jueves, 31 de agosto de 2017

«Permanecer fieles al Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy

El Evangelio siempre acontece, es siempre actual, se cumple en toda época y lugar, aún y por supuesto en una época como la nuestra, en donde tantos católicos abandonaban la tradición de la Iglesia, dejándose atraer por el budismo, el hinduismo y una sarta de cultos sincretistas, navegando de religión en religión y de secta en secta y de creencia en creencia, sin comprometerse de lleno con ninguna. Seguir el Evangelio y hacerlo vida exige algo que es importantísimo: «fidelidad», y ciertamente esta es una palabra que no está muy de moda. El evangelista san Mateo, recoge unas palabras de Cristo en las que nos llama a la fidelidad al Señor (Mt 24,42-51). La expresión: «Velen y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor» (Mt 24,42) quiere decir: «¡manténgase fieles!». Es preciso tenerlo todo en orden para acertar en el destino definitivo de la vida. En este sentido es como se nos avisa que seamos fieles. Estemos alerta para que la muerte nos sorprenda preparados. Estemos alerta para acumular méritos para entrar en el Reino de la vida. Estemos alerta y bien despiertos para recibir la llamada definitiva. Estemos alerta y procuremos tener las cuentas claras de nuestra vida interior y presentarnos con la conciencia limpia ante nuestro Dios. Estemos alerta recordando que estamos a tiempo de cambiar. Estemos alerta a la llamada de Dios para seguirla sin condiciones estando bien atentos para responder: «¡Estoy listo!»

Jesús deja bien claro Jesús que nadie sabe nada respecto de la hora de su segunda venida y el fin del mundo: «De aquel día y hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre« (Mt 24,36).Lo que importa entonces no es saber la hora del fin de este mundo, sino tener una mirada capaz de percibir la venida de Jesús ya presente en medio de nosotros en la persona del pobre que nos pide ayuda (cf Mt 25,40) y en tantos otros modos y acontecimientos de la vida de cada día que exigen fidelidad al Señor. Lo que importa es abrir los ojos, permanecer firmes y tener presente el ejemplo del buen empleado del que habla Jesús en la parábola del servidor fiel y prudente (Mt 24,45-51). Siempre he dicho que «perseverancia» y «fidelidad», son dos palabras que no se pueden separar. ¿Qué nos pide Jesús al llamarnos a ser fieles? Perseverar, que sigamos adelante, estemos siempre preparados, que no nos confiemos en que cumplimos a medias o a regañadientes con lo que Él nos pide, sino con la fidelidad, la ilusión y el ánimo del primer día, para que el paso del tiempo no nos haga decaer en nuestro entusiasmo y en la fidelidad. 

Los católicos no podemos ser seguidores de Jesús a tiempo parcial, gente que únicamente se acuerde de Él los fines de semana para ir a Misa, y entre semana pique aquí y allá coqueteando con cosas venidas de otras religiones, cautivados por la «ensalada» que propone la New Age y buscando prosperidades pasajeras. No, esto no lo pude hacer un católico, porque la Iglesia es nuestra casa, es nuestra familia, es nuestro espacio de perseverancia y fidelidad en donde vivimos un compromiso de tiempo completo, entregándonos con alma y cuerpo a ser testigos de Jesús en medio del mundo como discípulos-misioneros. Si actuamos así, ya pueden venir vicisitudes y dificultades, guerras, terrorismo, el azote de la inseguridad ciudadana, el peligro de la delincuencia, el desbordamiento de los fenómenos naturales como las inundaciones de estos días en Texas y aquí en Ciudad de México, la amenaza de la enfermedad, la crisis económica, entre muchas otras... que todo lo superaremos como María, la sierva del Señor, con la práctica constante de la oración y con el examen de conciencia guardando y meditando las cosas en el corazón (cf. Lc 2,19.52). La fuerza nos la dan el Espíritu Santo, la Eucaristía, la lectura y meditación de la Biblia. El premio a esta perseverancia y fidelidad es la paz en el alma, la serenidad en nuestra mente y la felicidad en el corazón. ¡Bendecido jueves eucarístico y sacerdotal! Y se acabó agosto.

Padre Alfredo.

miércoles, 30 de agosto de 2017

«SANTA ROSA DE LIMA, EL TESORO Y LA PERLA»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy 30 de agosto, la Iglesia celebra a Santa Rosa de Lima, una mujer laica, una Terciaria de la Orden de Santo Domingo. Canonizada por el Papa Clemente X en 1671, se convirtió en la primera Santa de América. «Probablemente no ha habido en América un misionero que con sus predicaciones haya logrado más conversiones que las que Rosa de Lima obtuvo con su oración y sus mortificaciones», dijo el Papa Inocencio IX al referirse a ella. La liturgia del día nos propone un fragmento del evangelio que contiene dos parábolas que expresan muy bien su condición de seglar: la del tesoro escondido y la de la perla preciosa (Mt 13,44-46). Por cierto que en su biografía se cuenta un hecho muy interesante que habla de cómo Rosa cumplió en todo la voluntad del Señor desde que encontró el tesoro y la perla. «Un día —dice el raleto— mientras oraba ante la imagen de la Virgen pidiendo ayuda para decidir si entraba a un convento, sintió que no podía levantarse del suelo donde estaba arrodillada. Llamó a su hermano a que le ayudara a levantarse, pero él tampoco fue capaz de moverla de allí. Entonces se dio cuenta de que la voluntad de Dios era otra y le dijo a la Virgen María: "Oh Madre Celestial, si Dios no quiere que yo me vaya a un convento, desisto desde ahora de esta idea que tenía". Tan pronto pronunció estas palabras recuperó la movilidad y se pudo levantar del suelo». Así que a partir de aquel día se vistió con una túnica blanca y un manto negro, y empezó a llevar una vida consagrada a Dios que vivió, como seglar, en su propia casa.

Las parábolas del tesoro escondido en el campo y de la perla preciosa expresan muy bien el valor de la elección que Rosa de Lima hizo en su vida. El tesoro, el Reino, ya está en el campo, ya está en la vida. Está escondido. Pasamos y pisamos por encima sin darnos cuenta. Rosa encontró el tesoro y al descubrir que se trataba de un tesoro muy importante vendió todo, hasta su propia idea de irse a un convento para adquirir el tesoro, el Reino. La condición para tener el Reino es esa: ¡venderlo todo! El comerciante en perlas finas es un «buscador incansable» Es lo único que hace en la vida: buscar y encontrar perlas. Buscando, encuentra una de gran valor. El descubrimiento del Reino no es pura casualidad, sino fruto de una larga búsqueda, como la que Rosa hizo para encontrar la voluntad de Dios en todo momento. A menos de 50 años después de su muerte, esta maravillosa mujer fue declarada santa para la Iglesia. Falleció el 24 de agosto de 1617, a los 31 años de edad. El capítulo, el senado y otros dignatarios de la ciudad se turnaron para transportar su cuerpo al sepulcro. Durante la ceremonia organizada en su honor tras su fallecimiento, fue aclamada por el pueblo entero e hicieron que a los ocho días se abriera el proceso de canonización. El Cabildo envió una carta al Papa Urbano VIII y el virrey hizo lo propio a la Corona de España. Antes de ser canonizada (1671) fue proclamada Patrona del Perú (1669), del Nuevo Mundo y de Filipinas (1670). Solo en Perú hay más de 72 pueblos con su nombre. 

Ambas parábolas y la vida de santa Rosa de Lima, nos muestran que vale la pena hacer un gran esfuerzo por conseguir algo muy valioso, como el Evangelio, como el amor de Cristo, como el Reino de Dios, como el camino vocacional que Dios quiere que sigamos: con fe, como esta santa mujer, podemos descubrir que la valoración de la posesión de Dios, que es el tesoro y la perla de los que nos habla Jesús, no puede tener ninguna comparación. Pero para poseer a Dios, debemos despojarnos de todo lo que aprisiona nuestro corazón. Es decir, de nuestros afectos desordenados, o inclinaciones malas, pasiones desordenadas e instintos sin controlar, de todo cuanto nos impida la posesión de Dios. Si vaciamos el corazón de nosotros mismos, éste podrá ser ocupado por Dios. ¡Que tengan un bendecido miércoles, mitad de semana!

Padre Alfredo.

martes, 29 de agosto de 2017

«EL martirio de Juan el Bautista»... Un pequeño pensamiento para hoy

El evangelista san Marcos, nos narra con detalle el martirio de Juan el Bautista, el precursor de Jesús y esto ocupa la reflexión que este martes comparto. Juan precedió a Cristo, según el relato, no solamente en el nacimiento a la vida terrenal, sino a la vida eterna y en una muerte injusta, como la del Maestro. Todo este episodio (Mc 6,17-29), está marcado por la injusticia. El texto nos dice que Herodes estaba convencido de que Juan «era un hombre honrado y santo y lo defendía». Pero, por instigación de Herodías, su mujer, y porque Juan, anteponiendo, como todo verdadero profeta, la verdad a su vida, no aprobaba esa unión de Herodes con esta mujer «lo había metido en la cárcel encadenado». Un acto de injusticia y abuso de poder como los que desgraciadamente muchas veces se siguen viendo hoy. A este acto se sigue otro acto de injusticia, como haciendo una cadena, un acto de injusticia y de claro abuso de poder con la decisión que toma Hedores de matar a Juan después del baile de la hija de Herodías y su petición de entregarle, como premio por el buen espectáculo, la cabeza de Juan.

Herodes manda decapitar a Juan; pero lo hace cometiendo una grave injusticia y solo para quedar bien con sus invitados, que han quedado fascinados por la perfecta ejecución de la danza de la muchacha, que, además de bailar bien, parece no tener cabeza para aspirar a algo en esta vida, pues renuncia a la posesión de la mitad del reino que le promete Herodes solamente por dejarse influenciar por su «dolida» madre. El deseo de una pérfida mujer, ha sido orden para un hombre que está aún bajo su embrujo y que no se siente con ánimo para volverse atrás de su juramento debido al qué dirán, si no cumple... Puedo imaginar las caras de algunos de los convidados al ver aquel espectáculo de la cabeza de Juan sobre la charola y a la muchacha compungida y lamentándose de su tonta e injusta determinación.  ¡Así se teje la red de complicidades humanas cuando reina la injusticia!

