sábado, 31 de agosto de 2019

«Agradecido y con alegría»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy termina un mes más de nuestro paso por esta tierra. Para mí ha sido un mes de muchas bendiciones, el 4 el día del Santo Cura de Ars y mi aniversario sacerdotal; el 6 la transfiguración; el 15 la asunción de María a los cielos y el 22 su fiesta como Reina; el 28 mi cumpleaños y el viaje express de 10 días a Los Ángeles para los Ejercicios Espirituales de mis hermanas Misioneras Clarisas de las casas de California y que ayer concluyó con una animada reunión con algunos Vanclaristas de los diversos grupos. Allá disfruté del gozo de la Eucaristía cada día en la Casa Regional en Santa Ana; la Misa con la comunidad de Gardena y el regalo de ver a Minerva para comer en su casa en compañía de las hermanas; el festejo del cumpleaños con Peggy y Ana un día y con Los Ortiz y los Castro el otro; la alegría de saludar a Carmen; el encuentro con René y Abby y con sus hijos ya muy grandes, el compartir con Norma en esa rica plática que nos deja el reto de ir a metas más altas de santidad; la comida con Axel y Sandra recordando anécdotas de la misión de África agradeciendo a todos nuestros hermanos de Van-Clar Maywood; la visita al hermano Agustín en el monasterio de Prince of Peace y la sentida celebración de la Misa en ese santo lugar; las vistas del mar en Ocean Side, Corona y Newporth Beach... yo creo que si revisamos nuestras vidas, en medio de los sufrimientos y dolores que siempre hay en este «valle de lágrimas», encontramos también días maravillosos que llenan el corazón de gratitud a Dios y a los que nos rodean. ¡Gracias a todos!, a los que aquí menciono y a los demás que viven en mi corazón. 

La liturgia de hoy, en la Misa, nos pone el salmo 97 [98] como salmo responsorial con un estribillo que me viene muy bien en este día: «Cantemos al Señor con alegría». En este mes, luego del doloroso camino de julio, puedo destacar que si hay un tiempo para la oración silenciosa, para la meditación y para profundizar en el dolor, la soledad, el duelo, la cruz.... hay un tiempo también para la oración de aclamación y de acción de gracias! Paul Claudel (6 de agosto de 1868–23 de febrero de 1955), el célebre diplomático y poeta francés (1868–1955), considerado como el más grande representante del catolicismo francés en la literatura moderna, escribe sobre este salmo que medita: «¿Qué canto, oh Dios mío, podemos inventar al compás de nuestro asombro? El ha roto todos los velos. Se ha mostrado. Se ha manifestado tal como es a todo el mundo. La misma caridad, la misma verdad, todo semejante, a lo que quiso con Israel, ¡helo aquí, doquier, brillando a los ojos de todo el mundo! ¡Tierra, estremécete! ¡Que oiga en tus profundidades el grito de todo un pueblo que canta y que llora y que patalea! ¡Adelante, todos los instrumentos! ¡Adelante la cítara y el salmo! ¡Adelante, la trompeta en pleno día con sonido claro, y esta trompeta, la otra, muy bajo, como un hormigueo de trompetas que yo creía escuchar durante la noche! ¡Adelante el mar, para sumirme! ¡Adelante, la redondez de la tierra como un canasto que se sacude! ¡Ríos, aplaudid, y que se alisten las montañas, porque ha llegado el momento en que Dios va a "juzgar" a la tierra! ¡Ha llegado el día del rayo del sol, y de la radiante nivelación de la justicia!"». Yo, luego de repasar los 31 días de este agosto, me uno a él. 

Recordar con alegría y gratitud no es solo algo sentimental y pasivo. Es dar gracias a Dios por todos los dones que nos ha dado y por la capacidad que tenemos de multiplicarlos en el compartir. Nunca sabremos a ciencia cierta si los dones que nos dio el Señor los hemos multiplicado mucho o poco (Mt 25,14-30), el Señor no espera cantidades que se puedan calcular con medidas de peso y valor... él espera que lo demos todo, que multipliquemos lo mucho o lo poco que tenemos y que nos ha venido de él. Y yo creo que, cuando compartimos, como el Señor me ha permitido verlo este mes, el corazón se llena de gozo. El siervo perezoso, de esta hermosa parábola de los talentos, es acusado, no de haber malgastado su talento o robado el dinero de su amo, sino de no haberlo hecho fructificar... No sabemos cuántos años nos quedan de vida y cuándo seremos convocados a examen. Pero todos deseamos que el examinador, el Juez, nos pueda decir las palabras que él guarda para los que se han esforzado por vivir según sus caminos: «Te felicito, siervo bueno y fiel. Puesto que has sido fiel en cosas de poco valor, te confiaré cosas de mucho valor. Entra a tomar parte en la alegría de tu señor». Nuestra vida es para multiplicar los talentos, para darse, para compartir en la alegría de ser hijos de Dios, por eso María se encamina presurosa al encuentro de Isabel, por eso ella descubre que falta el vino, por eso se queda al pie de la Cruz hasta que su Hijo es bajado de allí, por eso acompaña a los apóstoles... ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

viernes, 30 de agosto de 2019

«Santa Rosa de Lima y la alabanza al Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


Santa Rosa de Lima (20 de abril de 1586 - 24 de agosto de 1617) es la primera santa americana canonizada, que una mujer nació de ascendencia española en la capital de Perú en 1586 hija de don Gaspar de Flores y María de Oliva. La pequeñita fue bautizada con el nombre de Isabel, pero, por la frescura e su rostro, se le llamaba comúnmente «Rosa», y ése fue el único nombre que le impuso en la Confirmación el arzobispo de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo. Desde la adolescencia Rosa optó por seguir a Jesús con pasión ardiente haciendo de su vida una alabanza entrando a formar parte de la Tercera Orden dominicana y teniendo como modelo y guía espiritual a santa Catalina de Siena. Entregada al cuidado de los pobres y a los trabajos ordinarios que una chica desempeña cotidianamente en la casa, se impuso un régimen de vida austero marcado por una extraordinaria penitencia. A los veintitrés años se encerró en una celda de apenas dos metros cuadrados, que mandó a su hermano construir en el jardín de su casa y de la que sólo salía para ir a las funciones religiosas. Y es precisamente en esta estrecha prisión voluntaria donde transcurrió la mayor parte de sus días en contemplación, en intimidad con su Señor. Como a santa Catalina de Siena, también a ella se le concedió la gracia mística de participar físicamente en la pasión de Jesús, al que eligió como su Esposo, y durante 15 años tuvo que atravesar la dura experiencia interior de la ausencia de Dios, ese sufrimiento del espíritu que san Juan de la Cruz, el reformador del Carmelo, llama la «noche oscura». 

Tal vez no se conozca mucho de la vida de Santa Rosa de Lima, pero, se puede afirmar que su vida fue, una vida escondida que, en medio de una extrema austeridad impuesta por ella misma, la llevó, como digo, a hacer de su intimidad con Dios, una alabanza viviente para darle gloria al Señor. El mensaje que sigue comunicando a los devotos que la invocan como protectora, está bien expresado en uno de los misteriosos mensajes que recibió del Señor: «Que sepan todos —le confió Jesús— que la gracia sigue a la tribulación; entiendan que sin el peso de las aflicciones no se llega a la cumbre de la gracia; comprendan que en la medida en que crece la intensidad de los dolores, aumenta la de los carismas. Ninguno se equivoque ni se engañe; esta es la única y verdadera escalera hacia el paraíso y, fuera de la cruz, no hay otra vía por la que se pueda subir al cielo». Su breve existencia —murió de 32 años— estuvo marcada por innumerables pruebas y sufrimientos, pero al mismo tiempo estuvo totalmente impregnada por el amor a Cristo. La liturgia de este día de fiesta nos regala el salmo 148. De esta manera, la Iglesia nos invita a considerar que Santa Rosa sabe que no puede alabar ella sola al Señor, sino que se dirige a todo el orbe, implicando a toda la creación en la salmodia común. 

También nosotros somos invitados a unirnos a este inmenso coro, convirtiéndonos en portavoces explícitos de toda criatura y alabando a Dios en las dos dimensiones fundamentales de su misterio. Por una parte, debemos adorar su grandeza trascendente, por otra, hemos de reconocer, como lo hizo Santa Rosa de Lima, su bondad condescendiente, puesto que Dios está cercano a sus criaturas y viene especialmente en ayuda de su pueblo, como afirma el salmista refiriéndose al pueblo que alaba al Señor: «El pueblo que ha gozado siempre familiaridad con él». Frente al Creador omnipotente y misericordioso hemos de alabarlo, ensalzarlo y celebrarlo al estilo de esta Santa, de la que se puede decir perfectamente que en ella se manifestó la potencia de la gracia divina: cuanto más débil es el hombre y confía en Dios, tanto más encuentra en él su consuelo y experimenta la fuerza renovadora de su Espíritu. Santa Rosa, con su vida hecha alabanza, nos exhorta a vivir en el abandono humilde y confiado en el Señor. La alabanza constante se origina en un corazón lleno de amor hacia Dios como el de ésta, la primar santa de nuestro continente. Ella, sostenida por una intensa piedad eucarística y mariana, encontró el tesoro, la perla fina (Mt 13,44-46) ... ¡lo que vale la pena! Por eso el día de hoy le pido a Santa Rosa y a María Santísima, que nos ayuden a hacer de nuestras vidas una alabanza continua, que iluminen a todos y de esa manera caminemos, alabando cada instante de nuestro paso por este mundo, al Señor. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo. 

P.D. En algunos países a Santa Rosa se le celebra el 23 de agosto.

jueves, 29 de agosto de 2019

Para entender mejor la vocación sacerdotal...

Los documentos de la Iglesia nos recuerdan que el sacerdote, como ministro ordenado, es sacramento de Cristo (cf. P.O. 2,6,12). Esto deriva de la llamada a compartir la realidad y la vida de Cristo Sacerdote, y exige del hombre que ha sido llamado a esta vocación, ser un «signo transparente» de su misericordia. 

