«¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros?» (cf. (Mt 13,54-58). Eran estas algunas de las preguntas que los compatriotas de Jesús se hacían. «Los de Nazaret —dice san Juan Crisóstomo— se admiraban de Él, pero esta admiración no les llevó a creer, sino a sentir envidia». Cristo no se pasaba los días anunciando sus títulos y credenciales sino anunciando gozosamente la llegada del Reino con sencillez y humildad. Pero los suyos... ¿qué esperaban?
Así, con esa misma sencillez y humildad de nuestro Salvador, llegó san Juan María Vianney —a quien la Iglesia celebra el día de hoy— a Ars, con sus compatriotas en Francia. Ellos, que ni quiera mostraban el más mínimo interés por escuchar a uno de los suyos, fueron cambiando el corazón cuando vieron que la fama de aquel padrecito, poco agraciado físicamente y que utilizaba un lenguaje ordinario que llamaba a las cosas por su nombre, atraía a tanta gente de fuera que llegaba a confesarse con el llamado «cura de Ars».
¿De dónde le venía a san Juan María Vianney esa sabiduría? No de otra parte que de la oración, pues de dónde podía sacar fuerza para estar, durante los últimos diez años de su vida, de dieciséis a dieciocho horas diarias en el confesionario. Él, recurriendo mucho a la sencillez de Cristo y María, decía: «La oración abre los ojos del alma, le hace sentir la magnitud de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y de temer su propia debilidad». (Sermón sobre la oración). Animémonos a ser nosotros también profetas de nuestro tiempo y, para eso, hagamos oración. La vida pasa muy de prisa y no podemos perder el tiempo nos crean o no los de cerca... ¡Por cierto, me encomiendo a sus oraciones, hoy cumplo 28 años de haber sido ordenado sacerdote!
Padre Alfredo.
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