Creo que no nos interesa saber si las cosas sucedieron exactamente como se narran en el evangelio; pero ciertamente el relato refleja algo muy real. Por suerte, no solo en torno a la injusticia se tejen redes o se hacen eslabones; también pueden juntarse el poder y la influencia en orden a lo bueno, a la conquista de formas de vida mejores, de comportamientos ejemplares y envidiables, recordemos, entre otros a Nelson Mandela o a Gandhi. Incluso podemos pensar en un ejemplo evangélico: las bodas de Caná (Jn 2,1-11). La situación resulta bochornosa para quienes celebran la boda. María, la madre de Jesús ha sido «invitada» (Jn 2,1) y se percata de lo que está aconteciendo e interviene de inmediato ante Jesús, que al final, secunda el buen deseo de «la mujer». Incluso se entiende la función de María como la gran intercesora que obtiene del Señor, en favor nuestro, los dones de salvación. En el día del martirio de Juan Bautista, hay que tener presentes a tantas personas que a lo largo de la historia han muerto y siguen muriendo de manera injusta, por el abuso del poder del más fuerte, del que se aprovecha de su estatus, de que cree ser dueño de la situación. A los cristianos nos consuela profundamente saber que la última palabra no la tienen los más fuertes, sino nuestro Dios. Esa es la esperanza que nos debe hacer caminar en la verdad, como Juan el Bautista.

Padre Alfredo.

lunes, 28 de agosto de 2017

«ORACIÓN A LA VIRGEN MARÍA POR LA VIDA»... Una oración de san Juan Pablo II


Oh María, aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes, 
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso de niños
a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres 
víctimas de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.

Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo 
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir, 
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria
de Dios Creador y amante de la vida.
Amén.

«28 DE AGOSTO, EL DÍA DEL ADULTO MAYOR EN MÉXICO»... Una breve reflexión sobre el tema


Cuando yo era niño, era común escuchar en el lenguaje la palabra «anciano» o «viejo». De hecho, nadie se molestaba si se le reconocía haber llegado a la llamada «tercera edad». Hace algunos años, la mayoría de los países miembros de la ONU, adoptaron el término «adulto mayor» a partir de los 60 años de edad. Gracias a una encuesta realizada por la periodista Inna Jaffe, entre 2,700 oyentes de la estación de radio NPR, con sede en Culver City, California, «adulto mayor» (según el 43% de los encuestados) es el término que más les gusta escuchar. Yo utilizo cualquiera de estos términos, por en los cuales encuentro el cúmulo de experiencia y el tesoro de la riqueza de todas estos hermanos y amigos que van gastando y desgastando su vida cooperando con lo que les toca para contruir, en nuestro mundo, la civilización del amor.

Bíblicamente, la edad del adulto mayor se designa para exaltar la experiencia y sabiduría, como una bendición de Dios. En el Nuevo Testamento adquiere importancia cuando representa la acogida al misterio salvador de Cristo. Entonces, en él aparece la culminación de la vida. En el término «anciano» la Biblia ve más que nada un símbolo, antes que una realidad personal. El anciano es el hombre venerable, reflejo del anticipo de la vida eterna y conquista de la juventud que, como afirma la beata María Inés Teresa, solo se va acumulando. 

Los avances de la ciencia, y los progresos de la medicina, han contribuido notablemente a prolongar en los últimos años la duración media de la vida humana. La «tercera edad» abarca una parte considerable de la población mundial y, en muchas de nuestras comunidades parroquiales, abraca la inmensa mayoría de los miembros. Esta edad del «adulto mayor», es contemplada en aquellas personas que con un límite determinado de edad salen de los circuitos productivos, aún disponiendo muchas veces de muchos recursos y sobre todo de la capacidad de participar en el bien común. A este grupo abundante de ancianos jóvenes, como definen los demógrafos, según la nuevas categorías de la vejez, a las personas de los 65 a los 75 años de edad; se agrega el de los los ancianos más ancianos, que superan los 75 años, la ahora denominada «cuarta edad», cuyas filas están destinadas a aumentar más y más. Es importante que todos los adultos mayores que militan en la Iglesia lean el documento llamado «La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo», del Pontificio Consejo para los laicos (8.VII.2006), en el cual se ahonda en el tema de una manera clara y profunda.

La Iglesia, a pesar de denominarse «siempre joven», ha tenido, a lo largo de su historia, un cuidado especial para los ancianos. El Adulto Mayor tiene rostro de bautizado y es un miembro muy importante del pueblo de Dios. Muchos adultos mayores participan activamente en los diversos ministerios laicales  en la Asamblea Eucarística.

La edad del «adulto mayor» en la Iglesia, según el Catecismo de la Iglesia Católica y el Derecho Canónico, está marcada a partir de los 59 años. Los adultos mayores representan la «memoria histórica» de las generaciones más jóvenes y son portadores de valores fundamentales. Dondequiera que falta la memoria faltan las raíces y, con ellas la capacidad de proyectarse con la esperanza en un futuro que vaya más allá de los límites del tiempo presente. 

San Juan Pablo II, cuando todavía era relativamente joven, decía a los ancianos: «No se dejen sorprender por la tentación de la soledad interior. No obstante la complejidad de sus problemas [...], las fuerzas que progresivamente se debilitan, las deficiencias de las organizaciones sociales, los retrasos de la legislación oficial y las incomprensiones de una sociedad egoísta, (los ancianos) no están ni deben sentirse al margen de la vida de la Iglesia, o como elementos pasivos en un mundo en excesivo movimiento, sino sujetos activos de un período humanamente y espiritualmente fecundo de la existencia humana. Tienen todavía una misión por cumplir, una contribución para dar» (Juan Pablo II, Insegnamenti... VII, 1 en 1984, p. 744). Hablando a los adultos mayores, el 1 de octubre de 1999, el santo Papa terminó su discurso con una oración que merece la pena hacer en este día:

«Concédenos, Señor de la vida, la gracia de tomar conciencia lúcida de ello y de saborear como un don, rico en ulteriores promesas, todas las etapas de nuestra vida. Haz que acojamos con amor tu voluntad, poniéndonos cada día en tus manos misericordiosas. Cuando venga el momento del "paso" definitivo, concédenos afrontarlo con ánimo sereno, sin pesadumbre por lo que dejemos. Porque, al encontrarte a ti, después de haberte buscado tanto, nos encontraremos con todo valor auténtico experimentado aquí en la tierra, junto a quienes nos han precedido en el signo de la fe y de la esperanza. Y tú, María, Madre de la humanidad peregrina, ruega por nosotros «ahora y en la hora de nuestra muerte». Mantennos siempre muy unidos a Jesús, tu Hijo amado y hermano nuestro, Señor de la vida y de la gloria. Amén.

Creo que todos debemos aprender a envejecer, y no es que lo diga yo, que hoy cumplo 56 años de vida y me voy acercando a la «tercera edad». Y creo también que todos debemos ayudar a envejecer a los demás, porque hoy parece que muchos, aunque sea por fuera, quieren seguirse viendo de 15 años y tal vez por eso, en lugar de entender y amar más esta etapa dorada de la vida, se le quiera hacer a un lado o encerrar en cuatro paredes. Ojalá todos seamos concientes de la riqueza y dignidad de la tercera y cuarta edad, de la amistad, de la solidaridad, y de la belleza del mundo que nos habla de la belleza infinitamente más grande del Creador (cf. Juan Pablo II, 30.XI.86). Confiemos al cuidado de la Santísima Virgen a todos los adultos mayores y confiémonos también a ella los que vamos en proceso.

¡Felicidades a todos los adultos mayores en su día!

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

«LOS AYES DE JESÚS»... Un pequeño pensamiento para hoy

¡Que palabras tan duras dice algunas veces Jesús a los escribas y fariseos! Y es lo que hoy meditamos en una parte del capítulo 23 de san Mateo. Se trata de los llamados «Ayes», la denuncia más terrible y explícita en el Nuevo Testamento.  Como alguien decía por ahí: «estos ayes son como un  trueno  por su  incontestable severidad, y como un relámpago por su exposición indiscriminada... Iluminan al mismo tiempo que hieren». Al meditarlos, pienso cómo se quedarían los doctores y en los fariseos del tiempo de Jesús escuchando esto, pero, sinceramente, también y sobre todo los aplico a mi vida, a nuestra vida, a nuestra Iglesia, a nuestra sociedad y a nuestro mundo de hoy. La palabra griega para «ay» es «uai», que es difícil de traducir, porque incluye no solo ira sino también lástima.  Hay aquí justa indignación;  pero  es  la  indignación  del  corazón  de  amor, quebrantado por la ceguera testaruda de las personas.

Está el «ay» (Mt 23,13) contra los que cierran la puerta del Reino. «Que cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ustedes ciertamente no entran; y a los que están entrando no les dejan entrar». ¿Cómo cierran el Reino aquellos hombres letrados? Presentando a Dios como un juez severo, dejando poco espacio a la misericordia. Imponiendo en nombre de Dios leyes y normas que no tienen nada que ver con los mandamientos de Dios, falsificando la imagen del Reino y matando en los otros el deseo de servir a Dios y el Reino. Una comunidad que se organiza alrededor de este falso dios no puede entrar en la dinámica del Reino, ni puede ser expresión del Reino, además, impide que sus miembros entren en el Reino. Cristo denuncia, con otro «ay» a los que usan la religión para enriquecerse (Mt 23,14-15). Jesús permite que los discípulos vivan del evangelio, pues dice que el obrero merece su salario (Lc 10,7; cf. 1Cor 9,13-14), pero usar la oración y la religión como medio para enriquecerse, esto es hipocresía y no revela la Buena Nueva de Dios. Transforma la religión en un mercado. Jesús expulsa a los comerciantes del Templo (Mc 11,15-19) citando a los profetas Isaías y Jeremías: «Mi casa es casa de oración para todos los pueblos y ustedes la han transformado en una cueva de ladrones» (Mc 11,17; cf. Is 56,7; Jr 7,11)). Cuando el mago Simeón quiso comprar el don del Espíritu Santo, Pedro lo maldijo (Hech 8,18-24). Simón recibió la «condena más severa» de la que Jesús habla en el evangelio de hoy.

