En la vida del ser humano, no siempre se puede hablar de prosperidad, de triunfos y de logros alcanzados, hay veces que las cosas van más a la baja que a la alta. Eso es lo que sucede al salmista de hoy (Sal 101/102). El autor del salmo describe a Jerusalén (Sion) en un estado de ruina impresionante. Si tomamos la visión del salmista como una ruina literal, este salmo podría venir de aquellos escritos en el exilio por quienes se lamentaban tanto por las aflicciones personales como las de las naciones. Algunos estudiosos sugieren que el autor podría ser Daniel, Jeremías, o Nehemías. De cualquier manera, puede ser que la ruina de Sion descrita en el salmo sea de una naturaleza únicamente poética. En la liturgia católica este salmo, ha sido considerado como uno de los siete salmos penitenciales que con más frecuencia se usan para hablar de la debilidad del hombre que atrae el amor de Dios. El salmista no encuentra otra explicación para este amor que el aceptar la condición humana y el saberse atrapado por el amor de Dios porque «el Señor, desde su altura santa, ha mirado a la tierra desde el cielo, para oír los gemidos del cautivo y librar de la muerte al prisionero».
Hoy, ante la presencia de situaciones adversas, que no faltan en la vida de todo hombre, hay quienes no saben definir quién es Dios. Es como si Jesús mismo volviera a venir a nuestro encuentro en medio de nuestras aflicciones o pleitos de gallinero y nos preguntara: «¿Quiénes dicen estos que soy yo?... ¿Quién dices tú que soy yo?» (Mc 8,27-33). En la Biblia, en general, y particularmente en los salmos y por supuesto en el Evangelio, un Alguien sale al encuentro del hombre, y en este momento la soledad última del hombre, sobre todo cuando está sumergido en la aflicción, queda poblada por la presencia divina, las lágrimas humanas se evaporan, sus miedos huyen, y la consolación, como un río delicioso, inunda sus valles... ¡Eso es lo que el salmista intenta decir! ¡Eso es lo que Jesús quiere que sus discípulos entiendan! Por eso, las relaciones del hombre para con Dios no podían desenvolverse sino en la órbita del amor, y, en esta relación, es siempre Dios quien marca el paso y da el tono, porque es él quien nos amó primero.
En medio del devenir de esta vida entre los días en los que se entrecruza la alegría con las penas, el gozo con el dolor y la ilusión con la adversidad, el Señor Dios viene a nuestro encuentro y pregunta: «¿Quiénes dicen estos que soy yo?... ¿Quién dices tú que soy yo?». El hombre, sumergido en la noche del dolor, de la soledad y de la aflicción, en el cautiverio de este mundo pregunta: ¿Quién eres Dios? ¿Cómo eres? ¿Dónde estás? Cabalgando a lomo de los siglos, en la larga peregrinación de la fe, Dios se fue desvelando lentamente ante el salmista y la gente de su tiempo de mil formas pero, en todo caso, de manera fragmentaria, mediante acontecimientos, prodigios de salvación, revelaciones inesperadas hasta que, llegada la plenitud de los tiempos, se nos dio la certeza total: «Dios es Amor». ¿Concepto? ¿Emoción? ¿Convicción? ¿Energía? ¡No! Nada de eso; otra cosa. Dios es el que es y viene cada día a nuestro encuentro a darle sentido a nuestras vidas, a «reedificar» nuestra existencia tan golpeada por la vida. Es Dios mismo quien se aproxima y se inclina sobre el hombre, y lo abraza para llenarlo todo de alegría. Dios es Amor, es la flor y fruto, es la espiga dorada, es el que, desde los tiempos antiguos y últimamente a través de su Hijo (Hb 1,1) nos habla; y, ciertamente, esta afirmación va iluminando nuestro andar, como dice la oración de la Salve que le rezamos con devoción a María: «en este valle de lágrimas». La avalancha de las ternuras divinas que viene desplegándose por los torrentes de la Biblia desemboca finalmente y se condensa en Cristo a quien con Pedro y los demás le decimos hoy: «Tú eres el Mesías». ¡Bendecido jueves eucarístico y sacerdotal!
Padre Alfredo.
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