sábado, 30 de julio de 2011

¿Y tú… ¿qué traes en tu bolsa?

Las mujeres, desde tiempos ancestrales, han estado acostumbradas a cargar con una especie de morral o por lo menos de bolsa de supermercado elegante bajo el brazo o sobre el hombro. Muchas de ellas se han hecho acreedoras al título muy merecido de “chachareras”. ¿Por qué chachareras?, pues porque acarrean con cuánta cháchara se les ocurre meter dentro de su bolsa de mano, sin la cual por supuesto, no pueden salir jamás a la calle.

La bolsa de mujer antes de salir de casa se preparara a recibir cuanto objeto podamos imaginar… ¡Virgen Santa, qué inmensidad![1] Que si el fijador, que si el pintalabios perfecto, que si la sombrita y el delineador para transformarse los ojos, que si el rímel y el pinta cachete, que si el labial, que si el enchinador de las pestañas, o como vi hace poco: ¡Una cuchara para ese fin!, el lápiz para las cejas, etc. y allí van todas esas herramientas  y artefactos extraños de belleza para retacar la bolsa y de allí al asiento del carro, del metro o del camión… ¡algo les faltó!, por si hay que darse una manita de gato o un zarpazo de tigre antes de llegar al trabajo, desayuno, reunión, clase de Biblia o lo que sea porque hay que estar bien presentada para los demás.

Obviamente que ya la bolsa con todo lo que se ha metido a última hora ha quedado bastante llena, pero durante el día, se expandirá considerablemente y seguirán echándole cosas; el celular con su cargador (por si las moscas… se le puede ofrecer a alguien) y el montón de colguijitos que suenan; la agenda electrónica y la tradicional por si falla la otra; el lunch y una coca light, sacarina o nutrasweet y unos sobrecitos de crema para el café con el vasito de plástico plegable (son dos raciones de todo, una para compartir).


No puede faltar un par de chanclitas ligeras, pañuelos desechables y demás cosas personales inmencionables aquí; una lima y una pintura para las uñas, amén de acetona y esponjitas para separar los dedos de los pies por si hay tiempo de pintarse; papeles acumulados como: Recibos de pagos propios y notas con encargos ajenos para pagarle a alguien el recibo, un block de notas, un lapicero, por supuesto sacapuntas, un pequeño directorio de teléfonos, fotografías de seres queridos, y… ¡la cartera!, ¡uf!; la cartera con sus varios compartimentos para tarjetas de crédito, débito, tarjetas de descuento y credenciales varias de identificación, la chequera, el monedero, y hasta un pequeño estuchito de manicure que consiste en un par de tijeritas, un corta-uñas, una limita discreta (otra a parte de la que ya se mencionó), un palillo y una navajita de cortar porque alguien los puede necesitar.

No obstante que el peso de la bolsa ya gime pidiendo esquina al levantarle, todavía cualquier mujer no se convence de estar tan segura de no querer atiborrarla más con un botiquín completo por lo que pudiera suceder en el trabajo o en la piñata del sobrinito: Un par de aspirinas, curitas o venditas, un frasquito pequeñito de alcohol, y una latita chiquita de Vick… en algunos casos muy cercanos a nosotros, observamos también “Vitacilina” ¡A qué buena medicina!., hipoglos, q-tips, desinfectante, repelente, y un botecito pequeño de gas lacrimógeno.

Y por supuesto lo que nunca falta en una bolsa como corolario, es una fragancia para la ocasión, bueno, dos, una locioncita por si se da un encuentro afortunado y con mucha frecuencia un perfume tamaño mini de “muestra gratis”, una crema para las manos, un spray de canelita o chicles de menta para refrescar el aliento, un aromatizante pequeño, (aunque hemos llegado a ver bolsas con “Pinol” tamaño mediano), etc. está además una pequeña selección de anillos, aretes, collares y pulseras que serán utilizadas además para préstamo a alguna amiga o familiar a la que no le combine algo..

Caray; parece que sólo nos faltó meter al perrito Chihuahua dentro de la bolsa, pero, faltó también algo esencial: ¡el pasaporte!, por si se ofrece de repente ir a Macalear o a Laredo. Por cierto, si el perrito de casa no cupo dentro de la bolsa, sí ha quedado un lugarcito para el paraguas por si llueve, un par de llaves extras del coche y de la casa, y hasta la correspondencia para revisar en el camino, puf; cuántas cosas necesitan las mujeres para salir a la calle. Ocasionalmente irán adentro otras cosas, como el Misal del domingo, un Rosario con aroma a rosas y unas medias de repuesto… a lo mejor también algunos componentes de entretenimiento. Es decir, un libro, una usb o un mp3 o en las de las señoras más mayores, el tejido con una bola de repuesto y la revista con las instrucciones. Si la mujer es muy católica estará presente, además del misal, la novena en turno, estampas de san Judas, san Antonio, santa Teresita y la oración del Ángel de la Guarda y tal vez una Biblia en edición de bolsillo.

