El salmo 118 [119] es el más largo de la Biblia, con 176 versículos y el tema central de la Torah (La Ley), haciendo de él un imponente y solemne canto sobre esta Torah, término que, en su acepción más amplia y completa, encierra no solo como ley por sí sola, sino la ley divina, la enseñanza, la instrucción y la directiva de vida. La liturgia del día de hoy toma solamente unos cuantos versículos de este que es, también el capítulo más largo de la Escritura (Sal 118,165.168.171-172.174-175). Es el célebre pastor protestante luterano, el alemán Dietrich Bonhoeffern (4 de febrero de 1906 – 9 de abril de 1945) quien ofrece la mejor clave de lectura y de acercamiento a este texto de la Biblia y nos dice: «Indudablemente este salmo es particularmente pesado por su longitud y monotonía, pero precisamente debemos proceder palabra por palabra, frase por frase, muy lentamente, tranquilamente, pacientemente. Descubriremos entonces que las aparentes repeticiones son en realidad aspectos nuevos de una sola y única realidad, el amor por la Palabra de Dios (Dietrich Bonhoeffern, “Los Salmos: el libro de oración de la Biblia”.
Blas Pascal, el gran filósofo francés, recitaba este salmo a diario gozando de su estructura para serenar el espíritu. El salmo está regulado por un complejo sistema acróstico alfabético y lexical que en cada versículo —con brevísimas excepciones— va mencionando una palabra que exprese lo que es la Torah. Así, en cada versículo encontramos por lo menos uno de los ocho términos con los que se define esta ley-palabra de Dios: Ley (torah), palabra (dabar), testimonio (’edût), juicio (mishpat), dicho (‘imrah), decreto (hôq), preceptos (piqqûdim), orden (miswah). Así, con este acomodo, constituye también el poema más largo del Salterio —es decir el conjunto de salmos— metiendo en el corazón del orante las virtudes de la Ley que brindan felicidad a quien la cumple. Y como la ley se relaciona, en el Antiguo Testamento, a la idea de perfección, por eso la estructura literaria del salmo pone de manifiesto un sentido del orden, de la armonía y de la totalidad alabando la sabiduría del Señor. Amar» la Ley, hacer vida la Ley, servir a la Ley, es en el Antiguo Testamento lo mismo que servir a la Sabiduría y amar a la Sabiduría, como dice el autor de la primera lectura de hoy (Eclo 4,12-22). Es todo un estilo de vida. Es el arte de vivir, es el humanismo que, aunque habla de la Torah no es solamente privilegio de los creyentes —porque muchos de nuestros hermanos agnósticos viven también buscando la perfección, la ley, el orden, la sabiduría—.
Ben Sirac —el autor del Eclesiástico o por eso también llamado Sirácide— nos repite que es un «culto al Dios Santo» y que por eso el Señor ama a todos. Para mucha gente de nuestro tiempo, que es buena, es por la acción recta, por el compromiso serio según la propia conciencia que podrá instaurarse una pedagogía de la fe que, si se cultiva con paciencia, llevará al descubrimiento más explícito de Cristo. Así ha sucedido en el corazón de muchos que se decían agnósticos y que ahora viven profundamente la fe en nuestro Redentor. Por eso la Iglesia, siguiendo a Jesús, quiere ser, como dice el Papa Francisco, una Iglesia de puertas abiertas. El último Concilio voluntariamente renunció a hacer ninguna condena y hoy el Evangelio nos lo aclara: «¡todo aquel que no está contra nosotros, está a nuestro favor!» (Mc 9,28-40). ¿Creemos efectivamente que Dios actúa en donde y en quien quiere? ¿Y que el Espíritu no es propiedad de ningún grupo? ¿Ni de ninguna estructura? El Espíritu sopla donde quiere. ¡No se lo impidamos! Pidámosle a la Madre del Señor, que custodiaba la Ley meditándola en su corazón junto a los sucesos maravillosos en los que Dios se revelaba a su alrededor, que nos ayude a buscar y hacer vida a nosotros también el verdadero sentido de esa Torah. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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