domingo, 25 de agosto de 2019

«La puerta estrecha»... Un pequeño pensamiento para hoy


Dios ha escrito en el corazón del hombre el deseo de conocerlo y amarlo, y no cesa de atraer a cada persona hacia Él, por medio de su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo. Al mismo tiempo confía a los hombres, convocados por Él en la Iglesia Su Pueblo, la misión de hacer conocer a su Hijo y de comunicar la salvación realizada por Él. Pero sabemos que ninguno de nosotros merecemos por nuestros propios méritos la salvación de Dios y sabemos que Cristo murió para salvarnos a todos, no sólo a los judíos, ni sólo a los cristianos, sino para conseguir la salvación de todo el género humano. Nuestro mérito, nuestra colaboración, consistirá siempre en dejarnos amar y salvar por Dios, en no poner trabas a la universal voluntad salvífica de Dios. Dios quiere que todos los hombres se salven, sin distinción de raza, sexo, lengua o lugar (1 Tim 2,4). El prólogo del Catecismo de la Iglesia nos lo recuerda muy bien. Cristo enseñó que luego de su resurrección atraería a todos hacia él: «Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La Palabra de Cristo no está ligada «exclusiva e indisolublemente a ninguna raza o nación, a ningún género particular de costumbres, a ningún modo de ser, antiguo o moderno» (Conc. Vat. II, GS 58). 

El Evangelio es para todas las culturas, y todas las culturas pueden ser «fermentadas» por el Evangelio: como la semilla que cae en tierra, y donde es posible germina y frutifica; o bien, como la levadura que fermenta la masa, o la sal que da sabor a la comida, o el rocío y la lluvia que le permite crecer a la vegetación. «El Evangelio de Cristo renueva continuamente la vida y la cultura del hombre caído; combate y elimina los errores y males que brotan de la seducción, siempre amenazadora, del pecado. Continuamente purifica y eleva las costumbres de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda, consolida, completa y restaura en Cristo, como desde dentro, las bellezas y cualidades espirituales de cada pueblo o edad» (GS 58). El salmo 116 [117] que hoy domingo tenemos como salmo responsorial contiene la profecía de que la Iglesia y la predicación del Evangelio se difundirán por toda la tierra. La Iglesia, anunciando la salvación del hombre, va al encuentro de la necesidad de cuantos buscan sinceramente la salvación, estableciendo con ellos un diálogo motivado, finalizado y centrado en el amor a la verdad. Por eso, la puerta para entrar y alcanzar esa salvación es estrecha (Lc 13,22-30). No basta confiar en que «hemos comido y bebido» con Jesucristo —es decir, que hemos participado en la Eucaristía y en los demás sacramentos—, ni en que «tú has enseñado en nuestras plazas» (es decir, haber escuchado su evangelio, la catequesis de la Iglesia, etc.). Todo esto es sin duda muy importante para quienes creemos en Jesucristo, pero no basta. Mejor dicho: de nada sirve si eso no va unido con un vivir en sintonía de hechos con la voluntad de Dios, con su Reino. Si no hay esta sintonía, el nos dirá: «No sé quiénes son». 

La puerta es estrecha, pero Dios Padre sigue empeñado en abrírnosla de par en par para que todos podamos entrar por ella. Confiar en él y vivir como hermanos de los hombres es lo único que se nos pide. Lo demás corre por cuenta de Dios, que no va a dudar en regalárselo a quienes han vivido como verdaderos discípulos de su Hijo. La Iglesia de hoy debe vivir esta realidad y su deber misionero se inscribe en esta línea. La Iglesia es signo de Cristo que, «elevado sobre la tierra», atrae a sí a todos los hijos dispersos y, esa Iglesia, somos nosotros, los que caminamos en medio de esta sociedad de consumo que ataca el núcleo moral de la persona y lo desmoraliza, colocando en primer término el valor de las cosas y empobreciendo el espíritu humano de las personas, los que vamos en medio de esta competencia materialista que se transforma en agresividad por las relaciones humanas que se desintegran tan fácilmente. Los que vamos buscando al «Amor de los amores» en medio de un amor mundano que se degrada y donde la sexualidad se convierte en un producto más de consumo. Pero, precisamente en esta sociedad, vamos descubriendo y ayudando a otros a descubrir, que es necesario entrar por la «puerta estrecha», que no es un moralismo raquítico y sin horizontes, sino un comportamiento lúcido y responsable que transformará al mundo. La puerta por la que entran los que se esfuerzan por vivir fielmente el amor, los que viven al servicio del hermano y no tras la posesión de las cosas es estrecha. Es la puerta por donde ha caminado María y todos los santos, los que han sabido vivir con sentido de solidaridad amando al Señor y haciéndole amar. La Iglesia de hoy debe vivir esta realidad y pasar por la puerta estrecha, que, eso sí, debe estar siempre abierta. La Iglesia es signo de Cristo que, «elevado sobre la tierra», ha de seguir atrayendo a sí a todos los hijos dispersos. ¡Bendecido domingo, día del Señor! 

Padre Alfredo.

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