Qué tremendo es también leer y meditar el «ay» contra los que hacen proselitismo. «¡Ustedes recorren mar y tierra para ganar un adepto y, cuando lo consiguen, lo hacen todavía más digno de condenación que ustedes mismos! (Mt 23,15). Hay personas que se hacen misioneros y misioneras y anuncian el evangelio no para irradiar la Buena Nueva del amor de Dios, sino para atraer a otros a su grupo o a su iglesia nada más. Una vez, Juan prohibió a una persona el que usara el nombre de Jesús porque no formaba parte de su grupo. Jesús le respondió: «No se lo impidas. Pues el que no está contra nosotros, está por nosotros” (Mc 9,39). El documento de Aparecida, bajo el título: «¡Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que en él nuestros pueblos tengan vida!» nos dice que el objetivo de la misión no es para hacer proselitismo, sino para que los pueblos tengan vida, y vida en abundancia. En otro «ay» Jesús habla contra los que viven haciendo juramentos. «Ustedes dicen: “Si uno jura por el Santuario, eso no es nada; mas si jura por el oro del Santuario, queda obligado!”». Cuánta incoherencia de tantos juramentos que la gente hacía o que la religión oficial mandaba hacer: juramento por el oro del templo o por la ofrenda que está sobre el altar (Mateo 23,16-22). Yo creo que la enseñanza del Señor, en el Sermón de la Montaña, es el mejor comentario del mensaje del evangelio de hoy: «Pues yo les digo que no juren en modo alguno: ni por el Cielo, porque es el trono de Dios, ni por la Tierra, porque es el escabel de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran rey. Ni tampoco jures por tu cabeza, porque ni a uno solo de tus cabellos puedes hacerlo blanco o negro. Sea tu lenguaje: “Sí, sí” y “no, no”: que lo que va más allá viene del Maligno» (Mt 5,34-37). Estos «ayes» están en vigencia, sobre todo cada vez que nos adentramos tanto en querer perfeccionar la práctica de las cosas externas de nuestra religión, que olvidamos que a Dios le interesa sobre todo la misericordia, el amor verdadero y el perdón. ¡Feliz lunes, celebrando a san Agustín, a los adultos mayores y yo dando gracias por un año más de vida!

Padre Alfredo.

domingo, 27 de agosto de 2017

«A veces las preguntas son más necesarias que las respuestas»... Un pequeño pensamiento para hoy

Con cierta frecuencia, nos encontramos en el Evangelio, algunos pasajes en los que Jesús hace preguntas: «¿Por qué temen, hombres de poca fe?» (Mt 8,26); «¿Creen que puedo hacer esto?» (Mt 9,28) «¿Qué deseas» (Mt 20,21); «¿Por qué me llamas bueno?» (Mc 10,18); «¿Quién de ustedes, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla?» (Lc14,28). Algunas de ellas son tan personales y profundas como estás: «¿Podrán beber la copa que yo voy a beber?» (Mt 20,22); «¿Qué son estas cosas de que van conversando entre ustedes mientras caminan?» (Lc 24,17); ¿También ustedes van a dejarme?» (Jn 6,67) y dos más que el Evangelio nos presenta en Mateo 16,13-20 y que ocupan hoy mi reflexión para este domingo: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» y «Ustedes, ¿quién dicen que soy yo?».

Primeramente, Jesús hace estas preguntas para saber qué piensa la gente respecto a su persona, para ver qué piensan del Hijo del Hombre. Las respuestas que obtiene son variadas. Juan Bautista, Elías, Jeremías, algún profeta. Pero luego Jesús pregunta la opinión de los discípulos, sus amigos, los que conviven con él en el día a día. Pedro se vuelve portavoz y dice con gozo: «¡Tu eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!» La respuesta no es nueva, ya antes los discípulos habían dicho lo mismo (Mt 14,33). En el Evangelio de Juan, la misma profesión de fe la hizo Marta la hermana de María y de Lázaro (Jn 11,27). Pero... ¿quién es Jesús para ti? y ¿quién es Jesús para mí? Entonces, entre tanta pregunta, surgen otras más que brotan desde mi interior, porque se puede ver a Jesucristo desde muchos puntos de vista, desde lo espiritual, desde la justicia, como amigo, como maestro,  como compañero de camino, como Dios... ¿Mis respuestas son desde lo que yo siento o desde lo que he escuchado?, ¿estoy convencido y atento como Pedro a las preguntas, encomiendas y llamados que Jesucristo me hace?, ¿me siento como Pedro a quien el Señor se dirige y me dice: que sobre mí sigue edificando su Iglesia?, ¿de qué forma le ayudó en este mandato?... y tú... ¿qué te preguntas respecto a quién es Jesús para ti? 

Hoy me doy cuenta que muchas veces las preguntas son más necesarias aún que las respuestas. Las preguntas nos mueven, nos despiertan, pero sobre todo nos comprometen, porque crean una relación personal, como en este caso con Cristo «Mesías». Por eso, las preguntas de Dios y a Dios, nos ayudan a entrar en conversación con Él y a dar a la escucha de su Palabra el valor de sentido para la vida. Creo que podemos hacer un listado de todo lo que entendemos que es Jesucristo para nosotros y podemos compartir esto con los que nos encontramos cada día, en especial hoy domingo, que es día del Señor. Sintiendo ese mismo llamado y mandato de Jesucristo a Pedro, como discípulos-misioneros con María, podemos seguir edificando y extendiendo la Iglesia. Hoy termino con una pregunta más, y prometo que es la última: ¿Cuál es la acción concreta que te invita a realizar este par de preguntas que hace Jesús en este pasaje? ¡Feliz y bendecido domingo!

Padre Alfredo.

sábado, 26 de agosto de 2017

«Incoherencia y falta de sinceridad»... Un pequeño pensamiento para hoy

A Jesucristo no le gusta la incoherencia y la falta de sinceridad en la relación con su Padre y con el prójimo. Esto es algo que Él condena. Habla del tema de la hipocresía varias veces, especialmente de los escribas y fariseos, que se supone eran los conocedores de las Escrituras y de la Ley. El Papa Francisco, en una homilía, hablando de este tema, nos recuerda un hecho de la vida de san Francisco de Asís, el gran imitador de Cristo, en quien desde su conversión se dejó sentir esa coherencia de vida que muchos hoy debemos recobrar: «Decía san Francisco a sus hermanos: Prediquen siempre el Evangelio y, si fuera necesario, también con las palabras. No hay testimonio sin una vida coherente. Hoy no se necesita tanto maestros, sino testigos valientes, convencidos y convincentes, testigos que no se avergüencen del Nombre de Cristo y de su Cruz ni ante leones rugientes ni ante las potencias de este mundo» (Homilía del 29 de junio de 2015).

En Mateo 23,1-12, Jesús deja ver en claro el error básico de esa incoherencia de vida: «dicen y no hacen» (Mt 23,3). Jesús se dirige a la multitud y hace ver la incoherencia entre palabra y práctica, «entre fe y vida». El Señor denuncia a los que hablan y no practican, es decir, no hacen vida lo que dicen profesar. A pesar de todo, Jesús reconoce la autoridad y el conocimiento de los escribas y fariseos: «Están sentados en la cátedra de Moisés» (cf Mt 23,2). Por esto, dice en seguida: «Hacgan y observen todo lo que les digan. Pero no imiten su conducta, porque dicen y no hacen» (cf. Mt 23,3). Jesús enumera varios puntos que revelan esta incoherencia que no es ajena a nadie y en la que es fácil instalarse, aunque se conozca mucho e incluso se enseñe acerca de la fe: Cristo saca los trapitos al sol de aquellos que imponen leyes pesadas a la gente (Mt 23,4), de los que supuestamente conocen bien las leyes, pero no las practican, ni usan su conocimiento para aliviar la carga de la gente. Jesús denuncia el exhibicionismo de los que buscan ser vistos y elogiados y de los que gustan de ocupar sitios de honor y ser saludados en las plazas con el título de «maestros» (Mt 23,6-7). Cuando en realidad, esa gente que decía saber la ley, conocer la Escritura y vivirla, lo que hacía era, legitimar y alimentar las diferencias de clase y de posición social; además de privilegiar, con una serie interminable de preceptos a los ricos y poderosos de la sociedad y mantener en la posición inferior a los pobres, los enfermos, los niños... los pequeños. Jesús habla claro, porque si hay una cosa que no le gusta, es la incoherencia y las apariencias que engañan.

Pero ¿Cómo combatir esta incoherencia que a todos nos persigue? ¿Cómo debe ser una persona que busca vivir al estilo de Cristo? ¿Cuáles son las motivaciones que tengo para vivir y trabajar en la Iglesia, en la comunidad, en mi trabajo? ¿Cómo tiene que funcionar una comunidad cristiana? Todos los trabajos y responsabilidades de la vida del hombre y de la mujer de fe, deben ser asumidos como un servicio: «El mayor entre ustedes será su servidor» (Mt 23,11). Eso es lo que quiere decir Jesús cuando expresa que a nadie hay que llamar maestro (rabino), ni padre, ni guía (cf. Mt 23,9), pues la comunidad de los que siguen a Jesús debe mantener, legitimar, alimentar no las diferencias, sino la fraternidad. Ésta es la ley primordial: Todos somos hermanos y hermanas, todos somos padre y madre, por eso el mismo Cristo dice que «todo aquel que escucha su Palabra y la pone en práctica ese es su madre, su hermano, su hermana» (cf. Lc 8,21). La fraternidad nace de la experiencia de que Dios es Padre, y que hace de todos nosotros una familia en la fe en donde la primera que escucha la Palabra y la hace vida es María. Ella, que, desde jovencita, comprendió que quien se ensalce será humillado, y quien se humille será ensalzado (cf Mt 23,12).

