El libro bíblico, más usado en las lecturas bíblicas, después del libro de los salmos que ocupa el primero lugar —ya que todos los días tenemos un salmo responsorial— es el libro del Sirácide o «Eclesiástico», llamado así por San Cipriano probablemente a este uso frecuente. Precisamente hoy empezamos su lectura, que tendremos unos días hasta antes de iniciar la Cuaresma. El Sirácide fue escrito en hebreo hacia el año 190 a.C. en Jerusalén, por Ben-Sirac, un judío culto y experimentado. Su obra parece recoger en parte sus enseñanzas de escuela. El escrito llegó a ser tan popular que un nieto del autor, emigrado a Egipto hacia el año 132 a.C. se lo llevó consigo y lo tradujo al griego, en beneficio de cuantos no conocían el hebreo. Lo prologó, además, con una introducción de su puño y letra en la que hace los elogios del escrito, del autor y declara las razones que le indujeron a traducirlo. Hoy la liturgia nos propone esa introducción (Eclo 1,1-10). «Toda sabiduría proviene del Señor y está con él eternamente», es la primera frase del libro y la clave de todo lo restante. Ben Sirac posee un sólido humanismo que llama «sabiduría» y que, a la vez, es inseparable de su fe. Según él, el éxito del hombre, el arte del bien vivir, procede de una correspondencia, de una sintonía, con la voluntad de Dios.
En esto podemos decir que concuerda hoy con el autor del salmo responsorial al que recurrimos en Misa también: Salmo 92 [93] en el que el autor exalta la realeza de nuestro Dios que está presente y operante en nuestras vidas dándonos a cada instante su sabiduría que no tiene medida: «Tú mantienes el orbe y no vacila. Eres eterno, y para siempre está firme tu trono». Es un himno que genera confianza en la sabiduría de Dios que todo lo dispone para bien. Tanto Ben-Sirac, como el salmista, poseen un sólido humanismo que se llama «sabiduría», que a la vez es inseparable de su fe. Según ellos, el éxito del hombre, el arte del bien vivir procede de una correspondencia con el pensamiento divino de Dios. Sólo uno es sabio y en extremo temible, el que está sentado en su trono: es el Señor. Así «el temor de Dios» —que con frecuencia equivale al «amor de Dios»— es la fuente misma de la «sabiduría». ¡Cuánto nos falta echar mano de esa sabiduría! Debemos reconocer que no tenemos esta sabiduría que viene del trono de Dios, sino que muchas veces el hombre, incluso el creyente, se mueve por la propia sabiduría —la experiencia personal— y por la sabiduría del mundo —las máximas y principios de los hombres—.
Por eso Jesús hoy, en el Evangelio (Mc 9,14-29) se lamenta: «¡Gente incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos?». Como diría la gente joven de nuestra época: ¡Qué fuerte! Es el desahogo humano del corazón de Cristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre ante la obstinación del hombre que se fía más de los sentidos que de la Palabra de Dios, que se conduce más por sus afectos humanos que por la sabiduría y el querer de Dios. En el mundo de hoy, ¿dónde encontrar la verdadera sabiduría? Nosotros lo sabemos, en donde la encontró María y en donde la encontraron los santos: en la Palabra de Dios, que es Cristo mismo, a quien escuchamos día tras día como interpelación de Dios siempre nueva, sobre todo en la celebración de la Misa. Dichoso quien tiene el secreto de esta sabiduría en su vida. Dichoso el que escucha esta Palabra, la asimila, la recuerda, la pone en práctica, construyendo sobre ella el sostén de su vida diaria. Dichoso el que se deja enseñar por la sabiduría de Dios. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario