«Pon tu esperanza en Dios, practica el bien y vivirás tranquilo en esta tierra. Busca en él tu alegría y te dará el Señor cuanto deseas» dice hoy el salmista (Salmo 36/37 en la Biblia). ¡Y vaya que tiene razón! Son unos cuantos años —comparados con toda una eternidad— los que pasaremos en la tierra y si nos dejamos llenar de alegría el Señor nos mantendrá en esperanza tranquilos hasta el final de nuestro fugaz recorrido por este mundo. Para el creyente, la semilla de la alegría como la de todas las virtudes cristianas, cuando se sabe llamado y amado por Dios, crece sola, sin que el labrador sepa cómo. El Reino de Dios tiene dentro una fuerza misteriosa, que a pesar de los obstáculos que pueda encontrar, logra que la alegría cristiana germine y de fruto, aunque se supone que el campesino realiza todos los trabajos que le tocan a él, arando, limpiando, regando. Pero Jesús hoy, en el Evangelio, subraya la fuerza intrínseca de la gracia y de la intervención de Dios. El protagonista de la parábola que hoy nos narra Cristo, después de que meditamos el salmo responsorial, no es el labrador ni el terreno bueno o malo, sino la semilla (Mc 4,26-34).
La semilla se siembra en el alma el creyente desde el bautismo y va luego creciendo mientras pasan las noches y los días y sin que se sepa cómo. La vida es una aventura que se vive a la sorpresa de Dios y que no se sabe cuánto durará aquí en la tierra, pues sabemos que continuará gracias al regalo maravilloso de la resurrección que Cristo nos ha alcanzado. El salmo y el Evangelio de hoy nos ayudan a entender cómo conduce Dios nuestra historia buscando en él nuestra alegría de vivir. Si olvidamos su protagonismo y la fuerza intrínseca que tienen su Evangelio, sus sacramentos y su gracia, nos puede pasar una cosa: ¡perdemos la alegría! San Pablo, en una de sus cartas, dijo que él sembraba, que Apolo regaba, pero era Dios el que hacia crecer (1 Cor 3,6-7). Dios a veces se dedica a darnos la lección de que los medios más pequeños producen frutos inesperados, no proporcionados ni a nuestra organización ni a nuestros métodos e instrumentos. La semilla de la alegría cristiana no germina porque lo digan los sabios botánicos, ni la primavera espera a que los calendarios señalen su inicio «por cierto ya vamos iniciando el segundo mes del año—. Así, la fuerza de la Palabra de Dios viene del mismo Dios, no de nuestras técnicas y nos llena de alegría.
Por otra parte, no tenemos que desanimarnos cuando no conseguimos a corto plazo los efectos que deseábamos porque no es que Dios haga nuestra voluntad, sino nosotros la de Él. El protagonismo lo tiene Dios. Por malas que nos parezcan las circunstancias de nuestra propia vida, de la vida de la Iglesia o de la sociedad o de una comunidad, la semilla de la alegría cristiana se abrirá paso y producirá su fruto. Aunque no sepamos cómo ni cuándo. El crecimiento de esta semilla tiene su ritmo, muy diverso a nuestros cálculos siempre pichicatos. Hay que tener paciencia, como la tiene el labrador y seguir sonriendo hasta ser llamados a la presencia de Dios. Ayer todo el día estuve pensando en Amy, desde recordar aquel día en que, en casa de mis padres, nos dijo sin borrar la sonrisa de su rostro: «tengo cáncer» hasta nuestro último encuentro por teléfono hace unos días... Ayer fue llamada a la presencia de Dios. Su rostro alegre siempre quedará grabado en mi corazón y en el de muchos, su risa contagiante, sus ojos pizpiretos y su adhesión a la voluntad de Dios con valentía, como me lo expresó en diciembre que nos vimos. La fotógrafa Cecy Villegas le tomó una foto que hoy publico encabezando esta entrada como un homenaje. Sí, un homenaje a Amy Lozano, pero más que eso un homenaje a la sonrisa, don de Dios pensando en la sonrisa de María, en la de Cristo, en la de los santos, en la tuya y en la mía... semilla sembrada allí por el Creador, esperanza de vida eterna. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
Un abrazo hasta el cielo hermosa siempre por dentro y por fuera sonrisa inigualable te extañaremos. hermana de Alma y de corazón.❤️
ResponderEliminarCin mucho cariño Vicky