Padre Alfredo.

viernes, 25 de agosto de 2017

El sacerdote, un nuevo Moisés...

Que fuertes e impactantes suenan las palabras que Yahvé dirigió a Moisés en el capítulo 32 del libro del Éxodo: «¡Anda, baja! Porque tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado. Bien pronto se han apartado el camino que yo les había prescrito. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han dicho: "Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto."» (Ex 32,7-8). Son palabras que bien vendrían al hombre de hoy, que, en un mundo que busca globalizar todo, menos el amor, ha querido fabricarse un dios talismán, un dios amuleto, un dios pirámide mágica o piedra de la suerte, un dios que sea refugio de peticiones imposibles, un dios que fácilmente consiga novia o que haga volver al esposo que se fue por arte de magia, un dios becerro de oro que ocupe el lugar del auténtico Dios, que cada vez está menos presente en el mundo de hoy.

Dios no da seguridad en las cosas materiales, Dios no da seguridad en el aferrarse a algo cambiante, y entonces, el hombre busca y se fabrica un dios más seguro, un dios que dé confianza y que ate el presente y el futuro de forma mágica e instantánea... ¡Qué tentación tan grande!, quererse construir un Dios a nuestra propia imagen y semejanza a quien dar gracias pocas veces y a quien se le pueda acusar por las injusticias que se viven en el mundo.

El hombre de hoy vive la terrible tentación de querer construir un dios a su propia imagen y semejanza. Un dios baratero que exija poco y que dé mucho, un dios de manga ancha, curandero que de salud y milagrero que dé prosperidad a cambio de unas cuantas cosillas. Yahvé también dijo a Moisés: «Veo que este pueblo es un pueblo de cabeza dura. Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore; de ti, en cambio, haré un gran pueblo» (Ex 32,9-10). Entonces Moisés trató de aplacar al Señor su Dios diciéndole: «¿Por qué, oh Yahvé, ha de encenderse tu ira contra tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y mano fuerte?» (Ex 32,11)... «Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel, siervos tuyos, a los cuales juraste por ti mismo: Multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo; toda esta tierra que les tengo prometida, la daré a sus descendientes, y ellos la poseerán como herencia para siempre» (Ex 32,13). Y entonces el Señor renunció al castigo con que había amenazado a su pueblo.

El hombre de hoy no tiene por qué fabricarse «diositos». El mundo de hoy necesita más bien nuevos Moisés que sepan implorar al verdadero Dios, auténticos hombres y mujeres de fe que no caminen en la modalidad del «te doy para que tú me des». El mundo necesita hombres y mujeres que no se queden en la tristeza del hijo pequeño de la parábola del padre misericordioso (Lc 15,11-32), que cree que el padre jamás lo volverá a tratar como hijo, porque él mismo no ha aprendido a perdonar; hombres y mujeres que no se queden como el hijo mayor, que siente todo, menos alegría —más bien envidia y reproches— por una mala y triste relación con su hermano. Hombres y mujeres que no se sientan como una oveja perdida por inútil (Lc 15,3-7), sola y a punto de perecer porque cree que el pastor la ha olvidado. Hombres y mujeres que no se queden como moneda que se ha tirado (Lc 15,8-10) y que cree que nadie la levantará porque es de poco valor.

La vida que Dios nos ofrece es de otra lógica. Es la vida del gozo y de la alegría de saberse amados por Dios y seguros de que Él nos escucha siempre. Es la vida del gozo y de la alegría de saberse llamados y considerados dignos de ponerse a su servicio y vivir para Él. San Pablo a Timoteo se lo dice: «Dios tuvo misericordia de mí… porque la gracia de nuestro Señor se desbordó sobre mí al darme la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús... para que fuera yo el primero en quien Él manifestara toda su generosidad, y sirviera yo de ejemplo a los que habrían de creer en Él, para obtener la vida eterna» (cf. 1 Tim 1, 12-17).

Dios mismo es quien nos comunica esa alegría. El Padre de la parábola del hijo pródigo, se alegra —más que los hijos— y celebra un banquete, lo mismo que hace fiesta el pastor por su oveja recobrada y el ama de casa que encuentra su moneda perdida. Esta es la lógica de saberse amados y llamados por Dios. Él nos ama y nos escuchará siempre, dará a nuestro corazón lo que más convenga. El buen Dios escuchará a su nuevo Moisés que le implora y le suplica de nuevo. Este es nuestro Dios, el Dios de Jesucristo, el Padre, el Pastor, el Ama de casa que deja ser libre, que espera, que confía, que se alegra, que perdona... «Dios, —decía el siervo de Dios Juan Pablo I— es padre; pero, sobre todo, es madre». En el brevísimo lapso de su pontificado, esta frase quedó grabada en el corazón de la Historia de la Iglesia, una frase pronunciada en el Ángelus del domingo 10 de septiembre de 1978. ¿Cómo entrar en esta lógica que sustituye a la triste lógica de los diosecillos inventados, de los becerrillos de oro, fantasía y oropel?

Es necesario dejarse amar por Dios, saber descubrir su presencia de padre, de pastor, de ama de casa, de nuestra casa, de nuestro corazón. Saber reconocer su presencia y los beneficios que nos da. Dejarnos querer por él, que se hace presente en signos tal vez pobres, incomprensibles, indescifrables o en grandes manifestaciones en las que es fácil reconocerle.

El Señor nos ha mostrado su amor y nos invita a vivir en esta lógica de su amor en la persona de nuestros pastores, sobre todo. El sacerdote —como pastor o cura de almas— es un signo elocuente del amor de Dios, presencia de un nuevo Moisés que habla al Señor en nombre del pueblo. Alguien que nos invita a dejarnos conquistar por Dios que abre sus brazos como el Padre de la parábola que corre al encuentro del hijo. En el sacerdote contemplamos a alguien que nos dice que no tengamos miedo a la libertad de Dios, ya que parece que para todos es más fácil tener un becerro de oro que tener a Dios, por lo menos es más seguro, parece. El sacerdote nos guía hacia Dios, nos ayuda a que demos el salto a confiar en Él, a que perdamos el miedo de hablarle y confiar en que nos dará lo mejor. El sacerdote nos lleva a vivir en la alegría del Señor, esa alegría del padre, del pastor y del ama de casa. Esa alegría que vive bajo la mirada dulce de María, que como Madre del Buen Pastor, va alentando a cada sacerdote para que sea siempre imagen y transparencia de Jesucristo.

El sacerdote es el primero que entre el pueblo y ante Dios reconoce su pequeñez con las mismas palabras de la Primera carta a Timoteo: «Cristo Jesús vino a este mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero (1 Tim 1,15). Éste es el sacerdote, un hombre tomado de entre los hombres para el servicio de todos; un nuevo Moisés que dialoga con Dios a favor del pueblo, para alcanzar para todos, el auténtico amor. El sacerdote es un hombre consagrado a Dios y puesto a su servicio para ir a donde Él le envíe. Un hombre que pasa por el mundo como un peregrino que invita a todos a vivir en la libertad de los hijos de Dios. Un hombre que no es un dios, pero pertenece a Dios y recorre el mundo en su nombre para llevar a todos hacia la tierra prometida, convencido él mismo de que no pertenece a nadie más que a Dios, ni siquiera a él mismo y en cuyo corazón hay espacio para todos, para el hijo pequeño y para el mayor, para la oveja extraviada y la moneda perdida... por algo a los sacerdotes les decimos comúnmente: «Padre».

Por amor, Dios nos da a sus sacerdotes, y con ellos el perdón y la paz, el gozo y la celebración, la esperanza y el amor, en una palabra, todo lo que crea comunión de vida y alegría para los de cerca y los de lejos.

Me vienen ahora, para terminar esta reflexión, unas palabras que la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento dirigió a uno de los primeros seminaristas del incipiente instituto misionero que fundara y del que vio solamente las primeras vocaciones camino a la ordenación sacerdotal. La Madre escribe a uno de estos jovencitos y le deja estas palabras que hace 28 años pude en la invitación a mi ordenación sacerdotal: «¡Qué hermosa vocación!... ser misionero y Misionero de Cristo. “Otro Cristo” en la plenitud sacerdotal, misionero a ejemplo de Él, que pasó por el mundo haciendo el bien. Tú deberás asimilar al mismo Cristo para que seas transparencia de Él en todos los momentos de tu vida, ya sea que duermas o comas, que prediques la Palabra de Dios, que consagres, impartas cualquier sacramento; en cualquier momento, deberás obrar como Él, esa es tu hermosa vocación, con el espíritu del Evangelio y las características de tu familia misionera, entregado con generosidad, sencillez, alegría, abandonado completamente en manos del Padre».

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

«El mandamiento más grande»... Un pequeño pensamiento para hoy


«Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley?», pregunta uno de los doctores de la Ley a Jesús en el Evangelio (Mt 22,36). ¡Pobre hombre! Estaba confundido entre los 248 mandamientos que los rabinos habían puesto en torno a la ley juntando mandamientos y preceptos de aquí y de allá cuando sus antepasados no se enredaban tanto y reducían los mandamientos de la ley de forma sencilla: once en David (Sal 15,2-5), seis en Isaías (Is 33,15), tres en Miqueas (Mi 6,8), dos en Amós (Am 5,4) y uno solo en Abacuc (Ab 2,4). Jesús, al contestar, ata el amor de Dios y el amor del prójimo, hasta fusionarlos en uno solo, pero sin renunciar a dar la prioridad al primero, al cual subordina estrechamente el segundo. Es más, todas las prescripciones de la ley, llegaban a 613 y estaban en relación con este único mandamiento: toda la ley encuentra su significado y fundamento en el mandamiento del amor. Este único mandamiento del amor no sólo está en sintonía con la ley, sino también con los profetas (v.40). 