Esto hace muy comprensible darse cuenta de que cuando una mujer busca algo no lo encuentra y tiene que vaciar la bolsa completa para hallarlo rápido, ¿conoces a alguien a quien le haya pasado? Creo que a muchos nos ha tocado ver a algunas mujeres: amigas, familiares, la esposa, etc. sacar de sus bolsas cosas tan raras como pantuflas, piedras, herramientas grandes (he llegado a ver martillo y desarmador), y un sin fin de cosas que nos tomaría siglos mencionarlas en este pequeño ensayo sobre la bolsa de mujer.

Lo que guarda una bolsa de mujer, es un dilema nunca entendible por un hombre. De allí, pueden salir fácilmente, si la susodicha es educadora, ¡Conejos y enanos de Blanca Nieves! (en foamy o de plástico), que muchas veces se vienen del kinder al acabar la faena diaria, lápices enormes de un amarillo intenso y cinta scotch si es estudiante, algunos planos en miniatura si es una arquitecta. Planeaciones de juntas y discursos del jefe si se trata de una secretaria y una bolsita con detergente… ¡por si se ofrece! entre una especie de oficina portatil, pudiendo encontrar allí grapadoras, miniguillotinas, clips y por supuesto papelitos auto adheribles para recados.

Resulta maravilloso comprobar todo lo que puede viajar en una bolsa, y el acomodo de la misma, incluída en de la mujer moderna, el lector electrónico y su cargador. Al fondo y un poco escondido, se encuentra el dichoso celular y un conector usb —todo esto enredado entre los mismos cables—, por ello llamar a una mujer mientras va de camino es perder el tiempo en querer que responsa pronto, jamás lo escuchará o no lo podrá sacar porque intentará primero encontrar la bolsita de aprove de Soriana que echó adentro para poder vaciar el contenido de la bolsa y encontrar el celular, de allí irán saliendo las mil y una cosas que utilizan en los arreglos cotidianos, otro pintalabios, pestañas postizas, maquillajes, papeles, exámenes, plumas, más colores y servilletas, monedas, una que otra etiqueta de ropa y cuanta cosa se pueda uno imaginar antes de que por último, salte el celular ¡descargado!

Qué importa que del baúl de la mujer salgan volando mariposas y colibríes, duendes, gatos y perros de papel y todos los personajes de los cuentos infantiles, puños de llaves o coloretes. La bolsa nunca se llenará y cabrá más y más porque sabes qué… esa bolsa es como el corazón que sabe amar al estilo de la Virgen María… ¡Todo cabe allí pensando en los demás, porque a fin de cuentas muchas de las cosas de una bolsa de mujer,  no son para ella, son para los demás!

En los últimos años hemos visto una tendencia muy marcada: los hombres ya tenemos que usar bolsas porque hay que cargar algunas cosas que antes no utilizábamos. Y esto no está mal, al contrario, quiere decir que ahora podremos empezar a entender un poco sobre lo que el mini universo dentro de una bolsa de mujer vale y lo útil que puede llegar a ser utilizar este accesorio.

Si se trata de un estudiante, probablemente hay que cargar con la laptop y algunos libros, por lo tanto se ocupa una bolsa o portafolio amplio con compartimentos que permitan acomodar el celular, los audífonos, etc. Si es alguien que trabaja, probablemente ocupará una bolsa con pequeñas divisiones en el interior para separar las cosas como documentos (pasaporte, visa, credenciales) y un bolígrafo, el cepillo de dientes, etc. Si es alguien que todo el día anda en la calle, que gusta de ir al gimnasio, o viste muy relajado, entonces será una mochila  en donde se pueda meter un cambio de ropa, accesorios (lentes de sol, toalla, productos para el cabello, etc.)

Como digo, el utilizar bolsa ya no es exclusivo de las mujeres aunque nosotros le llamemos "backpack", "mochila" o "portafolio". ¿De qué lo iremos a retacar? Eso será tema para otra vez.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

[1] Con todo respeto me pregunto ¿Cargaría bolsa la Virgen María? Yo creo que sí.

miércoles, 27 de julio de 2011

«EL ENVÍO... VAYAN POR TODO EL MUNDO»... Vida en abundancia. RETIRO PARA VAN-CLAR

Introducción.

En el Evangelio hay dos frases que  dan pie a este tema de estudio y reflexión para todos los vanclatistas: La primera parte es del Evangelio de san Marcos: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15). La segunda es del Evangelio de san Juan: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).

