La primera invitación que Jesús hace a toda persona, que ha vivido el encuentro con él, es la de ser su discípulo para poner sus pasos en sus huellas y formar parte de la comunidad. ¡Nuestra mayor alegría es la de ser discípulos suyos y formar parte de una comunidad: La Iglesia! Él nos llama a cada uno por nuestro nombre, conociendo a fondo nuestra historia y las dificultades que envuelven nuestra existencia (cf. Jn 10,3), para convivir con él y con los hermanos y enviarnos a continuar su misión (cf. Mc 3,14-15). ¡Somos discípulos-misioneros en una comunidad! Y como dice el documento de Aparecida: «Cuando crece nuestra conciencia de pertenencia a Cristo, crece también el ímpetu de comunicar a todos el don de ese encuentro» (cf. DA 145).
Somos corresponsables de la vida y de la felicidad de los hermanos. En la comunidad no se debe perder ningún aliento de vida. Hemos recibido la encomienda de ser «discípulos-misioneros» para ir juntos, alentar, acompañar, animar y ayudarnos con la corrección fraterna, con la que hay que remediar lo que rompe la convivencia cristiana. El discípulo-misionero, dentro y fuera de la comunidad de los creyentes, vive siempre desde una actitud de servicio y no desde una supuesta primacía moral o hipocresía de este mundo; vive desde la autoconciencia de la propia debilidad y no desde la perfección ética del que indirectamente humilla con la debilidad que se pretende corregir al que supuestamente nada sabe o anda mal. La corrección fraterna, cuando brota de un corazón que se ha encontrado con Cristo, se ejerce como una experiencia compartida de misericordia, donde el que corrige, como el corrector, se sienten necesitados de perdón y acogida, porque, en la convivencia de las personas siempre hay desajustes, roces, molestias. Nadie estamos libres de estas situaciones. Como suele decirse, «esto pasa hasta en las mejores familias». Cuánto más en la comunidad cristiana o en el grupo de apostolado.
La comunidad de los creyentes es un espacio fraterno en donde todos, en esa condición de discípulos-misioneros, crecemos cada día en la fe, sabedores de que nuestra fuerza es nuestra patente debilidad, como lo reconoce san Pablo cuando dice: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (cf. 2 Cor 12,10). La comunidad, es el domicilio conocido de Jesús de Nazaret y de su Espíritu, garantes en todo momento del gozo, de la alegría, de la esperanza y del perdón que todos en ella recibimos y disfrutamos. Una comunidad orante, es lugar cierto de la presencia de Cristo que nos reúne en torno a él y a su Madre Santísima. Por eso es tan importante rezar en comunidad, en familia, con los amigos, en el grupo, con los compañeros de trabajo. Entonces la fuerza de nuestra oración es infinita (Mt 18,19). ¡Que tengan un miércoles muy bendecido en su comunidad!
Padre Alfredo.
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