La novedad de la respuesta que da Jesús a esta pregunta, no está tanto en el contenido material como en su realización: el amor a Dios y al prójimo hallan su propio contexto y solidez definitiva en Él, en su Reino y en su seguimiento. El doble único mandamiento, el amor a Dios y al prójimo, se convierte en columnas de soporte, no sólo de las Escrituras, sino también de la vida ordinaria del cristiano. Hemos sido creados para amar. ¿Somos conscientes de que nuestra realización consiste en amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente? Este amor se debe verificar no solamente cuando estamos dentro del templo… ¡ahí todos somos santitos!, sino también y sobre todo en la vivencia de cada día cuando experimentamos la caridad hacia los hermanos que nos rodean y en sus situaciones existenciales. ¿Vivimos esto en la práctica diaria? «Aquel que cumplió todo lo que está mandado, respecto del amor de Dios y del prójimo, es digno de recibir gracias divinas» (Orígenes, homilia 23 in Matthaeum).

Enfrascados como estamos en nuestras propias cosas, nos olvidamos de amar. Para poner en práctica este mandamiento, lo primero que tenemos que hacer es amarnos a nosotros mismos, porque quien no se ama a sí mismo es incapaz de darse a los demás, incapaz de descubrir a Dios en el prójimo, porque tampoco descubre a Dios en su interior. Amar en este estilo es sencillo, es el estilo de María de Nazareth, es el estilo de los santos: disfrutar cada día los detalles que la vida nos ofrece, buenos o malos; enriquecer el amor porque un amor pobre, enclenque, no da fuerzas ni alegrías. Amar así es dejar que cada día tenga su afán. Amar así es aceptar a los demás como son, poner voluntad en mejorar las relaciones con aquellas personas, amigos, vecinos, compañeros, jefes o familiares con los que no nos entendemos. Amar así no es caer en la rutina, ni en el desaliento; compartirse, darse; caminar al lado del anciano, del preso, del enfermo, del matrimonio, esposo o hermano con problemas; de los jóvenes, de los niños: Amar así es hacer a Cristo presente donde hay dolor, pero también donde hay alegría. Por ello amemos, ¡Amemos, sin cansarnos! ¡Feliz viernes, recordando que Cristo amó hasta el extremo, cumpliendo la voluntad del Padre entregando su vida por nosotros!... La mejor forma de querer a Dios y a los hermanos.

Padre Alfredo.

jueves, 24 de agosto de 2017

«¡SÍGUEME»... UN pequeño pensamiento para hoy

El objetivo del llamado que Dios nos hace, es siempre el mismo: «¡Sígueme!» (Mateo 8,22; 9,9; 19,21; Mc 2,14; 10,21; Lc 5,27; 9,59; 18,22; Jn 1,43; 21,19; 21,22; Hch 12,8). En el Evangelio, hay un pasaje en el que Felipe, que ha sido llamado (Jn 1,43) encuentra más adelante a Bartolomé (Llamado en el Evangelio Natanael) y habla con él sobre Jesús: «Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley y también los profetas. Es Jesús, el hijo de José de Nazaret» (Jn 1,45-51). De alguna manera podemos decir que lo invita a seguirle. Jesús es aquel hacia quien apuntaba toda la historia del Antiguo Testamento. Natanael preguntó con sencillez: «Es que, ¿puede salir algo bueno de Nazaret?» (Jn 1,46) y Felipe le dice: «¡Ven y verás!» (Jn 1,46). Cada uno de nosotros ha llegado a conocer a Cristo gracias a otra persona. Un sacerdote nos bautizó y nos da los demás sacramentos; en casa o en la parroquia nos enseñaron el catecismo; seguramente algún amigo o amiga en concreto nos ha atraído más hacia la fe... En cada cristiano, a lo largo de los siglos, se repite el evento de Felipe, Natanael y Jesús.

Cuando Jesús ve a Natanael dice: «¡Ahí tienes un verdadero israelita, sin falsedad!» (Jn 1,47) Israelita auténtico era aquel que sabe deshacerse de sus propias ideas cuando percibe que no concuerdan con el proyecto de Dios. El israelita que no está dispuesto a esta conversión no es ni auténtico, ni honesto. El esperaba al Mesías según la enseñanza oficial de la época (Jn 7,41-42.52). Por esto, inicialmente, no aceptaba a un mesías venido de Nazaret. Pero el encuentro con Jesús le ayudó a percibir que el proyecto de Dios no siempre es como la gente se lo imagina o desea que sea. Aquel hombre permaneció vacilante hasta que escuchó las palabras de Jesús, alabándole. Cristo demuestra que conoce perfectamente el interior del hombre, y por eso se permite elogiarle en público. ¿Y qué diría Jesús de nosotros? ¿Podría repetir las palabras que dirigió al santo que hoy contemplamos? Y tú, ¿qué opinión tienes de ti mismo? Natanael reconoce su engaño, cambia idea, acepta a Jesús como mesías y confiesa: «¡Maestro, tu eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel!» (Jn 1,49). La confesión que hace este Apóstol no es más que el comienzo. Quien sea fiel, verá el cielo abierto y los ángeles que suben y bajan sobre el Hijo del Hombre (Jn 1,51) y experimentará que Jesús es la nueva alianza entre Dios y nosotros, los seres humanos. 

Quien ha conocido a Cristo, ha recibido el mayor don de esta vida. Pero con el don viene una responsabilidad. ¡Cuánta gente no ha escuchado hablar de Cristo! ¡Cuántos saben de Él, pero no lo conocen en realidad, y por eso no lo aman! ¡Cuántos saben que está vivo y presente en la Eucaristía y no le visitan! Y cuántos de ellos viven a nuestro lado, trabajan junto a nosotros, pasan por nuestras mismas calles. No podemos guardarnos el mayor tesoro de la humanidad para nosotros mismos. Tenemos que compartirlo, transmitir la gran noticia: ¡hemos encontrado a Aquél que tanto anhela el corazón humano! Al igual que estos dos discípulos, nosotros hemos sido invitados a ir en busca de ese Mesías que viene como Salvador, nos ama y nos llama. Ahora jueves es un hermoso día para hacer una visita al Santísimo Sacramento y con María y los Apóstoles, meditar esta palabra de Jesús que ha cambiado la vida de tantas personas: «Sígueme»

Padre Alfredo.

miércoles, 23 de agosto de 2017

«MONEDAS POR LAS ALMAS»... Un pequeño pensamiento para hoy

La beata Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, hablaba constantemente de «monedas» por la salvación de las almas. Jesucristo, en una parábola que está en el Evangelio de San Mateo (Mt 20,1-16) y en otras más, habla de «monedas», monedas que recompensan el trabajo que se ha hecho en su viña, su Iglesia. ¿Con qué moneda nos pagará el Señor el trabajo que realizamos? La mejor paga que nos dará será la vida eterna, y esa paga será igual para todo aquel que haya querido trabajar en la viña, haya llegado muy temprano, a medio día o por la tarde a dar su tiempo y su esfuerzo por la viña buscando ganar «monedas para la salvación de las almas». Esta parábola de los trabajadores de la viña, es similar a la que tanto conocemos del hijo pródigo y su hermano mayor (Lucas 15,11-32). En ambas parábolas, se muestra la gracia que se le da a la persona que menos la merece y ofende a quienes piensan que ellos sí la merecen. La parábola del hijo pródigo es tan atrayente que nos roba el corazón. Pero también cuando veamos esta otra parábola de Mateo debemos alegramos de la misericordia que se le mostró a los que llegaron al último a dar el poco tiempo del día que les quedaba.

¡Cuánta necesidad hay en la viña de nuestro trabajo! Esa viña, que es la Iglesia, necesita de nosotros en las misiones, en nuestra ciudad, en nuestra parroquia, en nuestro grupo, quizás también en nuestra propia familia. Porque a unos les falta el pan material y a otros el alimento espiritual, que es la palabra de Dios. ¡Qué importa la edad o los medios que tengamos! ¡Qué importa la hora en que lleguemos! Cada uno tenemos una vocación muy concreta que Dios nos ha regalado, una misión insustituible. ¿Te has puesto a pensar cuál es tu misión? ¿Te has cuestionado por qué el Señor te llamó a esa determinada hora a trabajar en su viña? ¿Cuál es la paga que esperas? De entrada, como trabajadores en la viña, todos tenemos la misión de ser cristianos, por algo fuimos bautizados. Y un cristiano lo es en la medida que da testimonio con su vida en el lugar en donde se encuentra. Pienso en la paga hermosa que puede dar el Señor cuando leo el salmo 23: «Bondad y amor me acompañarán todos los días de mi vida, y habitaré en la casa de Yahvé por años sin término» (Sal 23,6).

