jueves, 29 de agosto de 2019

Para entender mejor la vocación sacerdotal...

Los documentos de la Iglesia nos recuerdan que el sacerdote, como ministro ordenado, es sacramento de Cristo (cf. P.O. 2,6,12). Esto deriva de la llamada a compartir la realidad y la vida de Cristo Sacerdote, y exige del hombre que ha sido llamado a esta vocación, ser un «signo transparente» de su misericordia. 

Jesús llamó a los que quiso y vinieron donde él: «instituyó doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). Una llamada a compartir la vida de Cristo en un encuentro permanente y una misión totalizante. 

El «sígueme» de Jesús, se fue repitiendo en diversas circunstancias (Jn 1,43; Mt 19,21; Mc 10,21). Es un llamado y una invitación a entablar una relación permanente y definitiva con él: «Vengan y los haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). 

La respuesta a ese llamado e invitación se resume en un seguimiento a modo de relación personal y de estreno definitivo de la vida como amistad con Cristo: “Dejando las redes... al instante dejando la barca y a su padre le siguieron» (Mt 4,20-22); «nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27). 

Ese «sígueme» continúa siempre actual en la historia de la Iglesia. Cristo sigue llamando y encuentra siempre quiénes responden generosamente a su mirada y a su voz. La vocación es don e iniciativa suya: «No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he escogido a ustedes» (Jn 15,16). 

Aventurarse a ser sacerdote de Cristo, es cuestión de responder con toda la vida; es cuestión de decidirse a correr la misma suerte de Cristo. Una vocación de ponerse en marcha, una misión totalizante y universal. Nuestras pobres limitaciones se convierten en la expresión del sacerdocio de Cristo. «Fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios sobre ustedes... ¿No reconocen que Jesucristo está en ustedes?» (2 Cor 13,4-5). 

Nadie puede exigir el carisma del ministerio. La vocación es iniciativa de Dios. Basta con que el Señor dé su gracia... y nosotros colaboramos. Es don de Dios recibir la vocación y los carismas sacerdotales: «Por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me confirió no resultó vana, antes me he afanado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor 15,10-11). 

El reconocimiento de la propia pequeñez, de la propia «miseria», es el secreto del santo y del apóstol. Este reconocimiento fue la fuerza del publicano para orar humildemente (cf. Lc 18,13) y fue la fuerza de San Pablo para evangelizar al mundo grecorromano (cf. Rm 7,15; 1 Cor 1,26-29; 1 Cor 15,9-10). Fue la fuerza de la «llena de gracia» (Lc 1,28) que consideró su nada como centro de las predilecciones divinas: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48). Este reconocimiento de la propia miseria, lo vemos también en los Santos Padres. «El sacerdote ha de reconocer que es un hombre, un hombre mortal que lleva en sí el peso de la carne» dice San Agustín. 

La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, nos presenta en sus escritos un trozo que explica esto muy bien: «Quisiera hacer a mi Dios una ofrenda de todas las naciones y para su conquista no tengo mas que mi miseria puesta al servicio de su misericordia, pero se la doy de corazón, con la convicción plena de que Él es poderoso para obrar maravillas» (Notas Íntimas p. 96). 

Dios nos ama tal como somos, con tal que nos esforcemos honradamente por mejorar. La seguridad del sacerdote debe estribar precisamente en que no se apoya en sí mismo porque conoce su miseria, su pequeñez, su nada. EL sacerdote no tiene otra seguridad que la gracia de Dios. La «roca» es Cristo.  «El sacerdote es escogido por Cristo como como una “cosa”, sino como una “persona” (P.D.V. 25). Dios nos conoce muy bien. Él ve lo que somos, mira nuestra disposición. La persona del sacerdote se compone de muchos y muy variados elementos, Dios los conoce todos y cada uno y así nos ha querido llamar. 

La dignidad del sacerdocio es muy grande, sin comparación sobre nada, es la dignidad de ser el mismo Cristo en la tierra en el aquí y ahora de nuestro tiempo. Por todo esto pudiéramos preguntarnos: ¿Quién podrá sentirse digno de recibir el sacerdocio conociendo su propia persona? Ciertamente que no hay hombre ni criatura alguna —ni los ángeles, ni la Santísima Virgen María en toda su pureza y santidad— que pueda merecer, en verdad, tamaña dignidad de constituirse en el instrumento y representante de Cristo en la obra de la redención entre los hombres. Nadie es digno de ese don, a todos nos queda grande. La vocación sacerdotal no se da a nadie como premio de sus merecimientos, sino que se la recibe siempre como un don inmerecido de Dios para el bien de todos. «Dios ha escogido a los necios para confundir a los fuertes» (1 Cor 1,27). 

La vocación sacerdotal consiste en el llamado generoso y gratuito del mismo Cristo. El Señor busca a cada persona a la que quiere llamar, sin ahorrar esfuerzos y ocasiones. La dignidad sacerdotal —de la que tanto se habla— se traduce en un camino concreto y exigente, que parte de reconocer la propia miseria y que nada tiene que ver con ventajas humanas. Quien quiere ser sacerdote de verdad, busca la salvación de todos y no tiene tiempo de detenerse en tonterías. 

Cristo ama con todo el peso del amor y con todas las consecuencias. Dios otorga el don divino de la vocación sacerdotal según sus secretos y designios y en un acto de suprema misericordia y predilección, de tal manera que nadie puede rehusarse y eludir las exigencias de un auténtico llamado. Así, quien no es consciente de su propia miseria, difícilmente entenderá lo que es ser sacerdote. 

Padre Alfredo.

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