Jesús llamó a los que quiso y vinieron donde él: «instituyó doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). Una llamada a compartir la vida de Cristo en un encuentro permanente y una misión totalizante. 

El «sígueme» de Jesús, se fue repitiendo en diversas circunstancias (Jn 1,43; Mt 19,21; Mc 10,21). Es un llamado y una invitación a entablar una relación permanente y definitiva con él: «Vengan y los haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). 

La respuesta a ese llamado e invitación se resume en un seguimiento a modo de relación personal y de estreno definitivo de la vida como amistad con Cristo: “Dejando las redes... al instante dejando la barca y a su padre le siguieron» (Mt 4,20-22); «nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27). 

Ese «sígueme» continúa siempre actual en la historia de la Iglesia. Cristo sigue llamando y encuentra siempre quiénes responden generosamente a su mirada y a su voz. La vocación es don e iniciativa suya: «No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he escogido a ustedes» (Jn 15,16). 

Aventurarse a ser sacerdote de Cristo, es cuestión de responder con toda la vida; es cuestión de decidirse a correr la misma suerte de Cristo. Una vocación de ponerse en marcha, una misión totalizante y universal. Nuestras pobres limitaciones se convierten en la expresión del sacerdocio de Cristo. «Fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios sobre ustedes... ¿No reconocen que Jesucristo está en ustedes?» (2 Cor 13,4-5). 

Nadie puede exigir el carisma del ministerio. La vocación es iniciativa de Dios. Basta con que el Señor dé su gracia... y nosotros colaboramos. Es don de Dios recibir la vocación y los carismas sacerdotales: «Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me confirió no resultó vana, antes me he afanado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor 15,10-11). 

El reconocimiento de la propia pequeñez, de la propia «miseria», es el secreto del santo y del apóstol. Este reconocimiento fue la fuerza del publicano para orar humildemente (cf. Lc 18,13) y fue la fuerza de San Pablo para evangelizar al mundo grecorromano (cf. Rm 7,15; 1 Cor 1,26-29; 1 Cor 15,9-10). Fue la fuerza de la «llena de gracia» (Lc 1,28) que consideró su nada como centro de las predilecciones divinas: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48). Este reconocimiento de la propia miseria, lo vemos también en los Santos Padres. «El sacerdote ha de reconocer que es un hombre, un hombre mortal que lleva en sí el peso de la carne» dice San Agustín. 

La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, nos presenta en sus escritos un trozo que explica esto muy bien: «Quisiera hacer a mi Dios una ofrenda de todas las naciones y para su conquista no tengo mas que mi miseria puesta al servicio de su misericordia, pero se la doy de corazón, con la convicción plena de que Él es poderoso para obrar maravillas» (Notas Íntimas p. 96). 

Dios nos ama tal como somos, con tal que nos esforcemos honradamente por mejorar. La seguridad del sacerdote debe estribar precisamente en que no se apoya en sí mismo porque conoce su miseria, su pequeñez, su nada. EL sacerdote no tiene otra seguridad que la gracia de Dios. La «roca» es Cristo.  «El sacerdote es escogido por Cristo como como una “cosa”, sino como una “persona” (P.D.V. 25). Dios nos conoce muy bien. Él ve lo que somos, mira nuestra disposición. La persona del sacerdote se compone de muchos y muy variados elementos, Dios los conoce todos y cada uno y así nos ha querido llamar. 

La dignidad del sacerdocio es muy grande, sin comparación sobre nada, es la dignidad de ser el mismo Cristo en la tierra en el aquí y ahora de nuestro tiempo. Por todo esto pudiéramos preguntarnos: ¿Quién podrá sentirse digno de recibir el sacerdocio conociendo su propia persona? Ciertamente que no hay hombre ni criatura alguna —ni los ángeles, ni la Santísima Virgen María en toda su pureza y santidad— que pueda merecer, en verdad, tamaña dignidad de constituirse en el instrumento y representante de Cristo en la obra de la redención entre los hombres. Nadie es digno de ese don, a todos nos queda grande. La vocación sacerdotal no se da a nadie como premio de sus merecimientos, sino que se la recibe siempre como un don inmerecido de Dios para el bien de todos. «Dios ha escogido a los necios para confundir a los fuertes» (1 Cor 1,27). 

La vocación sacerdotal consiste en el llamado generoso y gratuito del mismo Cristo. El Señor busca a cada persona a la que quiere llamar, sin ahorrar esfuerzos y ocasiones. La dignidad sacerdotal —de la que tanto se habla— se traduce en un camino concreto y exigente, que parte de reconocer la propia miseria y que nada tiene que ver con ventajas humanas. Quien quiere ser sacerdote de verdad, busca la salvación de todos y no tiene tiempo de detenerse en tonterías. 

Cristo ama con todo el peso del amor y con todas las consecuencias. Dios otorga el don divino de la vocación sacerdotal según sus secretos y designios y en un acto de suprema misericordia y predilección, de tal manera que nadie puede rehusarse y eludir las exigencias de un auténtico llamado. Así, quien no es consciente de su propia miseria, difícilmente entenderá lo que es ser sacerdote. 

Padre Alfredo.

«La vida pasa rápido»... Un pequeño pensamiento para hoy


Desde la perspectiva eterna de Dios, los días y los años y cada milenio pasa rápidamente, nos dice hoy Moisés, a quien se le atribuye la autoría del salmo 89 [90] que hoy tenemos como salmo responsorial. Para él y para el pueblo de Israel en el desierto, el tiempo parecía pasar lentamente, pero el mismo Moisés sabía que esta no era la perspectiva de Dios. Desde la perspectiva de Dios, «mil años son como un día, que ya pasó; como una breve noche». La perspectiva de Dios sobre el tiempo que pasa es muy diferente a la nuestra, así que necesitamos vivir los fugaces años de nuestra existencia de una manera en la que nada ni nadie nos aparte de Dios y del plan de salvación que ha trazado para cada uno de nosotros. Para mí, han pasado ya 58 años de mi vida, y aprovecho para agradecer al Señor este don de la vida que ayer viví muy acompañado de innumerables oraciones, felicitaciones, llamadas de teléfono, abrazos, festejos... ¡Imposible poder responder a todos los mensajes y a tantas llamadas de teléfono entre las diversas actividades del día de ayer!, ¡Dios les pague! No me canso de agradecer al Señor el don de entender lo que es la vida y la oportunidad que me ha dado de gastarla amando. 

La vida pasa rápido, y la vamos viviendo a la sorpresa de Dios. Pienso ahora, a la luz de este precioso salmo, en la fiesta que hoy celebramos en la Iglesia Católica: «El martirio de Juan el Bautista» y veo en él lo rápido que puede pasar nuestra existencia en la tierra y la llegada de la muerte que siempre es súbita. Juan el Bautista sabía el riesgo que corría al decir la verdad, así predicaba y a Herodes, el rey en turno, le gustaba, aunque para quedar bien con su gente tuviera que tener a Juan en la cárcel. Juan murió mártir de su deber, porque él había leído la recomendación que el profeta Isaías hace a los predicadores: «Cuidado: no vayan a ser perros mudos que no ladran cuando llegan los ladrones a robar» (Is 56,10). El Bautista vio que llegaban los enemigos del alma a robarse la salvación de Herodes y de su concubina y habló fuertemente. Ese era su deber. Y tuvo la enorme dicha de morir por proclamar que es necesario cumplir las leyes de Dios y de la moral (Mc 6, 17-29). En cambio, Herodes, desperdició junto a Herodías su vida, porque junto con ella empezó siendo un adúltero y terminaron juntos siendo asesinos. El pecado del adulterio los llevó a acabar con una vida, al asesinato de un santo. 

Orando esta mañana, el pasaje evangélico y las palabras del salmo responsorial, me impulsan, pues, a reflexionar sobre mí mismo, sobre mi paso por el mundo hasta el día de hoy con los 58 años de vida que ayer completé. Yo también moriré. Todos nosotros moriremos. Nadie tiene la vida «comprada». También nosotros, queriéndolo o no, vamos, como Juan el Bautista por el camino existencial y sorpresivo de la vida. Y esto, me impulsa a rezar para que mi vida, a pesar de todas mis miserias, se asemeje lo más posible a la vida de Jesucristo con esa valentía del Bautista, que, por amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad, no desperdició ni un segundo de su vida. La vida que Dios nos ha dado exige, por decirlo así, el «martirio» de la fidelidad cotidiana al Evangelio, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones para darle sentido a cada segundo de nuestro paso por este mundo. Que san Juan Bautista interceda por nosotros, a fin de que sepamos conservar siempre el primado de Dios en nuestra vida y le demos sentido y que atendamos cada día a María, la Madre del Señor, la Mujer llena de vida que, ayudándonos a vivir nos dice: «Hagan lo que él les diga». ¡Bendecido jueves! 

Padre Alfredo.

miércoles, 28 de agosto de 2019

«¿A dónde podría ir lejos de ti, Señor?»... Un pequeño pensamiento para hoy


Desde ayer la liturgia de la Palabra nos ha regalado el meditar el salmo 138 [139] que tanto nos lleva a profundizar en el amor que Dios nos tiene. Hoy me llama la atención el fragmento del salmo que dice: «¿A dónde iré yo lejos de ti, Señor? ¿Dónde escaparé de tu mirada? Si subo hasta el cielo, allí estás tú; si bajo al abismo, allí te encuentras». El mundo de hoy, el mundo en el que vivimos lleno de redes sociales gracias a todo tipo de tecnología, facilita la comunicación de unos con otros, pero la capacidad de la persona para conocerse a sí mismos y con ello conocer y valorar profundamente, en cuanto a nuestra condición humana lo permite al Señor, al Dios que nos ha dado la vida. Y es que el actual contexto cultural, está caracterizado de un difuso relativismo y de un fácil pragmatismo, que llevan, entre los dos, a que la persona se quede mucho en la superficie sin interiorizar, por eso, de parte de nosotros, discípulos–misioneros amados y llamados por el Señor, exige más que nunca un valiente anuncio del amor de Dios y el valor del interior de la persona. Hoy es día de San Agustín, y por eso ese salmo me suena mucho a la luz de la doctrina de este extraordinario Doctor de la Iglesia en el que la inquietud del corazón lo llevó al encuentro personal con Cristo y lo hizo comprender que ese Dios que buscaba lejano de sí, es el Dios cercano a cada ser humano, el Dios cercano a nuestro corazón, el que vive en lo más íntimo de nosotros y está por eso más cerca de nosotros que nosotros mismos (Conf. III, 6,11) En todo aquel que sabe amado por Dios y acompañado por él hasta en lo más profundo, la inquietud de la búsqueda de la verdad, de la búsqueda de la misericordia se vuelve inquietud por conocer al Señor siempre más y por salir de sí mismo para hacerlo conocer a los demás. 

