¡Feliz martes lleno de bendiciones! Apenas acabamos de celebrar la asunción de María a los cielos y ya estamos de fiesta con ella nuevamente celebrándola como «María Reina». En la Biblia, dos veces, la Madre de Dios se adjudica el título de «sierva» (Lc 1, 38.48) y nunca se autonombra «Reina». A María, la mujer más santa que haya existido en la tierra, la llamamos Reina porque es Madre de Cristo, Rey de reyes, Señor de señores y Rey del universo. María también es Madre de todos los hombres y reina en nuestras vidas junto a su Hijo Jesús. Además, al ser asunta al cielo, fue coronada como tal por la Santísima Trinidad. El libro del Apocalipsis (Ap 12,1), en clave mariológica, nos muestra a la santísima virgen María con la luna bajo los pies y «una corona de doce estrellas sobre la cabeza». Según muchos estudiosos la luna representa la creación material y las estrellas, el mundo espiritual. Así, María es reina y señora del universo. En la comunión de los santos, María Reina sigue cooperando al designio salvador del Padre. Sigue siendo la misma, la mismísima: la que se entrega, como sierva, rendidamente a la voluntad de Dios. Ese es su reinado, esa es su corona, porque, al igual que su Hijo, nos muestra que su reino no es de este mundo (Jn 18,36).
¡Qué difícil es entrar en ese reino, el Reino de los Cielos, si se tienen ataduras en este mundo! Jesús, el Rey del universo nos lo recuerda en el Evangelio (Mt 19,23-30). Pero, como humanos, hemos de reconocer que sentimos siempre la atracción a las riquezas y a los bienes materiales, entonces, ¿quién podrá salvarse y alcanzar con María ese Reino de los Cielos? Jesús dice que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos (Mt 19,24. El proverbio del camello y del ojo de la aguja se usaba en aquellos tiempos para hablar de una cosa que era imposible, humanamente hablando porque un camello no entraba por el ojo de una aguja de coser ni por la aguja de las ciudades amuralladas. Por otra parte, la expresión «que un rico entre en el Reino», no se trata, en primer lugar de la entrada en el cielo después de la muerte, sino de la entrada en la comunidad que vive en torno a Jesús. Y hasta hoy es así. Los ricos difícilmente entran y se sienten en casa en las comunidades que tratan de vivir el evangelio según las exigencias de Jesús y que tratan de abrirse a los pobres, a los migrantes, a los excluidos de la sociedad. El cristiano, el seguidor de Jesús, es el que ha puesto su corazón en Jesús, en la amistad de Jesús, en vivir como Jesús vivió, porque sabe y experimenta que Jesús le da mucho más que las riquezas de este mundo, le da sentido, ilusión, amor, perdón, la alegría de vivir en esta tierra y la plenitud de la felicidad más allá de la muerte.
Pero Cristo nos dice que también los ricos pueden salvarse, porque para Dios todo es posible (Mt 19,26) y se requiere para ello una sola condición: que saquen de su corazón a las riquezas para colocar en su centro a Jesús. Pedro pregunta a Jesús por la «paga» que él y los demás seguidores del Reino van a recibir por lo que han hecho y dejado. Posiblemente, después de andar tanto con Jesús, Pedro no le volvería hacer esta pregunta. Se conformaría con seguir disfrutando de su amor, de su amistad, de su luz… en esta vida y en la otra gozando de los frutos del Reino, como María… ¡Una excelente paga!
Padre Alfredo.
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