Hay diversas maneras de trabajar en la viña del Señor: la oración, el consejo acertado, la ayuda económica, la coordinación de algún grupo, el colaborar en la enseñanza, la donación de tiempo en la misión, etc. Hay que echarle ganas en ese compromiso apostólico, y seguro que encontraremos realización en la entrega. Y si no, pregúntenle a Roberto González cuando decía: «¡Ahí viene el padre Alfredo… y cómo le dices que no!»… Cuando vivimos nuestro compromiso con Dios como Roberto, que sigue perseverando en el servicio del Señor con tanta entrega y generosidad, como muchos otros que conocí desde jovencitos, se capta con alegría que para Dios no hay «contratos» ni «intercambios mercantiles» como en el mundo consumista en el que vivimos. Para Dios hay cariño, entrega, servicio y gratitud. Y Él siempre quiere totalmente, infinitamente, a todos, independientemente de las «horas» y de la clase de tarea que se haya realizado en la viña. Cristo te necesita. Necesita tus manos, tu inteligencia, tu servicio para hacer algo por los demás en su viña. Es cuestión de decidirse a ser un apóstol imitando el «sí» de María y prepararse para el premio de la vida eterna que es la mejor paga. ¡Feliz y bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 22 de agosto de 2017

«MARÍA REINA»… Un pequeño pensamiento para hoy

¡Feliz martes lleno de bendiciones! Apenas acabamos de celebrar la asunción de María a los cielos y ya estamos de fiesta con ella nuevamente celebrándola como «María Reina». En la Biblia, dos veces, la Madre de Dios se adjudica el título de «sierva» (Lc 1, 38.48) y nunca se autonombra «Reina». A María, la mujer más santa que haya existido en la tierra, la llamamos Reina porque es Madre de Cristo, Rey de reyes, Señor de señores y Rey del universo. María también es Madre de todos los hombres y reina en nuestras vidas junto a su Hijo Jesús. Además, al ser asunta al cielo, fue coronada como tal por la Santísima Trinidad. El libro del Apocalipsis (Ap 12,1), en clave mariológica, nos muestra a la santísima virgen María con la luna bajo los pies y «una corona de doce estrellas sobre la cabeza». Según muchos estudiosos la luna representa la creación material y las estrellas, el mundo espiritual. Así, María es reina y señora del universo. En la comunión de los santos, María Reina sigue cooperando al designio salvador del Padre. Sigue siendo la misma, la mismísima: la que se entrega, como sierva, rendidamente a la voluntad de Dios. Ese es su reinado, esa es su corona, porque, al igual que su Hijo, nos muestra que su reino no es de este mundo (Jn 18,36).

¡Qué difícil es entrar en ese reino, el Reino de los Cielos, si se tienen ataduras en este mundo! Jesús, el Rey del universo nos lo recuerda en el Evangelio (Mt 19,23-30). Pero, como humanos, hemos de reconocer que sentimos siempre la atracción a las riquezas y a los bienes materiales, entonces, ¿quién podrá salvarse y alcanzar con María ese Reino de los Cielos? Jesús dice que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos (Mt 19,24. El proverbio del camello y del ojo de la aguja se usaba en aquellos tiempos para hablar de una cosa que era imposible, humanamente hablando porque un camello no entraba por el ojo de una aguja de coser ni por la aguja de las ciudades amuralladas. Por otra parte, la expresión «que un rico entre en el Reino», no se trata, en primer lugar de la entrada en el cielo después de la muerte, sino de la entrada en la comunidad que vive en torno a Jesús. Y hasta hoy es así. Los ricos difícilmente entran y se sienten en casa en las comunidades que tratan de vivir el evangelio según las exigencias de Jesús y que tratan de abrirse a los pobres, a los migrantes, a los excluidos de la sociedad. El cristiano, el seguidor de Jesús, es el que ha puesto su corazón en Jesús, en la amistad de Jesús, en vivir como Jesús vivió, porque sabe y experimenta que Jesús le da mucho más que las riquezas de este mundo, le da sentido, ilusión, amor, perdón, la alegría de vivir en esta tierra y la plenitud de la felicidad más allá de la muerte.

Pero Cristo nos dice que también los ricos pueden salvarse, porque para Dios todo es posible (Mt 19,26) y se requiere para ello una sola condición: que saquen de su corazón a las riquezas para colocar en su centro a Jesús. Pedro pregunta a Jesús por la «paga» que él y los demás seguidores del Reino van a recibir por lo que han hecho y dejado. Posiblemente, después de andar tanto con Jesús, Pedro no le volvería hacer esta pregunta. Se conformaría con seguir disfrutando de su amor, de su amistad, de su luz… en esta vida y en la otra gozando de los frutos del Reino, como María… ¡Una excelente paga! 

Padre Alfredo.

lunes, 21 de agosto de 2017

«Juventud y juventud acumulada»... Un pequeño pensamiento para hoy

¿Qué debo hacer con mi vida? ¿Alguna vez te has formulado esa pregunta? ¿Alguna vez se la has hecho a Jesús? La vida del creyente tiene sentido desde Cristo y desde sus amores. Seguir a Jesús exige esfuerzo, desprenderse de lo que uno más ama. Significa sacrificio, junto con alegría y realización humana. No hay que tener miedo a lo que nos exija la vivencia auténtica de nuestro cristianismo, porque no estamos solos. ¿Acaso Cristo nos va a abandonar? ¿No nos acompaña con sus sacramentos? ¿No nos va a consolar cada vez que le hablemos en la oración? Seguir a Cristo es el camino para aprovechar bien la vida. Aunque seguirle de cerca, es un gran compromiso, vale más que cualquier cosa. De ahí la pregunta: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para ganar la vida eterna?» (Mt 19,16).

Benedicto XVI —el Papa emérito—, comentando el pasaje del Evangelio que hoy ocupa mi reflexión matutina, que es sobre «el joven rico» (Mt 19,16-22) y explicándolo a los jóvenes dice unas palabras que me dejan pensando: «Ustedes han creído que Dios es la perla preciosa que da valor a todo lo demás: en la familia, en el estudio, en el trabajo, en el amor humano... en la vida misma. Han comprendido que Dios no les quita nada, sino que les da el ciento por uno y hace eterna su vida, porque Dios es Amor infinito: el único que sacia nuestro corazón. Me gustaría recordar la experiencia de san Agustín —dice el Papa, un joven que buscó con gran dificultad, durante mucho tiempo, fuera de Dios, algo que saciase su sed de verdad y de felicidad. Pero al final de este camino de búsqueda ha comprendido que nuestro corazón está sin paz mientras que no encuentre a Dios, mientras no repose en Él. ¡Queridos jóvenes! ¡Conserven su entusiasmo, su alegría, la que nace de haber encontrado al Señor, y sepan comunicarla también a sus amigos» (5 de julio de 2010).

El joven del evangelio sentía una inquietud en el fondo de su alma. Había decidido romper con el pecado. Seguramente tendría, como muchos de nosotros, amigos que estaban refugiados en el egoísmo, los placeres, la violencia, la indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Pero él no era así. Quería llegar a la vida eterna, y por eso se acercó a Jesús para preguntarle qué debía hacer. Pero este joven, aunque estaba bien dispuesto, no supo estar a la altura y se fue triste (Mt 19,22). ¡Qué contradicción! Poseía muchos bienes, había sido atrapado por el consumismo, por el materialismo y, en lugar de estar alegre, se marchó con un rostro marcado por la tristeza y el desengaño. En el fondo, no estaba dispuesto a decir sí a Jesús y optó por seguirse a sí mismo. Es la vida no solamente de gente joven, sino de mucha gente de diversas edades del mundo globalizado en el que vivimos. Muchos, apegados a tantas cosas, fácilmente se olvidan de Jesús y lo relegan a un lugar secundario alegando que no hay tiempo para ir a Misa el domingo, que no les alcanza el día para rezar el rosario, que es imposible formar parte de algún grupo en la Iglesia, que no alcanzan a leer ni siquiera un versículo de la Biblia. La beata María Inés decía, con el buen humor que la caracterizaba: «La juventud no se acaba, solo se acumula» ¡Cuánta verdad encierra esta frase! ¡Y con cuanta razón nos podemos aplicar la pregunta que se hace el joven del evangelio aunque seamos viejos! Que María Santísima, que siempre conservó el fuego de su juventud, cuando el Ángel le anunció que sería la Madre del Salvador y ella comprendió que eso significaba dejarlo todo por seguir la voluntad divina, nos ayude a descubrir que de nada sirve tener o hacer muchas cosas, si no está su Hijo Jesús en el centro de la vida. La observancia de los mandamientos es apenas el primer grado de una escala que va mucho más lejos y más alto (Mt 19,17). ¡Jesús pide más y con nuestra juventud, tal vez acumulada… le podemos seguir más de cerca! Feliz inicio de semana en este bendecido lunes.

Padre Alfredo.

domingo, 20 de agosto de 2017

«¡Ten compasión de mí!»… Un pequeño pensamiento para hoy

«Los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Dios no se equivoca al llamarnos, somos nosotros los que fallamos al cambiar muchas veces los planes de Dios. Todos somos hermanos de todos, sin distinción de razas, ni lenguas, hombre o mujer, esclavo o libre, porque todos somos hijos de un mismo Dios que nos ha llamado y su llamada es irrevocable, al igual que los dones que nos ha dado y que nos capacitan para seguirle. Los llamados somos todos hermanos en Cristo y por Cristo. La respuesta a esa llamada, cuando es sólida y verdadera, se convierte en una poderosa arma capaz de vencer todo obstáculo. La llamada cuando es escuchada de una manera confiada, produce una respuesta que sabe esperar contra toda esperanza. La respuesta a la llamada, cuando es insistente, se convierte en un método que nos hace discípulos-misioneros que actúan a tiempo y a destiempo y con insistencia suplican al Señor que siga derramando sus dones y fortalezca la fe. 

Todos —incluidos por supuesto los que asistimos cada domingo a Misa— necesitamos un poco del corazón de la mujer cananea que se encuentra con Cristo (Mt 15,21-28). Un corazón que sabiéndose llamado y amado, sea capaz de suplicar con fuerza la misericordia, gracias a los dones recibidos, incluida, por supuesto la fe. Cada domingo, en la Palabra que escuchamos y en el pan consagrado que comemos, vamos acrecentando la fe y los demás dones que hemos recibido. El Padre nos ha llamado a todos a la existencia, Jesús, entonces, al toparse con esta insistente mujer, no puede hacer otra cosa que atender su petición. El mismo Jesús tuvo que aceptar que su misión rompía los límites de las fronteras, razas, culturas y religiones. El amor de Dios se dirige a toda la humanidad sin excepción. No hay nadie despreciable para Dios. Todos están llamados a sentarse a su mesa. Y no como perritos, sino como hijos, porque en ella hay sitio para todos. Abrir las fronteras y no despreciar a nadie por ser diferente es una gran lección del evangelio de este domingo. Reconocer a las personas que, cerca de nosotros y de muchas maneras diferentes, gritan como la cananea: «Ten compasión de mí» (Mt 15,25), acogerlas y sentir con ellas, es nuestra misión como discípulos-misioneros. Así vamos preparando ya desde ahora el banquete del Reino al que Dios ha invitado a toda la humanidad. La bondad de Dios es universal, no excluye a nadie.

