Es muy significativo que el Evangelio de este domingo (Mt 14, 22-33), nos presente a Jesús —luego del episodio de la multiplicación de los panes— retirándose a solas para orar y entrar en contacto con el Padre en una experiencia muy personal y particular, que refleja muy claramente de dónde recibe Jesús esa «fuerza salvífica» de la que hablan los evangelistas. Mientras Jesús ora, los discípulos, en la barca, están tal vez comentando el acontecimiento espectacular de la multiplicación, ya que el impacto debe haber sido tremendo, pero el viento es contrario y cuando ven acercarse a Jesús piensan que es un fantasma y dan gritos de terror. El Señor los calma y Pedro se emociona de ver que Jesús se ha acercado caminando sobre las aguas... ¡Qué osadía de Pedro... pedirle a Jesús que lo haga ir hacia Él caminando sobre la superficie! ¿Estamos diseñados para caminar sobre las aguas? ¡Pero si Jesús camina así y si multiplicó los panes por qué yo no!, debe haber pensado Pedro.
¡Cómo nos llama la atención lo espectacular, lo que se salga de lo ordinario, lo que sea llamativo! Pobre Pedro, emocionado pensando solamente en él, deja a los otros en la barca, se olvida de su comunidad, de sus amigos, y se lanza a algo muy atrevido. No nos conocemos suficientemente, nos emocionamos por lo espectacular y nos olvidamos de bajar a lo profundo de nosotros mismos. Pedro era un hombre generoso, pero también impulsivo, terco y primario, por eso se lanza fácilmente a realizar algo que no es ordinario, creyendo que así será más fácil ir con Jesús sin tener en cuenta a los demás. De alguna forma Jesús le desafió a que confiara en él y no en sí mismo. ¿Por qué no le invitó a subir a la barca con todos? ¿Por qué si Jesús le dijo «¡Ven!» él no les dijo a los demás «¡Vamos!»
Pedro es uno de los que con todos gritan por el fantasma, pero después, envalentonado, pasa a una actitud petulante y atrevida, como para presumir a los demás, y al final, se angustia al ver su propia realidad. Ha sido egoísta y presuntuoso, se da cuenta de que sólo la fe en Jesús sostiene nuestras vidas, por eso grita: «¡Señor, sálvame!» (Mt 14,30). ¡Qué poca fe! Como tú y yo tantas veces. Pero, no importa, acudamos como Pedro al Señor. También a nosotros nos tomará de la mano cuando por nuestro egoísmo y vanidad todo parezca perdido y nos salvará. Jesús pasó la vida haciendo el bien (Hch 10,38), curando a los enfermos y amando a todos los que se encontró por el camino precisamente en nombre de Dios, no solamente haciendo cosas espectaculares. Y a nosotros se nos olvida que es así como podemos imitarlo. Somos hombres y mujeres de poca fe, olvidando que en la vida ordinaria de cada día es donde podemos imitarle y seguirle, como María, que en su sencillez de Nazareth no hizo otra cosa que vivir para Él guardando sus enseñanzas en el corazón (Lc 2,19) y luego las ponía en práctica (Mt 12,50). ¡Feliz domingo, sin tantas cosas espectaculares y con el gozo de asistir a Misa!
Padre Alfredo.
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