San Agustín se dejó inquietar por Dios, lo dejó entrar en su interior convencido de que Dios vela por nosotros, que nos encuentra en todo tiempo y lugar y no se cansó de anunciarlo, de evangelizar con coraje, sin temor, buscando ser imagen del Jesús Buen Pastor que conoce sus ovejas (Jn 10,14) y sale a buscar a las perdidas. Hoy pienso en aquel llamamiento que hizo este santo varón a los de su tiempo y que a distancia de tantos siglos conserva intacta su actualidad: «In te ipsum redi. In interiore homine habitat veritas»: «Entra en ti mismo. En el hombre interior habita la verdad». Este salmo me ayuda también a ir a un discurso de San Agustín en donde exhorta: «¡Entren de nuevo en su corazón! ¿A dónde quieren ir lejos de ustedes? Yendo lejos se perderán. ¿Por qué se encaminan por carreteras desiertas? Entren de nuevo desde su vagabundeo que les ha sacado del camino; vuelvan al Señor. Él está listo. Primero entra en tu corazón, tú que te has hecho extraño a ti mismo, a fuerza de vagabundear fuera: no te conoces a ti mismo, y ¡busca a aquel que te ha creado! Vuelve, vuelve al corazón, sepárate del cuerpo… Entra de nuevo en el corazón: examina allí lo que quizá percibiste de Dios, porque allí se encuentra la imagen de Dios; en la interioridad del hombre habita Cristo, en tu interioridad eres renovado según la imagen de Dios». Sí, eso es lo que el mundo de hoy necesita: «¡Interiorizar!», dejarse ver por el Señor haciendo a un lado los criterios del mundo. Hoy, en este día en el que cumplo 58 años de vida, a la luz de este salmo hermosísimo y de la doctrina de San Agustín me interrogo sobre mi ser y quehacer como discípulo–misionero, a ver si no es que me he «acomodado» en mi vida cristiana, en mi vida sacerdotal, en mi vida religiosa o conservo la frescura y la fuerza de la inquietud por Dios, por su Palabra, que me hace dejarme mirar, amar y enviar por Dios a los otros. Les invito a que pidan junto conmigo, por la intercesión de la Santísima Virgen, que conservemos en nuestro corazón la certeza de que el Señor no se olvida ni un solo instante de nosotros y que al derramar su amor en cada uno nos lanza al encuentro del hermano. 

Aunque este mal entramado escrito sea más largo que la Avenida Insurgentes en Ciudad de México o la calle Ruiz Cortines en Monterrey, quiero terminar la reflexión con una oración de San Agustín que me encanta y que hoy, en su día quiero volver a rezar: «Señor Jesús, que me conozca a mi, y que te conozca a Ti. Que no desee otra cosa sino a Ti. Que me odie a mí y te ame a Ti, y que todo lo haga siempre por Ti. Que me humille y que te exalte a Ti. Que no piense nada más que en Ti. Que me mortifique, para vivir en Ti, y que acepte todo como venido de Ti. Que renuncie a lo mío y te siga sólo a Ti. Que siempre escoja seguirte a Ti. Que huya de mí y me refugie en Ti, y que merezca ser protegido por Ti. Que me tema a mí y tema ofenderte a Ti. Que sea contado entre los elegidos por Ti. Que desconfíe de mí y ponga toda mi confianza en Ti, y que obedezca a otros por amor a Ti. Que a nada dé importancia sino tan sólo a Ti. Que quiera ser pobre por amor a Ti. Mírame, para que sólo te ame a Ti. Llámame, para que sólo te busque a Ti, y concédeme la gracia de gozar para siempre de Ti. Amén». ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 27 de agosto de 2019

«El Señor nos conoce profundamente»... Un pequeño pensamiento para hoy


Ayer tuve el gran regalo —gracias a mis hermanas Misioneras Clarisas a quienes di Ejercicios Espirituales acá en California desde el martes pasado hasta ayer por la mañana— de pararme unos momentos a contemplar el infinito mar desde las montañitas de arena de «Corona del Mar» y contemplar esa maravilla de la creación que nos hace percibir —a los que nos gusta el mar— con más intensidad que a Dios no podemos ocultarte nada, ni la madeja enredada de nuestras idas y venidas, ni nuestros pensamientos, ni proyecto alguno que hagamos... nada hay de lo nuestro que no pueda ve, incluso hasta el más pequeñito ser insignificante que se encuentre en lo más profundo del mar. «Ninguna creatura escapa a la mirada (de amor) de Dios, todo está al descubierto y al desnudo ante sus ojos», dice la Sagrada Escritura (Hebreos 4,13). El autor del salmo 138 [139] que hoy recitamos en Misa, nos deja ver esto que desde tiempos antiguos estaba en el corazón del hombre que se sabe amado, protegido, acompañado por Dios: «Tú me conoces, Señor... conoces cuándo me siento y me levanto... sabes mis pensamientos... observas mi camino y mi descanso... todas mis sendas te son familiares... Me envuelves por todas partes». A Dios no podemos ocultarle nada y no porque sea una especie de policía o de vigilante que está checando todo lo que hacemos o dejamos de hacer, sino como «Alguien» a quien le interesa, porque nos ama, todo lo que somos y hacemos. 

El salmo de hoy, que toca las entrañas más profundas de nuestro corazón como «hijos de Dios», es una obra de arte literaria: por un lado, llama la atención su carga de introspección que llega a una interioridad exquisita; y, por otro, la altísima inspiración poética que recorre toda su estructura, del primero al último versículo, con metáforas brillantes, y con audacias que nos dejan admirados. El estilo es sorprendente, el salmista coloca su mirada, no en la cumbre de un cerro, sino en su interioridad más remota; focaliza en Dios su telescopio contemplativo, y obtiene una visión, la más recóndita y original que se pueda imaginar, sobre el misterio esencial del amor de Dios para con el hombre. 

En el Evangelio de hoy (Mt 23, 23-26), Jesús se lamenta del error de cálculo que los fariseos están teniendo. Ellos ponían más empeño en el diezmo del comino que en profundizar en el amor de Dios y seguir desde allí su santa voluntad. Quizá es por esto, que cuando no calibramos bien qué lo importante es que Dios nos ama y desde allí buscamos lo esencial de la vida, tendemos a confundir la apariencia con el interior. ¿Qué es más importante para el discípulo–misionero, saber qué quiere Dios en esta o aquella situación que se va viviendo en el día a día o averiguar que sería más conveniente para mantener la «imagen social» lo mejor posible? Ojala pasemos por este mundo recorriendo dejándonos encontrar y consolar por Dios. Nos dará personas como Santa Mónica, la santa que hoy celebramos, una mujer que alcanzó la conversión de su hijo, el gran San Agustín, abriéndose a la Palabra, a la gracia, a la salvación. Bajo la mirada de María que se supo acompañada siempre por Dios, dejémonos conducir este día y siempre por el Señor y digamos con el salmista: «Condúceme, Señor, por tu camino». ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo.

lunes, 26 de agosto de 2019

«Buscadores de Dios en medio del mundo»... Un pequeño pensamiento para hoy

El salmo 149, que la liturgia de la palabra de la Misa de hoy nos presenta, es una llamada a la alabanza para cantar al Señor, que se encuentra en medio de nosotros. El salmista da gracias con un corazón colmado de alegría religiosa. Para nosotros, discípulos–misioneros de Cristo los motivos para ir a este canto de fiesta del Antiguo Testamento y hacerlo nuestro son varios: los creyentes exultamos por la creación y por su Creador; cantamos por la victoria conseguida por Cristo resucitado sobre la muerte y sobre el mal y, por el amor fiel y gratuito con el que el Señor acompaña a su pueblo y exalta a los que son fieles y humildes de corazón le entonamos este himno. Si lo vemos detenidamente, es un canto muy nuestro, que nos hace abrir los ojos y el corazón y nos presenta como una especie de preludio de la victoria pascual del día del Señor para los que sufren por su nombre (cf. Ap 22,14). Los miembros de la Iglesia, aunque vamos sumergidos entre el materialismo, el consumismo y en las más de mil injusticias de este mundo «mundano», debemos creer que la única fuerza en la que podemos confiar es la del Señor, que es el verdadero rey de la historia y el vencedor con la civilización del amor y que todo lo demás, son cosas que van y vienen y que no merecen la pena. 

Y es que los cristianos bien sabemos que el proyecto de Dios se realizará a condición de que la humildad, la pobreza y el desprendimiento de lo que es pasajero se conviertan en elemento esencial de la acción de la Iglesia en el acontecer del mundo. «¿No saben —decía el filósofo Søren Kierkegaard— que ser cristiano es la inquietud más elevada del espíritu? Es la impaciencia de la eternidad, un continuo temor y temblor, agudizado por el hecho de encontrarse en un mundo perverso que crucifica el amor». La Iglesia terrena, asamblea del pueblo humilde salvado por Dios, debe estar empeñada en mostrarse «ferviente en la acción y dedicada a la contemplación» (SC 2) en el hoy, presente en la historia y peregrina en camino hacia la ciudad futura sin dejarse atrapar por las nimiedades de este mundo. Caminamos al encuentro del Señor en sencillez de vida, contrastando cada uno de nuestros pasos con las falsedades que el mundo ofrece como aparente felicidad. 