Como ha dicho el papa Francisco, «la petición de la mujer cananea es el grito de toda persona que busca amor, acogida y amistad con Cristo» (17.8.2014). Las enseñanzas contenidas en la Palabra de Dios tienen, por supuesto, un destino comunitario, una tarea dirigida a toda la Asamblea del Pueblo de Dios, pero también son una llamada personal e individual a todos y cada uno de quienes hemos recibido innumerables dones. Nosotros también somos «extranjeros», ¿nos sentimos próximos o lejanos de la mentalidad de esta mujer cananea? A veces creemos que hacen falta milagros para que brote la fe. Jesús, en su Evangelio, nos hace ver que es la fe la que hace brotar los milagros en cualquier lugar que se presente. Dios extiende su compasión a quienes creen en él. Como dice María en el Magníficat: «su misericordia alcanza de generación en generación» (Lc 1,50). Que ella nos ayude para comprender la gentileza del Señor que nos ha llamado y nos da sus dones. “¡Qué grande es tu fe!» (Mt 15,28), le dice el Señor a la mujer. Y... ¡qué gentil es el Señor! Nos da crédito por lo que no viene de nosotros sino de él. ¡Si la fe es un regalo que él mismo nos ha dado! Que pasen un excelente domingo.

Padre Alfredo.

sábado, 19 de agosto de 2017

Ser como niños para entrar al Reino... Un pequeño pensamiento para hoy

Para entrar en el Reino de los Cielos hay que hacerse como niños, dice Jesús en el Evangelio (Mt 19,13-15). De alguna manera, cuando leemos este pasaje, entendemos que la lógica de Jesús no es la nuestra. Los niños no contaban para nada en el mundo judío de la época de Jesús, de la misma manera que hoy sucede en algunas culturas, por eso a los discípulos les resultaba hasta molesto que la gente pretendiera que los niños se acercaran a Jesús. Él, como muchas otras veces, les desconcierta. ¡El reino de los cielos va a ser para los que son como los niños! Pero en este mundo... ¿a quién se le antoja ser como los niños? Pretendemos crecer y ser adultos, «madurar» y dejarnos de infantilismos... ¡Y seguro que todo ello está bien! Pero con el paso del tiempo hemos dejado de ser niños y, sin saber por qué, parece que hemos perdido a la vez, aquella inocencia que nos hacía dignos de entrar en el Reino de los cielos. En los tiempos de Cristo, los niños no eran conocedores de la Ley y, por supuesto no la practicaban. Se les despreciaba como a los pobres, a las mujeres, a los enfermos crónicos, a los extranjeros. Y si se les despreciaba, no querían que Cristo los bendijera. 

A la frase de Jesús pidiendo que los niños se acerquen a Él, le siguió la que todos tenemos grabada en el corazón y que lo dice todo: «porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 19,14). La vida de Jesús estuvo llena de detalles hacia los niños, mujeres, pobres y enfermos, las personas menos consideradas por la sociedad de la época. La Iglesia que hemos de seguir construyendo es esta, la que Cristo inició, la que no puede despreciar a nadie, mucho menos a los más pequeños que en plena Misa se sueltan llorando, que quieren correr por el pasillo central porque les parece enorme, que preguntan que por qué Jesusito está «morido», que a la hora de comulgar piden a los papás «papitas de Dios»... ¿Dejamos que los niños se acerquen a Dios, o preferimos que mejor no vengan al Templo para que no molesten? ¿Dejamos que los niños conozcan a Dios explicándoles desde pequeños nuestra fe o los dejamos a la deriva que corran, salten y brinquen en plena Misa? ¿Los llevamos a la Misa Dominical y nos hacemos responsables de ellos o mejor no vamos? ¿Les llevamos un juguetito «silencioso» o les soltamos las llaves para que hagan cuanto ruido puedan y se entretengan? ¿Sabemos las estadísticas de los abortos diarios por el desprecio a los niños? ¡Qué va! También en nuestro ambiente se desprecia con frecuencia entonces a los niños. No se les hace caso, no se les ayuda a crecer como Dios quiere en nuestra fe... ¡Hay mucho que hacer por ellos, para llegar a ser como ellos y entrar al Reino! 

¿Cómo tratarían José y María a Jesús niño? ¿Qué recuerdos le quedarían a él de su participación en la sinagoga de pequeño? ¿Cómo iría aprendiendo a vivir la fe y a comportarse en las celebraciones de su tiempo? ¡Por algo diría que el Reino de los Cielos es de los que son como los niños! Y es que el niño es alguien que no se vale por sí mismo, tiene que ser enseñado, acompañado: El niño es tan débil como el pobre o el marginado, tiene necesidad de los demás. Ojalá dejemos que José y María, que deben haber sido unos padres extraordinarios, iluminen este sábado y siempre el corazón de tantos papás y abuelos que cuidan de los niños, para no dejar escapar esta Palabra de Dios sin que fecunde su actuar. y entender lo que Jesús pretende decir Al reino se entra por la pobreza y por la debilidad. Con un corazón de niño: Un corazón sencillo, un corazón limpio, un corazón sin prejuicios un corazón siempre abierto a la novedad. Hasta el mismo Dios se hizo niño como cualquier niño. Y hasta Jesús nos propone al niño como modelo para ingresar al Reino de Dios. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

viernes, 18 de agosto de 2017

Dos realidades vividas con felicidad... Un pequeño pensamiento para hoy

El estilo de vida que yo llevo, como célibe, viviendo en castidad consagrada, no equivale a arrojar una sombra sobre el estado matrimonial. Por el contrario, conviene tener presente siempre lo que afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «Estas dos realidades, el sacramento del matrimonio y la virginidad por el reino de Dios, vienen del Señor mismo, Es él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad. La estima de la virginidad por el reino y el sentido cristiano del matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente» (n.1.620; cf. Redemptionis donum, 11). Yo creo que cada una de estas dos vocaciones, con sus dones y exigencias, exige «la debida madurez psicológica y afectiva» (Perfectae caritatis, 12). Esta madurez es indispensable para perseverar. ¡Cómo me duele que hoy sea tan fácil dejar una y otra vocación sin luchar! ¡No entiendo a mucha gente joven que, a la primera de cambio se divorcia o deja el convento o el ministerio sacerdotal! ¡Me cuestiona mucho ver vidas consagradas y matrimoniales vividas a medias entregando muy poco! ¡Tenemos que ser más fuertes, más valientes, más audaces como tantos santos casados y consagrados que lo dieron todo y vivieron alegres por seguir a Jesús! ¡Veamos juntos a María que vivió estas dos realidades con tanta felicidad!

El Evangelio nos da las condiciones para seguir con fidelidad a Cristo en este aspecto: la confianza en el amor divino y su invocación, estimulada por la conciencia de la debilidad humana, una conducta prudente y humilde; y, sobre todo, una vida de intensa de unión con Cristo en la oración. Unos y otros, casados y consagrados, hemos de rezar pidiendo al Señor la perseverancia y la fidelidad. Aquí estriba, bien lo sabemos, el secreto de la fidelidad a Cristo como esposo único del alma en estas dos vocaciones, única razón de nuestro existir. Bien decía la beata María Inés Teresa: «La única realidad, eres Tú, Jesús». Unos versículos del Evangelio de san Mateo (19,3-12), hablan de estas dos vocaciones. Jesús, en este trocito del Evangelio, lanza una llamada a favor de la indisolubilidad del matrimonio. El texto afirma que «solo pueden entender esta palabra los que han recibido el don», ya que para Jesús la concepción humana del amor conyugal es «un don de Dios» y su doctrina no es entendida por todos. Respecto al celibato, invita a la continencia perpetua a los que quieran consagrarse exclusivamente al Reino de los Cielos. 

Cabe destacar la insistencia de Jesús en dos puntos: primero, la libertad que requiere la decisión del celibato «por razón del reino de Dios», cuestión que no es impuesta ni por la naturaleza ni por la fuerza; y segundo, que el Reino de Dios es la motivación profunda de esta decisión voluntaria. El Papa Francisco dice a los matrimonios: «el matrimonio no es "una ficción" sino que pertenece a la "vida real" por lo que tendrán que afrontar "con reciprocidad" las diversas circunstancias con las que se topen en su camino. Y un consejo “Para un buen matrimonio hay que enamorarse muchas veces, siempre de la misma persona”» (14 sep. 2014). A los consagrados, el Papa nos recuerda: «Cuanto más enraizados estemos en Cristo, más vivos y fecundos seremos. Así el consagrado conservará la maravilla, la pasión del primer encuentro, la atracción y la gratitud en su vida con Dios y en su misión”. En este sentido, la calidad de nuestra consagración depende de cómo sea nuestra vida espiritual» (29 abr. 2017). Vivamos felices nuestra vocación y hoy, que es viernes, y recordamos la entrega de Cristo por nuestra salvación, démoslo todo también nosotros, para seguir construyendo una nueva civilización en el amor. ¡Feliz y bendecido día!