El tema que les propongo para estudiar y reflexionar juntos,es para ponerlos en sintonía con Nuestra Madre Fundadora, quien hace muchos años, en una carta dirigida a una hermana Misionera Clarisa y a un grupo de vanclaristas escribía: “Qué alegría sentí de saber que son vanclaristas, señal de que en sus almas bulle el ansia misionera, claro, todo bautizado debe ser un misionero, como nos lo ha enseñado el Concilio Vaticano II (…). El Concilio, pues, nos dice que en momento del bautismo fuimos injertados en la vida de Cristo y que desde ese momento participamos de su vida y por lo tanto de su misión en el mundo, que, como bien saben, fue redimir y salvar a todos los hombres”. (A una Misionera Clarisa y a un grupo de Vanclaristas, Roma, Italia, Noviembre 30 de 1977). Le invito a iniciar el estudio o la reflexión con un momento de oración en el que agradezcan a Dios un regalo que nos ha dado: «Hemos recibido vida en abundancia para ir por todo el mundo y comunicarla a nuestros hermanos».

1. Vida en abundancia, don de Dios que me ama.

Hablemos —para entrar de lleno en el tema— un poco de la vida: Cuando mencionamos la palabra “vida” nos vamos a esa realidad que nos circunda en las plantas, animales y seres humanos. Pero ordinariamente nos referimos a la vida humana, aunque siempre con referencia a la fuente de la vida que es Dios. El ser humano, desde el primer momento de su concepción, es ya vida humana. El embrión humano tiene ya la programación de toda su vida posterior. Dice Nuestra Madre Fundadora en una carta a una hermana Misionera Clarisa: “… cuando fuimos concebidos éramos una cosita insignificante, casi imperceptible, pero llegó del cielo el alma infundida por Dios en ese incipientísimo embrión, y nos fuimos desarrollando tan paulatinamente que, ni nuestra mamá se daba cuenta de ello, hasta que pasados más o menos unos dos meses, empezó a sentir que un ser se movía en su seno. ¡Qué maravillosa es la creación del ser humano!” (Carta a una Hna. Misionera Clarisa, 22 de junio de 1973).

Esa vida humana no es sólo la de una realidad de animal racional, sino un “misterio” en todas sus fases, un don de Dios, un reflejo de la vida divina. Creado a “imagen” del mismo Dios (cfr. Gen 1,26-27), el hombre ha sido “coronado de gloria y esplendor” (Sal 86). En el ser humano podemos distinguir la vida personal, familiar, social, cultural, espiritual, moral…

¡Cuántas cosas me hacen pensar en la vida como don del amor de Dios!: Un acontecimiento personal pequeño, como logro de un entendimiento compartido… un acontecimiento natural como una presa que se rompe o un huracán que arrasa con todo lo que encuentra… el rescate de una persona que se había dado por muerta… una experiencia mística o un descubrimiento científico. Me habla de vida en abundancia un polluelo que rompe su cascarón y también la firma de un tratado de paz. Todo es vida y vida en abundancia, don de amor de Dios.

El valor de la vida presente se mide por su trascendencia, pero es ya valor en sí mismo. “La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo, Adv. Haer., lib. IV 20,7,184). El fin último de la vida humana está en Dios. La espera de la vida eterna estimula “la preocupación de perfeccionar esta tierra” (GS 39). Por esta tensión hacia el más allá, la vida humana trasciende la muerte.

2. Vida en abundancia, don de Dios que me llama.

La vida es hermosa porque Dios creador es bueno y nos ha llamado, y la vida merece vivirse porque en cualquier circunstancia puede convertirse en respuesta a la llamada de Dios que nos hace relacionarnos con los hermanos, que también han sido llamados. “La vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega” (EV 51). En todas las fases de su existir, el ser humano, cualquiera que sea su debilidad o su miseria, puede hacerse donación y contribuir al bien de toda la humanidad y de todo el cosmos. A pesar de las sombras de la noche, nosotros podemos participar de la mirada de Dios: “Vio Dios que todo era muy bueno” (Gen 1,31).

La Iglesia, como familia de creyentes en Cristo, es “el pueblo de la vida y para la vida” (EV 78). Ella tiene como misión anunciar “el Evangelio de la vida” (EV 50). Todo ser humano ha sido redimido por Cristo “el autor de la vida” (Hech 3,15). Este evangelio ha de llegar al corazón de todo hombre para reforzarle en la esperanza. Hay que “reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo” (EV 81). Este reconocimiento se realiza por la actitud del mandato del amor y de los servicios de caridad que se van concretizando en una respuesta concreta a Dios que es quien llama.

