Hoy mi corazón amanece de fiesta, rebosante de una fiesta inmensa de gratitud por el don del sacerdocio que recibí en un día como hoy pero del año 1989 cuando, en la Basílica de Guadalupe de Monterrey me arrodillé consciente de mi nada y me levanté sacerdote para siempre. Hoy con un gozo inmenso celebraré la Eucaristía a las 10 de la mañana en Misa con niños en la parroquia a la que estoy asignado como vicario parroquial: «Coronación de la Virgen del Roble» y, allí mismo, en ese templo en donde hace 30 años presidí mi primera Misa de domingo, a las 12 del día del domingo 6 de agosto de 1989, a esa misma hora, presidiré la concelebración en la que daré gracias por el don del sacerdocio y en donde después de eso tendremos una convivencia al estilo de los primeros cristianos, llevando todo para ponerlo en común. Por la tarde de hoy, a las 7, celebraré la Santa Misa en la Basílica de Guadalupe de aquí de Monterrey, donde me ordené. ¡Qué rápido pasa el tiempo! El salmista dice hoy en el salmo responsorial (89 [90]): «Mil años son para Dios como un día, que ya pasó; como una breve noche». ¡Y vaya que esto es verdad! Apenas me parece que ha pasado poco tiempo desde aquellos ayeres.
En su dimensión más profunda, toda vocación es un gran misterio, es un don que nos supera infinitamente y ante la grandeza de este misterio uno se siente indigno de él. Por ello la gracia del sacerdocio se debe vivir siempre como sobreabundancia de misericordia, y la misericordia es la absoluta gratuidad con la que Dios nos ha elegido. De esta manera, cuando hablamos del sacerdocio y damos testimonio de él en ocasiones como ésta, uno tiene que hacerlo con gran humildad. Las palabras humanas no son capaces de abarcar la magnitud del misterio de amor que es el sacerdocio. Cualquier palabra me queda corta para expresar el día de hoy todo el bien que el Señor me ha hecho y que, con mi pobre cooperación, me ha permitido hacer a lo largo de estos 30 años. Tengo que confesarles que me siento un poco como el profeta Jeremías, tanto delante de Dios como de mis queridos lectores, «mira, Señor, que no se hablar, pues soy un muchacho» (Jer 1, 6). Sí, un muchacho «de juventud acumulada» como diría nuestra fundadora la beata María Inés. Porque el tiempo pasa y aquellos 27 años de edad que cargaba en aquel día, están ya en los umbrales de los 58 y el tiempo corre.
¡Cómo me ayuda esta mañana para mi reflexión este salmo 89 (90) que leo y vuelco a leer y las demás lecturas de hoy! Se que en mi condición de sacerdote como humano soy finito, aunque el carácter que me ha impreso este sacramento es para siempre. Se que no puedo superar mis limitaciones básicas. No puedo eliminar por completo mi falta de experiencia ante lo nuevo o los límites de mi intelecto en todo lo que me falta por aprender. No puedo cambiar lo que recibí desde la cuna, ni mi legado familiar y religioso, ni muchas otras facetas y debilidades de mi identidad personal, pero todo se lo he entregado al Señor al haberle dicho «sí» consciente de que la vida pasa muy de prisa y que algún día habré de darle cuentas al Señor de este inmenso e inmerecido don que he recibido. Se perfectamente que el hombre de hoy tiene un solo y gran deseo en relación al sacerdote: ¡que éste le dé a Cristo! Lo demás, lo que necesita a nivel económico, social y político se lo puede pedir a muchos otros. Al sacerdote se le pide al Señor Jesús. Y tiene el derecho de esperarlo de nosotros mediante el anuncio de la Palabra y en la gracia de los sacramentos que celebramos. Mirando estos treinta años que han pasado muy de prisa, quiero confesarles con humildad y sencillez que los momentos más hermosos de mi vida siempre han estado marcados por el anuncio de la Palabra y la celebración de los sacramentos, que más que deberes o compromisos sagrados, siempre los he vivido como necesidades de mi ser más profundo. Me siento feliz de poder compartir cada día con ustedes, en esta mi oración matutina con mi pequeña aportación a su vida espiritual. Pídanle a la Santísima Virgen María, madre de los sacerdotes, que siga siempre acogiéndome bajo su regazo de Madre hasta el día en que repentinamente venga su Hijo a recoger los frutos de una vocación que he vivido con profundo amor. Gracias a todos por la limosna de sus oraciones y por todo lo demás. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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