Padre Alfredo.

jueves, 17 de agosto de 2017

«Hasta setenta veces siete»... Un pequeño pensamiento para hoy


Jesús enseña en el Evangelio, que hay que perdonar. Y habla de perdonar al hermano en todo, no de perdonar algún tipo de falta en específico. El perdón que exige el Maestro no depende del tipo de falta o la gravedad de la misma. No se puede perdonar más o menos. O sí, o no, sino simplemente «perdonar». Ello nos exige ser compasivos con los demás como el Padre es compasivo con nosotros (cf. Lc 6, 36-38). El Evangelio habla de «perdonar setenta veces siete» (cf. Mt 18,21-35.19,1) y eso quiere decir «siempre», en todas las ocasiones y todas las veces que se nos pida, porque Dios mismo perdona y da una nueva oportunidad siempre. «¡Hasta setenta veces siete!» (Mt 18,22). A veces decimos que hay que esperar a que el tiempo nos haga olvidar los malos recuerdos, esperando que las cosas se borren de la memoria.


Eso no sería perdonar, sino enterrar, y es tener dentro de nosotros una especie de cadáver que ocupa espacio y perturba. Jesús en su enseñanza y en su exigencia va más allá, se trata de perdonar, de poder recordar a esa persona con compasión, con misericordia, sin odio ni deseos de venganza, porque ciertamente no se le puede olvidar, ni a ella ni al momento, sino ponerla en la mente y en el corazón en el lugar que le corresponde, el de la misericordia. La Iglesia, como Madre y Maestra, sabe lo que esto cuesta, por eso nos ofrece algo que no es patrimonio únicamente de la Cuaresma; cuando no podamos perdonar, los sacrificios, los ayunos y todos los momentos de oración, se hacen «camino hacia el perdón», un intento de disponer nuestro interior para poder dar el paso del perdón. Pienso en la pregunta limitante que hace Pedro (Mt 18,21) y en la respuesta generosa de Jesús (Mt 18,22).

¡Qué claro y exagerado contraste desarrolla Jesús ayudándose de la parábola del siervo despiadado! (Mt 18,23-35) Medito en mi disposición a perdonar de corazón y en el anhelo permanente de ser perdonado y me vienen preguntas: ¿A quién debo perdonar de corazón y aún no lo he hecho? ¿Le pongo límites a mi perdón? ¿Soy tolerante y generoso con el perdón que espero recibir y con el que estoy dispuesto a dar? El amor de Cristo es suficiente no sólo para salvarnos de nuestros pecados, sino para aún perdonarnos y darnos, con el sacramento de la reconciliación, la garantía de que la presencia del pecado será erradicada de nosotros. Así que tenemos una pregunta pasada, una respuesta presente y una redención futura que ha de ser manifestada a plenitud. Dios nos perdona cada vez que vamos a él arrepentidos y nos confesamos. ¡Porque su gracia es mayor que las cuentas matemáticas que podamos hacer desde nuestra mezquindad!... Aprovecho para pedir perdón, otorgar mi perdón y para invitarles a vivir intensamente este Jueves agradeciendo el don que recibimos en el sacramento del perdón.

Padre Alfredo.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Discípulos-misioneros en comunidad... Un pequeño pensamiento para hoy

La primera invitación que Jesús hace a toda persona, que ha vivido el encuentro con él, es la de ser su discípulo para poner sus pasos en sus huellas y formar parte de la comunidad. ¡Nuestra mayor alegría es la de ser discípulos suyos y formar parte de una comunidad: La Iglesia! Él nos llama a cada uno por nuestro nombre, conociendo a fondo nuestra historia y las dificultades que envuelven nuestra existencia (cf. Jn 10,3), para convivir con él y con los hermanos y enviarnos a continuar su misión (cf. Mc 3,14-15). ¡Somos discípulos-misioneros en una comunidad! Y como dice el documento de Aparecida: «Cuando crece nuestra conciencia de pertenencia a Cristo, crece también el ímpetu de comunicar a todos el don de ese encuentro» (cf. DA 145).

Somos corresponsables de la vida y de la felicidad de los hermanos. En la comunidad no se debe perder ningún aliento de vida. Hemos recibido la encomienda de ser «discípulos-misioneros» para ir juntos, alentar, acompañar, animar y ayudarnos con la corrección fraterna, con la que hay que remediar lo que rompe la convivencia cristiana. El discípulo-misionero, dentro y fuera de la comunidad de los creyentes, vive siempre desde una actitud de servicio y no desde una supuesta primacía moral o hipocresía de este mundo; vive desde la autoconciencia de la propia debilidad y no desde la perfección ética del que indirectamente humilla con la debilidad que se pretende corregir al que supuestamente nada sabe o anda mal. La corrección fraterna, cuando brota de un corazón que se ha encontrado con Cristo, se ejerce como una experiencia compartida de misericordia, donde el que corrige, como el corrector, se sienten necesitados de perdón y acogida, porque, en la convivencia de las personas siempre hay desajustes, roces, molestias. Nadie estamos libres de estas situaciones. Como suele  decirse, «esto pasa hasta en las mejores familias». Cuánto más en la comunidad cristiana o en el grupo de apostolado.

La comunidad de los creyentes es un espacio fraterno en donde todos, en esa condición de discípulos-misioneros, crecemos cada día en la fe, sabedores de que nuestra fuerza es nuestra patente debilidad, como lo reconoce san Pablo cuando dice: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (cf. 2 Cor 12,10). La comunidad, es el domicilio conocido de Jesús de Nazaret y de su Espíritu, garantes en todo momento del gozo, de la alegría, de la esperanza y del perdón que todos en ella recibimos y disfrutamos. Una comunidad orante, es lugar cierto de la presencia de Cristo que nos reúne en torno a él y a su Madre Santísima. Por eso es tan importante rezar en comunidad, en familia, con los amigos, en el grupo, con los compañeros de trabajo. Entonces la fuerza de nuestra oración es infinita (Mt 18,19). ¡Que tengan un miércoles muy bendecido en su comunidad!

Padre Alfredo.

martes, 15 de agosto de 2017

Ganar la Indulgencia Plenaria a lo largo de nuestra vida...


El Papa Francisco, cuando concluyó el «Año de la Misericordia»  dijo que aunque se clausuraba ese especialísimo jubileo, nos recordaba que la puerta de la misericordia de nuestro Dios siempre permanece abierta. Al igual que no termina la misericordia, tampoco desaparece la posibilidad de ganar la indulgencia plenaria a lo largo de nuestra vida. Siempre tenemos la posibilidad de ganar esa gracia en la vida de la Iglesia.

Recordemos que hay dos tipos de indulgencia, la plenaria, que borra todas las penas debidas a nuestros pecados, y la parcial, que lo hace solo en parte. Y para obtenerlas, tan solo debemos realizar algunos actos concretos que nos marca nuestra santa madre la Iglesia y que están descritos en un decreto vaticano llamado: «Enchiridium Indulgentiarum», siempre y cuando reunamos las debidas disposiciones: desapego total del pecado; confesar sacramentalmente los pecados; recibir la sagrada Eucaristía; y orar por las intenciones del Papa.

Aquí tenemos una lista con los actos concretos con los que un católico puede ganar la indulgencia plenaria:

• Rezar la oración «Te Deum» el 1 de enero o en la solemnidad de Pentecostés.

• Rezar la oración «Tantum ergo» el Jueves Santo después de la Misa In Coena Domini o en la acción litúrgica del Corpus Christi.

• Rezar públicamente la oración de acto de desagravio del Papa Pío XI el día del Sagrado Corazón.

• Rezar la oración «Oh mi amado y buen Jesús…» los viernes de Cuaresma ante Jesucristo Crucificado.

• Rezar la oración «Veni Creator» el 1 de enero o en la Solemnidad de Pentecostés.

• Rezar el Vía Crucis ante las estaciones, pasando de una a una, por lo menos quien lo dirige, meditando las escenas si se desea, con alguna oración vocal.

• Rezar del Santo Rosario en una iglesia, en un oratorio, en familia, o en comunidad.

• Adorar al Santísimo durante media hora o más.

• Adorar la Cruz en la acción litúrgica del Viernes Santo.

• Realizar Ejercicios Espirituales al menos de tres días de duración.

• Recibir la bendición papal Urbi et Orbi de modo presencial, por radio o televisión.

• Asistir al rito con que se clausura un Congreso Eucarístico.

• Al sacerdote que celebra los 25, 50, 60 años de su ordenación (extensiva a quienes le acompañen en la Santa Misa).

• Leer la Sagrada Escritura durante al menos media hora.

• Visitar la iglesia parroquial en la fiesta titular y el 2 de agosto (indulgencia de la Porciúncula). Lo mismo vale para la Iglesia catedral o co-catedral o para las iglesias cuasi-parroquiales.

• Recibir la bendición apostólica en peligro de muerte inminente.

• Visitar una iglesia u oratorio el día de su patrono o fundador, rezando un padrenuestro y un credo.

• Visitar las Basílicas Patriarcales o Mayores de Roma el día de la fiesta titular, rezando el padrenuestro y un credo.

• Visitar una iglesia u oratorio el día de todos los fieles difuntos. (Esta indulgencia sólo es aplicable a las almas del purgatorio).

• Visitar una iglesia o altar en el día de su dedicación, rezando un padrenuestro y un credo.

• Usar el día de los Santos Pedro y Pablo (29 de junio) algún objeto piadoso bendecido por el Papa o un obispo, rezando un credo.

• Al nuevo sacerdote en su primera Misa solemne y a quienes asistan a ella.

• Renovación de las promesas del bautismo: en la Vigilia pascual o en el aniversario del bautismo.

• Visitar la iglesia en que se celebra el Sínodo diocesano mientras éste dura, rezando el padrenuestro y el credo.

• Visitar las iglesias estacionales en su día propio, asistiendo a las funciones de la mañana o de la tarde.

• Al quien hace la Primera Comunión y a quienes le acompañan.

• Visita al cementerio en los primeros ocho días del mes de noviembre, orando por los fieles difuntos.

Esto nos puede ayudar a no desperdiciar esta gracia especialísima de la Indulgencia Plenaria.

Padre Alfredo.