El texto evangélico presenta hoy (Mt 23, 13-22), y los dos días inmediatamente siguientes, los «ayes» contra los letrados y fariseos con los que Jesús pone en evidencia el dejarse llevar por los criterios mundanos de estos que se sentían cumplidores de la ley. Se trata de ocho lamentaciones que, al final de su vida, Jesús dirige a quienes no han sido capaces de abrirse a la felicidad de las bienaventuranzas propuestas al comienzo del sermón de la montaña. Estos —escribas y fariseos letrados— con su actuar hipócrita han cerrado «a los hombres el Reino de Dios». La falta de adecuación entre su enseñanza y su práctica oscurece la acción de Dios en la historia humana y, por consiguiente, la verdadera religiosidad. Los criterios que sigue el creyente no pueden ser los mismos del mundo. De esta forma, queda claro que la contaminación de lo mundano, impide la entrada al Reino e impide también, la posibilidad de entrar a sus seguidores. Pidamos a la Santísima Virgen que, con su sencillez e vida, nos libre de esa mundanidad de la hipocresía y de la apariencia para que, aún viviendo en medio de esos criterios del mundo, nos mantengamos firmes y sigamos siendo unos buscadores incansables de Dios y de sus intereses. ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

domingo, 25 de agosto de 2019

«La puerta estrecha»... Un pequeño pensamiento para hoy


Dios ha escrito en el corazón del hombre el deseo de conocerlo y amarlo, y no cesa de atraer a cada persona hacia Él, por medio de su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo. Al mismo tiempo confía a los hombres, convocados por Él en la Iglesia Su Pueblo, la misión de hacer conocer a su Hijo y de comunicar la salvación realizada por Él. Pero sabemos que ninguno de nosotros merecemos por nuestros propios méritos la salvación de Dios y sabemos que Cristo murió para salvarnos a todos, no sólo a los judíos, ni sólo a los cristianos, sino para conseguir la salvación de todo el género humano. Nuestro mérito, nuestra colaboración, consistirá siempre en dejarnos amar y salvar por Dios, en no poner trabas a la universal voluntad salvífica de Dios. Dios quiere que todos los hombres se salven, sin distinción de raza, sexo, lengua o lugar (1 Tim 2,4). El prólogo del Catecismo de la Iglesia nos lo recuerda muy bien. Cristo enseñó que luego de su resurrección atraería a todos hacia él: «Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La Palabra de Cristo no está ligada «exclusiva e indisolublemente a ninguna raza o nación, a ningún género particular de costumbres, a ningún modo de ser, antiguo o moderno» (Conc. Vat. II, GS 58). 

El Evangelio es para todas las culturas, y todas las culturas pueden ser «fermentadas» por el Evangelio: como la semilla que cae en tierra, y donde es posible germina y frutifica; o bien, como la levadura que fermenta la masa, o la sal que da sabor a la comida, o el rocío y la lluvia que le permite crecer a la vegetación. «El Evangelio de Cristo renueva continuamente la vida y la cultura del hombre caído; combate y elimina los errores y males que brotan de la seducción, siempre amenazadora, del pecado. Continuamente purifica y eleva las costumbres de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda, consolida, completa y restaura en Cristo, como desde dentro, las bellezas y cualidades espirituales de cada pueblo o edad» (GS 58). El salmo 116 [117] que hoy domingo tenemos como salmo responsorial contiene la profecía de que la Iglesia y la predicación del Evangelio se difundirán por toda la tierra. La Iglesia, anunciando la salvación del hombre, va al encuentro de la necesidad de cuantos buscan sinceramente la salvación, estableciendo con ellos un diálogo motivado, finalizado y centrado en el amor a la verdad. Por eso, la puerta para entrar y alcanzar esa salvación es estrecha (Lc 13,22-30). No basta confiar en que «hemos comido y bebido» con Jesucristo —es decir, que hemos participado en la Eucaristía y en los demás sacramentos—, ni en que «tú has enseñado en nuestras plazas» (es decir, haber escuchado su evangelio, la catequesis de la Iglesia, etc.). Todo esto es sin duda muy importante para quienes creemos en Jesucristo, pero no basta. Mejor dicho: de nada sirve si eso no va unido con un vivir en sintonía de hechos con la voluntad de Dios, con su Reino. Si no hay esta sintonía, el nos dirá: «No sé quiénes son». 

La puerta es estrecha, pero Dios Padre sigue empeñado en abrírnosla de par en par para que todos podamos entrar por ella. Confiar en él y vivir como hermanos de los hombres es lo único que se nos pide. Lo demás corre por cuenta de Dios, que no va a dudar en regalárselo a quienes han vivido como verdaderos discípulos de su Hijo. La Iglesia de hoy debe vivir esta realidad y su deber misionero se inscribe en esta línea. La Iglesia es signo de Cristo que, «elevado sobre la tierra», atrae a sí a todos los hijos dispersos y, esa Iglesia, somos nosotros, los que caminamos en medio de esta sociedad de consumo que ataca el núcleo moral de la persona y lo desmoraliza, colocando en primer término el valor de las cosas y empobreciendo el espíritu humano de las personas, los que vamos en medio de esta competencia materialista que se transforma en agresividad por las relaciones humanas que se desintegran tan fácilmente. Los que vamos buscando al «Amor de los amores» en medio de un amor mundano que se degrada y donde la sexualidad se convierte en un producto más de consumo. Pero, precisamente en esta sociedad, vamos descubriendo y ayudando a otros a descubrir, que es necesario entrar por la «puerta estrecha», que no es un moralismo raquítico y sin horizontes, sino un comportamiento lúcido y responsable que transformará al mundo. La puerta por la que entran los que se esfuerzan por vivir fielmente el amor, los que viven al servicio del hermano y no tras la posesión de las cosas es estrecha. Es la puerta por donde ha caminado María y todos los santos, los que han sabido vivir con sentido de solidaridad amando al Señor y haciéndole amar. La Iglesia de hoy debe vivir esta realidad y pasar por la puerta estrecha, que, eso sí, debe estar siempre abierta. La Iglesia es signo de Cristo que, «elevado sobre la tierra», ha de seguir atrayendo a sí a todos los hijos dispersos. ¡Bendecido domingo, día del Señor! 

Padre Alfredo.

sábado, 24 de agosto de 2019

«Gente buena»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy se celebra en la Iglesia la fiesta de San Bartolomé Apóstol, de cuya vida sabemos muy poco, solo tal vez el hecho de que tenía dos nombres «Natanael». La Escritura nos dice que era un hombre bueno, «un verdadero israelita en el que no hay doblez» (Jn 1,45-51). Y yo creo que esto, con lo escueto que son los Evangelios, basta para que imaginemos que era un hombre virtuoso porque la bondad es como el resumen de una vida en virtud, la cual sin embargo no se cierra sobre sí misma. Para que se pueda decir de alguien que «es bueno», se necesita que lo sea y que se le note, que difunda la bondad. Esto significa la virtud, el camino de las virtudes. No es fácil encontrar una persona de la que se puede decir simple y sencillamente: «es un hombre bueno», «es una mujer buena». La gente buena del tiempo de Cristo, como San Bernabé, rezaba el salmo 144 (el salmo responsorial de hoy) dos veces al día: al final de la plegaria litúrgica de la mañana (shaharit) y al inicio de la plegaria litúrgica del mediodía (minhah) como una especie de «jaculatorias» que exaltaban la bondad de Dios; de hecho muchos de los versículos de este salmo tienen sentido por sí mismos y podrían ser utilizados como breve oración personal a lo largo de nuestra jornada laboral también por nosotros los cristianos. 

El salmo proclamado en este día de San Bartolomé, es una gozosa alabanza al Señor como soberano bueno, amoroso y tierno, preocupado por todas sus criaturas. En efecto, el centro del canto está constituido por la celebración intensa y apasionada de la realeza divina, que es la expresión del proyecto salvífico de Dios y que se hace realidad en el hombre bueno, en la mujer buena. Jesús, insisto describe a Natanael como hombre bueno, un modelo de israelita. Bastaría saber eso, pero hay muchas noticias legendarias que dicen que evangelizó la región de Armenia, entre el Cáucaso y el mar Caspio, y que allí murió mártir luego de haber convertido a la fe cristiana al rey de los armenios. La de Armenia sigue siendo hasta hoy una importante iglesia cristiana del Cercano Oriente. Otras tradiciones nos presentan a san Bartolomé evangelizando en la India. Aparece en las listas apostólicas (Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,14; Hch 1,13) en tres casos después del nombre de Felipe. Es la razón por la que se llegó a identificarlo con el Natanael del evangelio de san Juan (1,45; 21,2), presentado a Jesús por Felipe y natural de Caná de Galilea. Cada uno de nosotros tenemos nuestra propia historia, sea esta muy conocida o ignorada por casi toda la humanidad, lo importante es que seamos buenos. La memoria de los Apóstoles, como gente buena, gente que oraba y alababa al Señor no solo con los salmos sino con su propia vida, nos habla de nuestra propia bondad. También nosotros fuimos llamados por Cristo, alguien nos lo presentó o nos introdujo en su presencia, o simplemente fuimos llamados: «sígueme». 

