Hoy tenemos un salmo de una belleza literaria excepcional, el salmo 28/29, uno de los salmos más «Yahvistas» de la Escritura, pues utiliza el nombre de Yahvé dieciocho veces en solo 11 versículos que tiene. Hoy se nos presenta, en la liturgia de la Palabra, unos cuantos versículos del mismo )Sal 28,1a.2.3ac-4.3b.9b-10) mostrándonos la grandeza de Dios, de ese Dios que en su trono está por encima de la tormenta. Para los pueblos antiguos, no solamente para el judío sino para muchos otros, el ruido de los truenos y relámpagos, con ese estruendo impresionante que produce, significaba la voz no solamente de las fuerzas de la naturaleza sino de la divinidad. La lectura de este salmo —que vale la pena leerlo completo— me hace pensar en la fuerza de la voz de Jesús, que se mostró así mismo poderosa en su vida mortal. ¿Cómo sería esa voz? Calmó la tempestad del lago (Mt 8,23); con solo pronunciar una orden salida de sus labios, se secó una higuera (Mt 21,18-19); con su voz potente resucita a los muertos: «Jesús gritó: «¡Lázaro, sal de ahí!» (Jn 11,43); con esa voz curó a muchos enfermos (Mt 4,23-25) y expulsó a los demonios (Mt 8,28-34) y desde la cruz lanza su último grito triunfal (Mc 15,37).
La descripción que el salmista hace de la tormenta es una joya que me hace ir a esa voz de Jesús. Mediante el empleo de la expresión: «qol Yahvé», es decir «La voz de Yahvé» el escritor sagrado logra impresionar al orante con la fuerza expresiva del trueno: estalla su rumor y se continúa en ecos diversos que devuelven los montes y la tierra estremecida, pasando por el mar —de donde generalmente parten las tormentas en Palestina—, las montañas, las áridas estepas hasta llegar a un eco grandioso en el santuario del cielo con un reconocimiento claro de la grandeza única de Dios «desde su trono eterno», ese trono al que triunfante regresó Jesús luego de haber cumplido su tarea aquí en la tierra. Pero esa voz de Dios sigue sonando y resonando hasta en los últimos confines de la tierra. Así como el Padre habló fuertemente en el diluvio, como nos cuenta la primera lectura del día de hoy (Gn 6,5-8;7,1-5.10), sigue hablando en el mismo tono de invitación a la conversión y con esa misma fuerza en la voz de Cristo que nos da seguridad en él que no nos abandona nunca, ni siquiera cuando el corazón se llena de dudas, como el momento que nos narra hoy san Marcos en su evangelio (Mc 8,14-21).
Al subir a la barca, los discípulos olvidaron llevar pan; les quedaba solo un pequeño pedazo. Estando en esta tensión psicológica, oyen la fuerte voz de Jesús que, dándole vueltas a la respuesta negativa que había dado a los fariseos, decía: «Fíjense bien y cuídense de la levadura de los fariseos y de la de Herodes». Los discípulos no entendieron; a lo sumo creían quizá que se trata de un regaño por no haber llevado el alimento necesario. Sin embargo, el significado de aquellas palabras era más profundo. La fiesta de la pascua implicaba, entre otras cosas, el rito de comer panes no fermentados. La levadura era considerada como signo y causa de corrupción. La pascua era la fiesta de la novedad, de la renuncia a lo viejo, de la búsqueda de un Dios que se revela en lo nuevo. Jesús, con su potente voz, es el ácimo por excelencia, el hombre nuevo frente al hombre viejo (1 Co 6,6-8; 15, 20-23; Rm 6,1-11). La voz de Dios resuena en nuestras almas como «novedad de vida» invitándonos a confiar siempre en él. María conoció perfectamente esa voz de Jesús en Caná nos invitó a escucharle diciendo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5). ¡Bendecido martes con mi oración y bendición desde la Basílica de Guadalupe!
Padre Alfredo.
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