición teológico-moral ha analizado múltiples problemas en conexión con la vida corporal. En las dos últimas décadas, desde la aparición de la bioética, la moral cristiana ha dedicado tiempo y esfuerzo a contemplar y valorar, para alentar o reprobar, los avances de las ciencias médicas que plantean nuevos interrogantes a la conciencia moral.
Hablar de bioética cristiana no es renunciar a la argumentación para quedarse en recomendaciones piadosas, sino discutir todos los argumentos relevantes para valorar éticamente los nuevos procedimientos y técnicas médicos y biológicos, que ahora se han vuelto problemáticos. La bioética cristiana toma en cuenta los derechos humanos y la legislación de las naciones, pero ante todo, su peculiaridad reside en que pone al descubierto sus convicciones fundamentales, que ya hemos mencionado en parte: La dignidad del hombre y su condición de imagen de Dios, la concepción del cuerpo como templo de Dios, el sentido del sufrimiento y la idea de que la muerte no supone un fin absoluto.
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Ante la infinidad de problemas que se presentan en torno a la biología molecular, el estudio del código genético, la eugenesia, la fertilización in vitro, las madres de alquiler, el sida, la eutanasia, la distanasia, el aborto y demás, la bioética cristiana toma una postura en la que en primer lugar está el respeto a la dignidad de la persona como imagen de Dios. La concepción cristiana del hombre ve al ser humano como criatura en presencia del Creador y le hace detenerse para no someter a los seres humanos a un cálculo orientado por razones puramente técnicas o de utilidad.
La Iglesia aprueba las investigaciones y experimentos que respetan y realizan la dignidad del hombre. Los experimentos biológicos que respetan a la persona humana y contribuyen al bien general del hombre son legítimos, sin hacer a un lado aquello de que los cristianos deben la salvación a Jesús que sufrió y murió en la cruz, y pueden percibir y vivir la limitación de posibilidades de la vida humana sin sentirla, por paradójico que pueda parecer, como una privación, porque, el sufrimiento y el dolor son elementos constitutivos de la existencia humana. (5).
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El progreso médico debe conservar siempre un extraordinario respeto a los valores morales, el derecho y la legislación, deben proteger siempre al hombre y su dignidad. En principio, se debe evitar toda forma de daño; después se puede investigar y perseguir el bien. A veces, la medicina moderna científico-técnica pierde de vista con suma facilidad el valor y la dignidad personal del hombre. «La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte.» (8).
La Iglesia considera que no parece razonable renunciar a las posibilidades que los nuevos descubrimientos ofrecen, en torno a una mejor calidad de vida, pero tampoco es sensato confiar ciegamente en ellas, porque, a diferencia de los demás seres, el hombre puede atentar contra sí mismo como ser natural en su ansia de progreso. Se nos da el sacramento de la unción de los enfermos, que hace conciencia de la unión del enfermo a la pasión de Cristo, da consuelo, paz y levanta el ánimo para soportar cristianamente los sufrimientos de la enfermedad, el perdón de los pecados y el restablecimiento de la salud corporal, si conviene a la salud espiritual, porque la Iglesia sabe que el hombre es cuerpo, es mente, es espíritu y confía en una vida eterna en donde nadie estará triste o enfermo y en donde el hombre vivirá en plenitud.
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Una joven, que vivió hace muchos años en Nazareth, y fue elegida para ser la Madre de Dios, parece que nada tuviera que ver con esto y mucho nos enseña. Ella, la humilde sierva del Señor. Ella «conservaba cuidadosamente todas las cosas uy las meditaba en su corazón». (10). Tal vez, antes de actuar, muchos de los hombres, deberíamos meditar las cosas y sus consecuencias en el corazón.
Para terminar esta reflexión propongo cinco exigencias que no podemos, ni debemos descuidar, que giran en torno a todo esto:
1. Fomentar e incrementar la formación de médicos, enfermeros y terapeutas en los problemas de la ética, la bioética y la antropología filosófica, de manera que ellos mismos eduquen para la vida digna.
2. Seguir promoviendo la investigación sin perder nunca de vista al hombre como imagen de Dios, buscando medios alternativos para el bienestar y la mejor calidad de vida, que no dañen la dignidad de la persona.
3. Crecer en la búsqueda del sentido del sufrimiento y del dolor humano y buscar medios para ayudar a los pacientes a afrontar situaciones que en nada atentan contra su dignidad de hijos de Dios.
4. Manejar con seriedad y con ética, todo estudio y descubrimiento nuevo, en torno a la vida, respetando siempre al hombre como imagen de Dios, trabajando por la inviolabilidad de la vida humana y por la protección de la vida en desarrollo.
5. Recordar siempre que el Señor es el autor y dueño de la vida, que la vida humana es un don recibido de Dios y que a Dios pertenece.
R.P. Alfredo L. Gpe. Delgado Rangel, M.C.I.U.
(1) REINHARD LÖW y otros, Bioética, Editorial Rialp, Madrid 1992, p. 9.
(2) Cfr. REINHARD LÖW y otros, Bioética, Editorial Rialp,
Madrid 1992, pp. 9-10.
(3) Según datos de los últimos informes de la FAO.
(4) Cfr. Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe
sobre el aborto provocado, 1974.
(5) Cfr. JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Salvifici Doloris.
Sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano.
(6) Cfr. JUAN PABLO II, Alocución ante la Academia Pontificia de
las Ciencias, 23 de octubre de 1982.
(7) JUAN PABLO II, Discurso a la Asamblea General de la Asociación
Médica Mundial, 29 de octubre de 1983.
(8) Catecismo de la Iglesia Católica, # 1500, Editorial CCM, México 1993, p. 388.
(9) Código de Derecho Canónico, # 747, Ediciones Universidad
de Navarra, 5ª edición, Pamplona 1992, p. 470.
(10) Cfr. Lc 2,19; 2,51b.
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