A nosotros también, como a San Bartolomé y los demás Apóstoles, nos ha sido confiada una misión en la Iglesia. « “Sígueme… me dijo un día… con la indescifrable expresión de su mirada… y ya el corazón se fue tras Él», dice la beata María Inés Teresa (Estudios, p. 238, f. 670). Según nuestras capacidades, según nuestras responsabilidades, no podemos dejar que la bondad que Dios ha puesto en nuestro corazón se duerma inactiva en cualquier rincón de nuestra vida. Confesemos a Jesús como lo hizo el apóstol Natanael–Bartolomé, y abracémonos a nuestra responsabilidad de testimoniar y anunciar el mensaje cristiano sostenidos por la oración que implora la bondad de Dios sobre nosotros y sobre nuestro pueblo. La adhesión a Jesús puede vivirse y testimoniarse también sin la realización de obras sensacionales, pero siendo buenos. Pidámosle a la Madre de Dios que es siempre buena, que nos ayude y aliente para que, aferrados al Señor que, como dice hoy el salmista: «no está lejos de aquellos que lo buscan», que nos ayude a ser buenos. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

viernes, 23 de agosto de 2019

«Dios provee»... Un pequeño pensamiento para hoy

La palabra Providencia viene del latín «providere», un vocablo latino que tiene el sentido de que Dios provee, prepara, planea, y arregla todo con conocimiento de antemano. De manera que Providencia significa que Dios provisiona, supervisa y cuida de todo con una determinación anticipada. Esto implica que Dios tiene cuidado de su creación y de sus criaturas, y él ha tomado una prevención con el propósito de llegar a un fin deseado. Esto significa, a su vez, que Dios de manera habitual y continua, colabora y hace que todas las cosas sucedan, trabajen y ayuden para el bien de los que él ha llamado, de manera que la mano providencial de Dios dentro del marco de sus propósitos, cuida benéficamente de su creación y de sus criaturas. No obstante, en lo que respecta a sus hijos, manifiesta su cuidado paternal con una providencia muy especial (cf. Mt 6,25-26). El Dios de la Escritura es el Dios providente de la historia. Él ha intervenido en los asuntos del hombre, su criatura. Sin embargo, él no es simplemente Dios del pasado; él es el eterno «Yo Soy» (Ex 3,14), aquel «que es y que era y que ha de venir» (Ap 1,4). Dios ha cuidado, cuida y cuidará de nosotros en su Divina Providencia. 

Estoy pensando hoy en la Divina Providencia porque el salmo responsorial de este día (145) me lleva, meditándolo, al encuentro de esa Divina Providencia de Dios que cuida de todo. San Pablo ilustra este tema de la Providencia cuando dice: «Dios proveerá a todas sus necesidades según sus riquezas en Cristo Jesús (Fil 4,19). Además, el mismo Cristo nos ha dicho y nos ha prometido: Den y se les dará (Lc 6,38). Y todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o campos por amor de mi nombre, recibirá cien veces más en esta vida y después la vida eterna (Mt 19,29). Y, sobre todo, nos ha dicho: Busquen primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se les dará por añadidura (Lc 12,31). El Catecismo de la Iglesia Católica dice que la solicitud de la divina providencia tiene cuidado de todo, desde las cosas más pequeñas hasta los más grandes acontecimientos del mundo y de la historia (Cat 303). Especialmente, la oración cristiana —afirma el Catecismo— es cooperación con su providencia y su designio de amor hacia los hombres (Cat 2738). La providencia de Dios se ocupa de cada flor del campo y de cada alma en particular, como si no hubiera nadie más en el universo. Todo su amor es para cada uno y vela por cada uno en particular. Podríamos decir que la providencia de Dios dirige a todos y cada uno hacia el amor. Somos flores de jardín de Dios, luces de su divino resplandor, hijos de su gran familia, herederos de su reino, y nos ama a cada uno con todo su infinito amor. 

Me encontré ayer en la tarde, mientras me preparaba para el tema que debía dar en los Ejercicios Espirituales a mis hermanas Misioneras Clarisas de las casas de California, con un hecho de la vida de san Juan de Dios (1495-1550) que viene muy bien compartir ahora para mostrar como actúa esa Divina Providencia y cómo hay que confiar. Escribe san Juan de Dios: «Son tantos los pobres que aquí llegan que yo mismo, muchas veces, estoy espantado cómo se pueden sustentar, pero Jesucristo lo provee todo y les da de comer. Como la ciudad (Granada) es grande y muy fría, especialmente ahora en invierno, son muchos los pobres que llegan a esta casa de Dios. Entre todos, enfermos y sanos, gente de servicio y peregrinos, hay más de ciento diez. Como esta casa es general, reciben en ella generalmente de todas enfermedades y suerte de gentes, así que aquí hay tullidos, mancos, leprosos, mudos, locos, paralíticos y, sin éstos, otros muchos peregrinos y viandantes, que aquí se allegan y les dan fuego y agua, sal y vasijas para guisar de comer. Para todo esto no hay renta, pero Jesucristo lo provee todo». El Evangelio de hoy (Mt 22,34-40) nos recuerda que hay que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas al igual que al prójimo... eso se logra con suma facilidad cuando confiamos en la Providencia Divina como María. Hay una hermosa imagen de la Santísima Virgen como «Nuestra Señora de la Divina Providencia», es una imagen que inspira devoción a cualquiera que la mira. Representa a la Madre suavemente inclinada sobre el Niño dormido en su regazo, una de cuyas manitas sostiene a la altura del corazón, a Él, al pequeño niño en las faldas de María, quiero pedirle que no nos falte nunca nada y me acuerdo de esa oración hermosa: «La Divina Providencia nos asista en cada momento, para que nunca nos falte honra, casa, vestido y sustento... ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

jueves, 22 de agosto de 2019

«María Reina»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hace ocho días, celebrábamos con alegría la fiesta de la asunción de la Virgen María a los cielos, hoy la Iglesia nos regala el venerarla con el título de «Reina». Son muchas las pinturas que nos la muestran a lo largo de la historia y en los diversos estilos de cada época, coronada y rodeada de ángeles. El anuncio de parte de Jesús, del Reino de Dios que se realiza en su persona, es para cada uno de nosotros, una invitación y un desafío. ¡Lo es también para su Madre Santísima! Buscar el reino es buscar a Jesús y comprometerse con Él, compartir su vida y seguirlo hasta la cruz. «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí», dice san Pablo (Ga 2,20). Solamente se entiende qué es el reino si se camina de la mano de Cristo. Si se le mira y si uno deja mirarse por Él. Él nos dice a cada instante: «Permanezcan en mi amor» (Jn 15,9). Pero hoy podemos preguntarnos: ¿qué quiere decir María Reina? ¿Es sólo un título unido a otros? La corona, ¿es un ornamento junto a otros? ¿Qué quiere decir? ¿Qué es esta realeza? 

La fiesta de María Reina, instituida por el papa Pío XII y colocada por la reforma del Calendario Romano de Pablo VI con rango de memoria obligatoria el 22 de agosto, octava de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos, pone de relieve la íntima relación entre la realeza de la Virgen y su glorificación en cuerpo y alma al lado de su Hijo. En la constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia ha quedado escrito: «María fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo» (Lumen gentium, 59). Esta es una fiesta que nos lleva a pensar en que ese Reino, que se empieza a establecer aquí en la tierra, está al alcance de todos como lo está para María que, al ser elevada a los cielos, es coronada como Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de los que viven su fe, de los que se conservan castos, de todos los santos... y de todo aquel que quiera ser llevado a ese Reino que su Hijo anuncia. Ella reina en el cielo y en la tierra porque en todo momento ha hecho la voluntad de Dios. Por eso la liturgia de hoy nos hace repetir con el salmista: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (Sal 39 [40]). 

La pequeña y sencilla muchacha de Nazaret se convirtió en Reina y, seguramente, ella nunca anheló serlo y mucho menos ser coronada, pero Dios la colocó por encima de todos los coros celestiales y los hombres de todos los siglos la aclamamos como «Reina y Madre» en la bellísima oración de la «Salve» por eso, por hacer en todo momento la voluntad del Rey de reyes y Señor de señores. Por eso en la letanía lauretana el título de «Reina» es la más reiterada proclamación. Este título en ella es, como alcanzamos a leer en estas letanías, un título de confianza, de alegría, de amor. María reina haciendo la voluntad el Padre velando sobre nosotros, sus hijos: los hijos que se dirigen a ella en la oración, para agradecerle o para pedir su protección maternal y su ayuda celestial tal vez después de haber perdido el camino, oprimidos por el dolor o la angustia por las tristes y complicadas vicisitudes de la vida. En la serenidad o en la oscuridad de la existencia, nos dirigimos a María Reina confiando en su continua intercesión, para que nos obtenga de su Hijo todas las gracias y la misericordia necesarias para nuestro peregrinar a lo largo de los caminos del mundo. La oración de la Salve, nos ayuda a comprender que la Virgen santísima, como Madre nuestra al lado de su Hijo Jesús en la gloria del cielo, está siempre con nosotros en el desarrollo cotidiano de nuestra vida. Hoy es un buen día para detenerse a rezar la Salve para que, mirándola a ella, imitemos su fe, su disponibilidad plena al proyecto de amor de Dios, su acogida generosa de Jesús y reinemos con ella nosotros también. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico contemplando a María como Reina! 

Padre Alfredo.

miércoles, 21 de agosto de 2019

«La bendición de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


Leyendo de nuevo y detenidamente esta mañana el salmo 20 (21 en la Biblia), salta a mi vista la palabra «bendición», una palabra que significa «decir bien». Dios siempre dice bien de sus hijos porque los ama. EL autor del salmo, hijo de su tiempo como todos lo somos, da gracias por la bendición divina que Yahvé otorga al rey y hace un elenco de las gracias recibidas con esa bendición. Al rey se le conceden abundantes gracias: tiene puesta en la cabeza la corona de oro, como signo de la protección y de la asistencia divinas y se le concede una vida larga y una descendencia numerosa (vv. 4ss). El pueblo de Israel consideraba al rey como hijo de Dios por gracia y adopción, y era tenido por sus súbditos como un signo vivo de la presencia del Señor, un punto de referencia de la majestad y de la benevolencia de Dios, que acompañaba a la vida del pueblo, mostrándose constantemente interesado por las vivencias humanas de sus fieles. La bendición del sacerdote al rey, unida a la alegría por su persona, era una manifestación de la bendición duradera que el profeta Natán había dirigido al rey David y a su descendencia, y que el mismo David había implorado también de Dios orando: «Ya que has hecho a tu siervo esta gran promesa, dígnate bendecir su dinastía para que permanezca siempre en tu presencia. Porque eres tú, mi Dios y Señor, el que has hablado, y gracias a tu bendición será bendita para siempre la dinastía de tu siervo» (2 Sm 7,28-29). 

