Antes que nada quiero advertir que mi reflexión de este domingo es bastante larga, y ya cada quien verá si la lee o la deja pasar, porque de repente, este cacharro con el que escribo, agarra más vuelo que otros días y no lo puedo parar. Este ciclo litúrgico —como lo he explicado varias veces— he elegido partir del salmo responsorial de Misa para hacer mi oración, misma que comparto con quien quiera leer mi reflexión diaria. Creo que desde que iniciamos el Adviento, juntos nos hemos ido dando cuenta de que los salmos son, junto al Padrenuestro, el mayor tesoro de oración de la Iglesia. La riqueza de los salmos es muy grande: hay salmos de alabanza, de acción de gracias, de petición de perdón, de confianza, de meditación sobre la historia... En ellos se encuentran todos los sentimientos que nos podamos imaginar, porque fueron escritos por diversos autores inspirados por Dios y en diversas circunstancies del pueblo de Israel, siglos antes del nacimiento de Cristo. Como el resto de los judíos de su tiempo y como hicieron sus antepasados, Jesús rezó con los salmos, en casa, en la sinagoga y en el Templo. Por eso en los evangelios encontramos citas de salmos puestas en boca de Jesús. El ejemplo más claro lo tenemos en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22), o «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31). Los salmos son la expresión religiosa de toda una gama de sentimientos que se mueven en nuestras vidas entre el dolor y el gozo, pasando por la gratitud agradecida o por el himno jubiloso. Con ellos agradecemos, pedimos, alabamos, suplicamos. La comunidad cristiana, desde los primeros siglos, ha hecho suyas estas oraciones de los salmos, aplicando a Cristo y a la Iglesia lo que en ellos se dice del Rey, del Templo, de la Alianza, de la Ciudad, etc. A partir del siglo III los salmos empezaron a utilizarse los salmos para el canto de la asamblea y, actualmente, la liturgia les ha dado un lugar especial en la celebración de la Eucaristía al ir tomando fragmentos de los salmos y colocarlos en el «salmo responsorial».
Durante el salmo responsorial, todos los que participamos en la celebración de la Eucaristía oramos con las palabras que la misma Escritura nos ha dejado para expresar nuestra respuesta a lo que Dios nos va diciendo a través de las lecturas del día creando un clima de contemplación y escucha de la Palabra. La Introducción al Leccionario de la Misa destaca el valor del salmo responsorial en la Misa, su canto, su valor espiritual y catequético, así como la imposibilidad de sustituirlo por cualquier otro canto por hermoso que parezca. El salmo responsorial siempre ha formado parte integrante de la liturgia de la Palabra, antes se llamaba en la liturgia el «gradual», porque se cantaba desde las gradas o escalones del ambón. ¿Por qué hoy escribo de esta manera que más bien parece una clase de liturgia que una reflexión y además parece ser algo que no acaba? Es que hoy he amanecido pensando en que urge recuperar el valor del salmo responsorial, de manera que al participar en la Misa, no lo hagamos menos recitándolo simplemente con lo que se reduce a ser una lectura más con menos resonancia poética y espiritual o cantando la estrofa siempre con la misma tonadita, haciendo una oración monótona y mal entonada.
Es curioso que coros parroquiales que cantan todo (hasta lo que no hay que cantar), se olviden o ignoren el salmo responsorial que siempre es de una belleza impactante, como el salmo responsorial de este domingo (Sal 39 [40]]) que por lo menos a mí, me hace ir al interior de mi corazón y agradecer tantas cosas, como esto que comparto a la luz también y por supuesto, de las demás lecturas del día de hoy, especialmente el Evangelio: «El Señor, cada día que pasa, se inclina con ternura sobre mí, escucha mis súplicas, en Él espero con gran confianza porque sé que escucha mis plegarias». ¿Se han dado cuenta de cuántas maravillas ha realizado el Señor en nuestras vidas día a día? Él no quiere cosas que mueren, palabras sin certezas o sentimientos pasajeros que se lleva el viento; lo que el Señor quiere es ese «fuego» que ha venido a traer a la tierra y que quiere que arda en nuestro corazón y del que nos habla hoy (Lc 12, 49-53). Aunque el seguir al Señor de todo corazón y buscar que este fuego arda e incendie los corazones cause divisiones, Él no nos dejará y hará que por donde pasemos en su nombre, queden estelas de su misericordia. Y no me alargo más. en el salmo responsorial de este domingo le pedimos al Señor que se de prisa en ayudarnos para que el fuego de su amor arda en el propio corazón y en el mundo. el Señor quiere transformar, cambiar, remover. Y nos recuerda que esto divide a la humanidad: unos le van a seguir, y otros, no. Y eso dentro de una misma familia. Es aquellos que había anunciado el anciano Simeón a María cuando le dijo que aquel hijo, nacido de su vientre, se convertiría en signo de contradicción (Lc 2,34)... y no escribo más, porque si sigo, por mi culpa llegarán tarde a Misa. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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