«Los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Dios no se equivoca al llamarnos, somos nosotros los que fallamos al cambiar muchas veces los planes de Dios. Todos somos hermanos de todos, sin distinción de razas, ni lenguas, hombre o mujer, esclavo o libre, porque todos somos hijos de un mismo Dios que nos ha llamado y su llamada es irrevocable, al igual que los dones que nos ha dado y que nos capacitan para seguirle. Los llamados somos todos hermanos en Cristo y por Cristo. La respuesta a esa llamada, cuando es sólida y verdadera, se convierte en una poderosa arma capaz de vencer todo obstáculo. La llamada cuando es escuchada de una manera confiada, produce una respuesta que sabe esperar contra toda esperanza. La respuesta a la llamada, cuando es insistente, se convierte en un método que nos hace discípulos-misioneros que actúan a tiempo y a destiempo y con insistencia suplican al Señor que siga derramando sus dones y fortalezca la fe.
Todos —incluidos por supuesto los que asistimos cada domingo a Misa— necesitamos un poco del corazón de la mujer cananea que se encuentra con Cristo (Mt 15,21-28). Un corazón que sabiéndose llamado y amado, sea capaz de suplicar con fuerza la misericordia, gracias a los dones recibidos, incluida, por supuesto la fe. Cada domingo, en la Palabra que escuchamos y en el pan consagrado que comemos, vamos acrecentando la fe y los demás dones que hemos recibido. El Padre nos ha llamado a todos a la existencia, Jesús, entonces, al toparse con esta insistente mujer, no puede hacer otra cosa que atender su petición. El mismo Jesús tuvo que aceptar que su misión rompía los límites de las fronteras, razas, culturas y religiones. El amor de Dios se dirige a toda la humanidad sin excepción. No hay nadie despreciable para Dios. Todos están llamados a sentarse a su mesa. Y no como perritos, sino como hijos, porque en ella hay sitio para todos. Abrir las fronteras y no despreciar a nadie por ser diferente es una gran lección del evangelio de este domingo. Reconocer a las personas que, cerca de nosotros y de muchas maneras diferentes, gritan como la cananea: «Ten compasión de mí» (Mt 15,25), acogerlas y sentir con ellas, es nuestra misión como discípulos-misioneros. Así vamos preparando ya desde ahora el banquete del Reino al que Dios ha invitado a toda la humanidad. La bondad de Dios es universal, no excluye a nadie.
Como ha dicho el papa Francisco, «la petición de la mujer cananea es el grito de toda persona que busca amor, acogida y amistad con Cristo» (17.8.2014). Las enseñanzas contenidas en la Palabra de Dios tienen, por supuesto, un destino comunitario, una tarea dirigida a toda la Asamblea del Pueblo de Dios, pero también son una llamada personal e individual a todos y cada uno de quienes hemos recibido innumerables dones. Nosotros también somos «extranjeros», ¿nos sentimos próximos o lejanos de la mentalidad de esta mujer cananea? A veces creemos que hacen falta milagros para que brote la fe. Jesús, en su Evangelio, nos hace ver que es la fe la que hace brotar los milagros en cualquier lugar que se presente. Dios extiende su compasión a quienes creen en él. Como dice María en el Magníficat: «su misericordia alcanza de generación en generación» (Lc 1,50). Que ella nos ayude para comprender la gentileza del Señor que nos ha llamado y nos da sus dones. “¡Qué grande es tu fe!» (Mt 15,28), le dice el Señor a la mujer. Y... ¡qué gentil es el Señor! Nos da crédito por lo que no viene de nosotros sino de él. ¡Si la fe es un regalo que él mismo nos ha dado! Que pasen un excelente domingo.
Padre Alfredo.
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