Decir que Dios bendice a alguien, es decir que le acompaña. A la luz de este salmo, podemos meditar en que Dios nos bendice sin cesar, que nos acompaña y que está con nosotros en todas las circunstancias. Dios nos bendice sin cesar, eso ya lo sabemos, pero somos libres de acoger su bendición. Cuando le pedimos a Dios que nos bendiga o que bendiga a alguien, nos exponemos a su acción transformadora. Pero la bendición divina no tiene nada en común con la magia. Ser bendecido es vivir en la gracia de Dios, vivir en armonía con Él, vivir en la Alianza y reconocer sus beneficios. La bendición de Dios no es magia y no nos evita las dificultades ni las pruebas de la vida; pero, si vivimos recibiendo y aceptando esa bendición de Dios, podemos atravesar las pruebas de esta vida apresados por su mano, con la firme certeza de que él nos acompaña. Cuando le decimos a alguien: «¡Que Dios te bendiga!», expresamos nuestro deseo de que la persona abra su corazón a la bendición de Dios, que puede‒ si así lo desea‒ obrar en ella y transformarla. Por supuesto, además de este salmo, hay otros que hablan de bendición, como el salmo 66 (67) que dice: «Dios, nuestro Dios, nos bendice. Que Dios nos bendiga». Dios nos bendice sin cesar y para abrirnos a su acción basta con que lo deseemos. 

Las bendiciones que Dios nos da, se salen muchas veces de la lógica humana y por eso hasta los santos se quedan algunas veces pasmados ante las bendiciones de Dios que llegan de manera inesperada. Es que el Señor, para bendecirnos, no sigue nuestros caminos... ¡Él es Dios! Es nuestro Padre, es misericordioso, es compasivo y sabe qué tipo de bendición necesita cada quien. El relato que el Evangelio de hoy nos presenta (Mt 20,1-16), nos muestra a un propietario de una viña, pero es un propietario que no es nada ordinario. Es alguien que bendice a todos, incluso al que contrata para trabajar cuando casi termina la jornada de trabajo. Esta «viña»... nos da ya una pista simbólica de cómo Dios bendice y de cómo bendice a quien Él quiere. Ese dueño de la viña es sorprendente, lleno de bondad favorece con su bendición a todos, hasta a los que son llamados a última hora, porque la bendición de Dios no está ligada a los méritos humanos, sino a la misericordia infinita de Dios que sabe lo que necesitamos. La bendición que esperamos de Dios no es cuestión de derechos y méritos, sino de gratuidad libre y amorosa por su parte que nos ha elegido para ser sus hijos. Por eso la Virgen, cuando proclama el Magnificat, dice que la llamarán «bienaventurada», es decir «bendecida», no por sus méritos, sino porque el Señor ha hecho obras grandes por ella como las ha hecho y las seguirá haciendo también por nosotros. ¡Bendecido miércoles... ya a mitad de semana! 

Padre Alfredo.

martes, 20 de agosto de 2019

«Con una esperanza siempre viva»... Un pequeño pensamiento para hoy


Con frecuencia, en nuestras diversas experiencias personales, de familia, de comunidad, quedamos sorprendidos por el amor que Dios nos tiene. Él se manifiesta de diversas maneras y deja caer su bondad, su compasión, su infinita misericordia. Una vez más se ha manifestado conmigo gracias a Paco, a Ovatsug y a otras almas caritativas que me han ayudado para que por fin dijera adiós a mi viejo y trémulo teléfono que poco me dejaba hacer ya y recibiera a uno casi igual que el anterior pero sin tembladera ni falla alguna hasta ahora. Me dispuse a escribir temprano, muy de madrugada una vez más, pues desde temprana hora esperaba ser enlatado en este cachivache volador que me lleva al aeropuerto de Los Ángeles y continuar a Santa Ana para compartir unos días con mis hermanas Misioneras Clarisas en Ejercicios Espirituales y con mis queridos Vanclaristas angelinos. El teléfono quedó ya listo pero se llevó un bue rato para acomodarse con las viejas aplicaciones y estar a punto, pero el que no estuvo a punto fui yo, porque en estar buscando las aplicaciones, las contraseñas y demás cuestiones para actualizar «el móvil» como dicen los españoles, el tiempo del embarque llegó y ahora escribo desde aquí —muy cerquita del jefe—, en los cielos, más alto que las nubes.

Desde que vi el salmo responsorial de hoy, me gustó cómo salmista canta agradecido y me cautivó una frase, algo muy importante: «Cuando el Señor nos muestre su bondad, nuestra tierra producirá su fruto. La justicia le abrirá camino al Señor e irá siguiendo sus pisadas»... «¡Cuando el Señor nos muestre su bondad!» El escritor sagrado pone esto porque la situación que dio origen a este bello cántico, no es otra que el regreso de los deportados de Babilonia, una experiencia muy fuerte del pueblo de Israel en el que han visto la bondad del Señor al haberlos liberado. Con base en este acontecimiento histórico, considerado como un acto de perdón de Dios, este santo varón le pide al Señor que no deje de mostrar su bondad en lo «cotidiano», en el tiempo que al mismo tiempo es para agradecer y para llenarse de esperanza. La reconstrucción del Templo tomaba tiempo y los enemigos hostigaban sin cesar a los nuevos repatriados (Esd 4,4), de manera que era urgente que el pueblo no perdiera su alegría por haber sido salvados por el Señor. El juego danzante de repetición de palabras que el autor del salmo hace repitiendo varias veces palabras como regresar, salvación, amor, verdad, justicia, cólera, dar, tierra, pueblo, decir... deja ver el tono esperanzador que me llena a mí también de esperanza. 

¡Qué esperanzadoras son también las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy: « “Yo les aseguro que en la vida nueva, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, ustedes, los que me han seguido, se sentarán también en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19, 23-30). Pero, esa esperanza que ofrece Jesús, nos tiene que quedar claro, es sólo para «todo aquel» (v.29) que sea capaz de entender el significado de Jesús en su vida y obre en consecuencia. El encuentro con Jesús llena de esperanza y hace posible su desprendimiento de las realidades más fundamentales de la existencia: «casa, o hermanos, o hermanas, o padre o madre, o hijos o tierras»... ¡El cielo es mucho más! Su llamada a todo hombre es la de dejarlo todo para recibirlo todo y esta disponibilidad sólo puede ser creada en el corazón humano por la revelación del Padre. ¡Cuánto cuidado debemos de tener con las cosas materiales! Pues, con las riquezas y los placeres de este mundo, se ata uno a la tierra en vez de mirar esperanzadamente a lo alto. La sincera expresión de Pedro: «Señor, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué nos va a tocar?» Nos debe hace ver también a nosotros que tenemos que estar a tono con la música del Maestro. Alguien decía por ahí: ¡Amigo mío, dame un santo, un hombre solidario, trabajador, magnánimo, y entenderá todo esto! No me des un egoísta; no lo entiende». Pidamos a la Santísima Virgen, bajo la advocación de «María, esperanza nuestra» que nos ayude a alejarnos de la ambición de las cosas materiales, del dinero y del poder, porque eso esas ambiciones son factores que no se avienen con el desprendimiento que libera al espíritu y le hace vivir en esperanza, cierto que nadie escogimos dónde nacer y sabemos que las cosas materiales, en sí, no cierran por sí solas las puertas del cielo y del amor al hacer uso de ellas, pero la idolatría o los apegos a lo material como valor primario, sí las cierra. ¡Bendecido martes! 

Padre Alfredo. 

P.D. El horario en donde estoy va 2 horas atrás del de México, en donde está la mayoría de quien lee mi pequeño granito de arena para orar. ¡Me encomiendo a todos para que quienes están haciendo los Ejercicios Espirituales saquen abundante provecho de lo que el Señor, bajo el cuidado de su Madre Santísima va dictando al corazón! Pidan también por este su pobre amigo pecador, para que no pierda tiempo y me deje conducir por el Espíritu y pueda dar pistas para orar.

lunes, 19 de agosto de 2019

Hacer memoria»... Un pequeño pensamiento para hoy


El Salmo 105 [106]) es un himno nacional de Israel en el que el salmista repasa la historia antigua del pueblo de Israel para demostrar que aún con todas las fallas, olvidos y pecados que el pueblo elegido pueda cometer, Dios es siempre fiel al pacto que ha hecho con Israel. El salmista muestra —con lujo de detalles— cuán crónica fue la deslealtad de Israel y cuán terribles fueron las consecuencias que sufrió como resultado de sus pecados. Por eso el salmo toca los temas de la salida de Egipto, la peregrinación en el desierto y la historia de Israel en la tierra prometida durante el período de los jueces. las descripciones que el autor sagrado hace de la debilidad e insensatez de Israel y el poder de Dios que se muestra tanto en la liberación como en el castigo, se alternan en un conjunto de estrofas irregulares de las que hoy el salmo responsorial nos presenta solo una parte. El salmo completo comienza y concluye con una alabanza y una plegaria, como debe de empezar y terminar cada uno de los días que vamos viviendo. Al leer las cuatro estrofas que toma el salmo responsorial hoy, pienso en como es que el pueblo judío olvidaba las misericordias divinas (cf. Dt 32,28, 29) con tanta facilidad. Pero lo que más me impresiona es pensar en como nosotros, como los israelitas, tendemos a aceptar las bendiciones de Dios como algo común y corriente sin permitir que esas muestras de su misericordia causen en nosotros una impresión duradera que guardemos en el corazón. A la luz de esto me pregunto ¿Cuántas maravillas habrá hecho el Señor en mi vida a pesar de mis infidelidades? ¿Cuántas veces he dejado pasar de largo los detalles que Dios ha tenido conmigo? ¿Cuántas veces arrebatadamente no habré esperado que Dios me revele cuál es su voluntad y he caído en dificultades? 

Y es que el salmista, con una clara conciencia del amor de Dios, exhibe, por así decir, los pecados a Israel recordándole sus tiempos en el desierto: su deseo ardoroso de comer carne, su rebelión contra Moisés y Aarón, la adoración del becerro de oro, el incidente de los espías, la fornicación en Baal-peor y la murmuración en Meriba y otros pecados sucesivos que se van enumerando uno tras otro, dejándonos ver su intención de abrir el corazón a la misericordia divina mediante el recuerdo evocado por la incesante enumeración de los pecados pasados, invitando al pueblo a hacer memoria. Nuestra época, nuestra Iglesia, nosotros los cristianos de hoy ¿no estaremos también en algunos momentos desmemoriados? que, como entonces, nos dejemos contaminar por el paganismo materialista que nos envuelve y coquetea cada día con nosotros. ¿No será que hoy muchos cristianos adoptamos también, la mentalidad del ateísmo del dejarse llevar, del culto del dinero y del confort? Hoy, como digo, me he detenido a considerar mi vida y a revisar cuánto me dejo intoxicar... quizá sin darme cuenta de ello, por tantas cosas vanas que el mundo ofrece de manera gratuita... y doy un brinco al relato del Evangelio de hoy que nos habla del joven rico (Mt 19,16-22), porque, en este trozo se habla del hombre, de la existencia humana, de la vida de cada día y por tanto, de cada uno de nosotros. 

Por eso en cierto modo, además de ver al salmista, me veo también un poco en el joven rico —yo de juventud acumulada— y, aunque se trata de un trozo difícil de explicar en todos sus particulares, creo que el joven rico nos deja ver el horizonte habitual de Jesús que es misericordioso como su Padre. Jesús sí tiene memoria, no olvida la «perfección»: «Sean perfectos como mi Padre celestial es perfecto» (Mateo 5,48) y deja ver al joven en qué consiste esa perfección: «hay que seguir a Jesús: «Si quieres ser perfecto, ve a vender todo lo que tienes, dales el dinero a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme». Según Jesús ese joven no es «perfecto» porque su corazón no pertenece del todo a Dios, no ha hecho memoria de su amor infinito, sabe los mandamientos pero su corazón está atado a sus posesiones, está bloqueado por ellas. Esos supuestos «bienes» le estorban porque le roban la memoria del amor y de la misericordia del Señor, le ponen trabas en vez de ayudarlo. Y el resultado es la tristeza que le hace alejarse. Menos mal que, por encima de nuestros fallos, está la bondad de Dios, que no se cansa de amar y de perdonar dando una nueva oportunidad: «el Señor miró su angustia y escuchó sus gritos» como nos ha dicho el salmo... el joven éste tendrá seguramente otra oportunidad y otra, y otra, porque Dios hace siempre memoria del amor que nos tiene y no deja de llamarnos. Pidamos a la Santísima Virgen que ella, con su «sí» nos ayude a seguir al Señor haciendo memoria... ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 18 de agosto de 2019

«He venido a traer fuego»... Un pequeño pensamiento para hoy


Antes que nada quiero advertir que mi reflexión de este domingo es bastante larga, y ya cada quien verá si la lee o la deja pasar, porque de repente, este cacharro con el que escribo, agarra más vuelo que otros días y no lo puedo parar. Este ciclo litúrgico —como lo he explicado varias veces— he elegido partir del salmo responsorial de Misa para hacer mi oración, misma que comparto con quien quiera leer mi reflexión diaria. Creo que desde que iniciamos el Adviento, juntos nos hemos ido dando cuenta de que los salmos son, junto al Padrenuestro, el mayor tesoro de oración de la Iglesia. La riqueza de los salmos es muy grande: hay salmos de alabanza, de acción de gracias, de petición de perdón, de confianza, de meditación sobre la historia... En ellos se encuentran todos los sentimientos que nos podamos imaginar, porque fueron escritos por diversos autores inspirados por Dios y en diversas circunstancies del pueblo de Israel, siglos antes del nacimiento de Cristo. Como el resto de los judíos de su tiempo y como hicieron sus antepasados, Jesús rezó con los salmos, en casa, en la sinagoga y en el Templo. Por eso en los evangelios encontramos citas de salmos puestas en boca de Jesús. El ejemplo más claro lo tenemos en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22), o «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31). Los salmos son la expresión religiosa de toda una gama de sentimientos que se mueven en nuestras vidas entre el dolor y el gozo, pasando por la gratitud agradecida o por el himno jubiloso. Con ellos agradecemos, pedimos, alabamos, suplicamos. La comunidad cristiana, desde los primeros siglos, ha hecho suyas estas oraciones de los salmos, aplicando a Cristo y a la Iglesia lo que en ellos se dice del Rey, del Templo, de la Alianza, de la Ciudad, etc. A partir del siglo III los salmos empezaron a utilizarse los salmos para el canto de la asamblea y, actualmente, la liturgia les ha dado un lugar especial en la celebración de la Eucaristía al ir tomando fragmentos de los salmos y colocarlos en el «salmo responsorial». 

Durante el salmo responsorial, todos los que participamos en la celebración de la Eucaristía oramos con las palabras que la misma Escritura nos ha dejado para expresar nuestra respuesta a lo que Dios nos va diciendo a través de las lecturas del día creando un clima de contemplación y escucha de la Palabra. La Introducción al Leccionario de la Misa destaca el valor del salmo responsorial en la Misa, su canto, su valor espiritual y catequético, así como la imposibilidad de sustituirlo por cualquier otro canto por hermoso que parezca. El salmo responsorial siempre ha formado parte integrante de la liturgia de la Palabra, antes se llamaba en la liturgia el «gradual», porque se cantaba desde las gradas o escalones del ambón. ¿Por qué hoy escribo de esta manera que más bien parece una clase de liturgia que una reflexión y además parece ser algo que no acaba? Es que hoy he amanecido pensando en que urge recuperar el valor del salmo responsorial, de manera que al participar en la Misa, no lo hagamos menos recitándolo simplemente con lo que se reduce a ser una lectura más con menos resonancia poética y espiritual o cantando la estrofa siempre con la misma tonadita, haciendo una oración monótona y mal entonada. 

Es curioso que coros parroquiales que cantan todo (hasta lo que no hay que cantar), se olviden o ignoren el salmo responsorial que siempre es de una belleza impactante, como el salmo responsorial de este domingo (Sal 39 [40]]) que por lo menos a mí, me hace ir al interior de mi corazón y agradecer tantas cosas, como esto que comparto a la luz también y por supuesto, de las demás lecturas del día de hoy, especialmente el Evangelio: «El Señor, cada día que pasa, se inclina con ternura sobre mí, escucha mis súplicas, en Él espero con gran confianza porque sé que escucha mis plegarias». ¿Se han dado cuenta de cuántas maravillas ha realizado el Señor en nuestras vidas día a día? Él no quiere cosas que mueren, palabras sin certezas o sentimientos pasajeros que se lleva el viento; lo que el Señor quiere es ese «fuego» que ha venido a traer a la tierra y que quiere que arda en nuestro corazón y del que nos habla hoy (Lc 12, 49-53). Aunque el seguir al Señor de todo corazón y buscar que este fuego arda e incendie los corazones cause divisiones, Él no nos dejará y hará que por donde pasemos en su nombre, queden estelas de su misericordia. Y no me alargo más. en el salmo responsorial de este domingo le pedimos al Señor que se de prisa en ayudarnos para que el fuego de su amor arda en el propio corazón y en el mundo. el Señor quiere transformar, cambiar, remover. Y nos recuerda que esto divide a la humanidad: unos le van a seguir, y otros, no. Y eso dentro de una misma familia. Es aquellos que había anunciado el anciano Simeón a María cuando le dijo que aquel hijo, nacido de su vientre, se convertiría en signo de contradicción (Lc 2,34)... y no escribo más, porque si sigo, por mi culpa llegarán tarde a Misa. ¡Bendecido domingo! 

Padre Alfredo.

sábado, 17 de agosto de 2019

«Orar con el corazón de niño»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hace mucho que no escribía desde un a central de autobuses o un aeropuerto. Me encuentro en el aeropuerto de Guadalajara a donde llegué acompañado de los padres Manuel y Arturo. Venimos de Morelia y vamos a Monterrey luego de participar en la reunión anual de formación de los Misioneros de Cristo en la Casa Noviciado. Los días se pasaron volando en un tiempo que se invirtió en la oración en común y las dinámicas de trabajo sin faltar los ricos platillos michoacanos y esas deliciosas tortillas hechas a mano, todo esto en medio del gozo de reunirnos y de intercambiar las experiencias que como misioneros vivimos en cada uno de los lugares en donde estamos. Y que regalazo que a estas horas de la madrugada me encuentro con el salmo responsorial (Sal 15 [16]) que en uno de sus párrafos dice: «Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente». ¿Y cómo no bendecir al Señor si nos ha dad este agasajo del compartir, del celebrar juntos, del estudiar y aprender cosas nuevas, del orar, del jugar, del reír y de renovar así nuestra vida como Misioneros de Cristo? ¿Y cómo no agradecer al Señor el Evangelio de hoy que luego de salir de esta hermosa reunión nos deja al Señor hablar para decir: «Dejen a los niños y no les impidan que se acerquen a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los cielos» (Mt 19,13-15).

Yo creo que, cuando tenemos este tipo de reuniones de encuentro, no sólo los consagrados, sino todas las familias y grupos que sintonizan en un ideal, el corazón de niño sale a flote y se experimenta la sencillez que se necesita para captar a fondo lo que es el Reino de los Cielos y cómo lo podemos ganar. Siempre, para todo discípulo–misionero resulta necesario conservar un rinconcito de infancia en el corazón, un rincón de asombro, un rincón de inocencia y de frescura, un rincón que nos hace pequeños para encontrarnos con el amor de Dios y de los hermanos. Después de mucho tiempo de no poder participar en estos momentos anuales, gocé de compartir con cada uno de los hermanos esos diversos aspectos de nuestra vida de consagrados. A esto, por supuesto, hay que añadir la tarea maravillosa de las psicólogas Lupita y Adriana, que fueron las encargadas de la parte académica con los temas de Formación Humana que mucho nos ha enriquecido moviendo la sencillez, la limpieza de corazón, la convicción de nuestra debilidad en el «Sí» que hemos dado al Señor y la infinita misericordia de nuestro Dios que nos invita a re-estrenarnos para seguir adelante. Todo lo que hemos vivido en estos días se ha hecho invitación a «poseer el Reino», a entrar en él o recibirlo como un niño: con su avidez de amor gratuito, que nada ofrece a cambio más que la propia pequeñez. 

Con esa pequeñez de niño se acerca hoy el salmista y le dice al Señor: «Enséñame el camino de la vida, sáciame de gozo en tu presencia y de alegría perpetua junto a ti. El escritor sagrado sabe que a Dios y a todos, en el fondo, nos gusta la sencillez, la cercanía, la inocencia simbolizada muchas veces en los niños. Antoine de Saint-Exupéry, pone en boca del principito esta frase: «Las personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones». ¡Cuánto nos enseñan los niños! A la luz de esto vemos cuánto vale la lección de un alma sencilla en un cuerpo adulto. Por eso, de alguna manera, al orar con este salmo, nos sentimos como un niño pequeño ante su padre que le ama, que le escucha, que le acaricia, que le acompaña. Con razón muchas veces Jesús, en el Evangelio, nos exhorta Ja la infancia espiritual, porque ella es el camino único para llegar a Él. Santa Teresita del Niño Jesús extrajo esta espiritualidad como esencia del Evangelio y el Papa Emérito, Benedicto XV la llamó «el secreto de la santidad». Pidámosle al Señor, por intercesión de la Virgen, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de saber ser niños para dejarnos renovar por Dios como criaturas nuevas, de tal forma que en verdad podamos colaborar a la difusión del Evangelio no tanto por nuestra ciencia humana, sino porque Dios, en medio de nuestras pobrezas materiales y espirituales, nos ha amado, nos ha perdonado y nos quiere enviar como testigos de su amor misericordioso. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

viernes, 16 de agosto de 2019

«Agradecidos con Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


«Demos gracias al Señor, porque él es bueno. Al Dios de los dioses demos gracias; demos gracias al Señor de los señores». Con estas palabras, con las que inicia el salmo responsorial de este viernes, tomado del salmo 135 [136] quiero yo también iniciar este momento de reflexión en mi oración de la mañana. En este salmo, el autor sagrado, inspirado por Dios canta en nombre del pueblo de Israel su acción de gracias, enumerando con memoria cariñosa todas las maravillas que ha hecho el Señor, desde la creación y el rescate de los egipcios, hasta la conquista y el cuidado diario. ¡Cuánto es lo que tenemos que agradecer al Señor! Decía la beata María Inés que a ella le dolía que hubiera tan pocas almas agradecidas. La vida misma es el primer motivo para ser agradecidos con Dios, esta vida se hace oración y cada una de nuestras vidas es en sí un salmo de acción de gracias. Tras de cada suceso, grande o pequeño, alegre o penoso, oculto o manifiesto, está la gratitud a Dios. 

Con las pruebas del desierto, que representan el mal y la opresión, el pueblo de Israel, a través del paso del Mar Rojo, recibió el don de la libertad y de la tierra prometida, descubriendo la mano liberadora del Dios del amor. Por eso, los que verdaderamente valoraban estas acciones de la infinita misericordia de Yahvé, como el salmista, vivían con un corazón agradecido y esperando la llegada del Mesías. De alguna manera podemos decir que ellos, los llamados «Anawin» (los pobres de Yahvé) se adelantaban dando gracias ya por la llegada del Mesías libertador que consideraban inminente. La relectura cristiana del Salmo indica claramente que la presencia de Dios entre nosotros alcanza su culmen en la Encarnación de Cristo. Así lo testifican los Padres de la Iglesia, que ven el vértice de la historia de la salvación y la señal suprema del amor misericordioso de Dios Padre en el don de su Hijo: Cristo salvador y redentor, que se humilló para levantarnos, se hizo esclavo para conducirnos a la libertad y aceptó morir para ofrecernos la inmortalidad. ¡Cómo no agradecer este regalo maravilloso! 

Qué pena que el mismo Mesías esperado por los pobres, perciba que el pueblo tiene un duro corazón y no sabe agradecer los dones divinos y por eso es incapaz de entender lo que la donación total al Señor significa. En el Evangelio de hoy Jesús les dice que hay cosas, como el celibato por el reino de los cielos, que no todos pueden comprender (Mt 19,3-12) y por lo mismo, podemos nosotros deducir, no saben agradecer. Para Jesús la más alta concepción humana del amor conyugal, así como el celibato por el reino de los cielos, es un «don de Dios». La doctrina de Jesús no será entendida nunca por aquellos que no saben agradecer. Una vida de santidad fluye de un corazón lleno de agradecimiento por la gracia, por la misericordia, por el amor y por la salvación de Dios. En vez de vivir para nosotros y para nuestros placeres, los discípulos–misioneros, sea cual sea nuestra vocación específica, casados, solteros, religiosos, sacerdotes, misioneros, debemos agradecer al Señor en todo lo que hagamos, digamos y pensemos. El ser agradecidos nos capacitará siempre para vivir de una manera agradable y que le honre. Pidámosle a la Santísima Virgen María, la Mujer del Magnificat agradecido, que ella nos ayude, a todos los miembros de la Iglesia, a vivir una gratitud sincera que rompa la barrera del orgullo y abra la puerta de la humildad. ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

jueves, 15 de agosto de 2019

«Gracias María, reina de cielos y tierra»... Un pequeño pensamiento para hoy



En los salmos, los discípulos–misioneros de Cristo encontramos sublimes oraciones y cantos, así como múltiples profecías. Buscando algunas citas bíblicas me di cuenta de que, como es obvio, en el Antiguo Testamento hay muy pocos textos que hagan alusión a María. Prácticamente dos citas muy breves, una en el Génesis (Gn 3,15) y otra en el libro del profeta Isaías (Is 7,14). Me acordé entonces de una partecita del salmo 44 [45 en la Biblia] que hoy tenemos como salmo responsorial (vv. 10-12). Si leemos despacio esta parte del salmo, no podemos pensar en nadie más que en María: el Señor, atraído por la belleza de su princesa, la hace salir de su pueblo para convertirla en fundadora de una descendencia real en la que, mediante el bautismo, se acoge a cada fiel. Hoy la Iglesia celebra la asunción a los cielos de esta extraordinaria Mujer, Madre de Dios y Madre nuestra. 

Muchos Padres de la Iglesia han interpretado el retrato de la reina aplicándolo a María, desde la exhortación inicial: «Escucha, hija, mira y pon atención...» (v. 11). Así sucedió, por ejemplo, en la Homilía sobre la Madre de Dios de Crisipo de Jerusalén que dice: «A ti se dirige mi discurso, a ti que debes convertirte en esposa del gran rey; mi discurso se dirige a ti, que estás a punto de concebir al Verbo de Dios, del modo que él conoce. (...) "Escucha, hija, mira, inclina el oído". En efecto, se cumple el gozoso anuncio de la redención del mundo. Inclina el oído y lo que vas a escuchar te elevará el corazón. (...) "Olvida tu pueblo y la casa paterna": no prestes atención a tu parentesco terreno, pues tú te transformarás en una reina celestial. Y escucha cuánto te ama el Creador y Señor de todo. En efecto, dice, "prendado está el rey de tu belleza": el Padre mismo te tomará por esposa; el Espíritu dispondrá todas las condiciones que sean necesarias para este desposorio. (...) No creas que vas a dar a luz a un niño humano, "porque él es tu Señor y tú lo adorarás". Tu Creador se ha hecho hijo tuyo; lo concebirás y, juntamente con los demás, lo adorarás como a tu Señor» (Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1998, pp. 605-606). 

Creo que ordinario rezamos y pedimos la intercesión de la Virgen casi con las mismas oraciones. Me encontré una de un autor desconocido que me gustó mucho y la seleccioné para compartirla en este día especial en que a Ella le pedimos que lleve al cielo todas nuestras intenciones, nuestras cuitas, nuestras súplicas. Les invito a que, en este día Mariano tan especial, la recen conmigo: «Tú eres, María, la experiencia más bella del Evangelio. En ti Dios se ha hecho Noticia Buena para el hombre. Eres como la luz del alba que abre camino al Sol; eres esa estrella matutina que anuncia el día. Eres la mujer creyente que acoge y guarda la Palabra; la Mujer joven que entra en el plan de Dios libre y gozosa. Eres estilo de vida, nuevo y fascinante en la historia; eres, María, la virgen bella y fecunda de Nazareth. Gracias, María, por tu corazón bueno y disponible. Gracias, María, por tu corazón sincero y transparente. Gracias, María, por tu corazón claro y luminoso. Gracias, María, por tu corazón sencillo y humilde. Gracias, María, por tu corazón lleno de luz y de amor. Gracias, María, por tu corazón abierto al infinito. Gracias, María, por tu corazón joven; sencillamente, joven. Aquí me tienes, en busca de un camino libre de fe. Aquí me tienes, en busca de un proyecto de vida. Aquí me tienes, en busca de Alguien en quien dar mi amor. Aquí me tienes, en busca de semillas de alegría. Aquí me tienes, en busca de la paz y el bien. Aquí me tienes, en busca de un sendero de justicia. Aquí me tienes, en busca del rostro del Dios vivo. Aquí me tienes, en busca de la libertad perdida. Gloria a ti, María, Casa donde Dios mora. Gloria a ti, María, Madre de Cristo y Madre mía». ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico y que María lleve al cielo nuestro anhelo de amar cada día más al Dios que nos la dio por Madre! 

Padre Alfredo.