A la vida se la descubre sólo con “mirada contemplativa” (EV 83), es decir, intuyendo el misterio de Dios escondido en ella. La vida humana es hermosa porque es capaz de libertad, responsabilidad, gratuidad, entrega, desgaste a favor de los demás en una donación alegre. Toda vida humana o todo rostro humano es “una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad” (EV 83). Cada persona que se cruza en el camino de los hombres es un hermano confiado a la responsabilidad de todos que habla de la llamada de Dios.

Hoy vemos que la cultura dominante a escala universal, con la globalización, tiende a la valoración de la eficacia, de la ganancia, del éxito, del poseer y dominar, con detrimento de los valores éticos permanentes. A veces se producen fenómenos que pueden calificarse de cultura de la muerte: aborto, eutanasia, suicidio con colaboración “legal”, opresión de pueblos pobres, imposición de anticonceptivos, esterilización etc. Esta realidad reclama un cambio cultural: Sentirse y saberse llamados, la cultura del amor, “la primacía del ser sobre el tener” (EV 98). El “ser” antes que el “quehacer” decía Nuestra Madre.

Porque Cristo ha venido a darnos vida en abundancia, todo creyente está llamado a actuar en favor de la vida, especialmente en sus fases más débiles, a nivel personal, familiar, social e internacional. “El Evangelio pretende transformar desde dentro, renovar la misma humanidad; es como levadura que fermenta toda la masa (cfr. Mt 13,33) y, como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro, para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida” (EV 95). La Virgen , la Madre de Jesús —que es la Vida— “al dar a luz esta Vida, regeneró en cierto modo, a todos los que debían vivir por ella” (EV 102). No debemos olvidar, entonces, que Cristo vino al mundo para que tengamos vida, vida en abundancia, una vida que no tiene fin y que se hace camino de salvación en donación de amor.

No importa lo que haya que hacerse cada día, las situaciones a las que haya que enfrentarse, la gente con la que haya que encontrarse, las dificultades con las que se tropiece… Cristo vino a darnos vida en abundancia. Dice Nuestra Madre Fundadora: “¿Con qué corresponderemos a un Dios que nos ha amado desde toda la eternidad, y que nos manifiesta ese amor momento a momento, en los goces que nos proporciona, en las penas que nos envía, en los dolores que nos acercan más a Él, en las incomprensiones que nos hacen valorar lo divino y despreciar lo humano tan caduco, tan superficial, tan cambiante, tan inconstante, tan… iba a decir sin valor” (Carta a una Hna. Misionera Clarisa, 22 de junio de 1973).

Hay que ver con claridad que la vida que Cristo da al vanclarista, brota de un encuentro con el mismo Señor, que le busca y le llama cada día. Como se afirma en la Redemptoris Missio, que Cristo espera al apóstol “en el corazón de cada hombre” (RMi 88). Dice Nuestra Madre: “Nuestro Señor llamó consigo a los doce; diferencia muy bien san Marcos 3,14-15, primero para tenerlos consigo, como para instruirlos, prepararlos, ejercitarlos en su futura misión bajo su mirada de Maestro de aquella nueva alianza que debía establecer… Cómo quisiera que todos mis vanclaristas se actuaran muy bien de su grande responsabilidad de almas apóstoles, especialmente llamadas a estar con el Señor. Estando muy unidos a Él cuánto bien aún sin sentirlo, sin saber irán sembrando, y predicando a sus compañeros de estudios, de trabajo, de oficina, de viaje, etc. etc…” (Carta a una Hna. Misionera Clarisa, 22 de junio de 1973).

3. Vida en abundancia, don de Dios que me envía.

Este encuentro con Cristo no puede ser posible sin la experiencia de fe vivida por parte de los mismos vanclaristas, a quienes “la venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (Hech 1,8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima” (RMi 91). Así como sucedió con los apóstoles en Pentecostés.

Así, se puede afirmar que “el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de la vida” (RMi 88). El Señor le envía, le acompaña y le espera en la misión: “Id… estaré con vosotros” (Mt 28,19-20). “Quien nos ha llamado y enviado, permanece con nosotros” (PDV 4).

El deseo de cada vanclarista por anunciar a Cristo, no puede ser sino fruto de esa vida en abundancia: “La misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros” (RMi 11). “El anuncio apasionado de Cristo” (VC 75) proviene del “amor apasionado por Cristo” (VC 109). “Del conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de evangelizar, y de llevar a otros al sí de la fe en Jesucristo: “El amor de Cristo nos apremia” (1Cor 5,14). Dice Nuestra Madre, hablando de Van-Clar: “Enrolar misioneros seglares que vivan en espíritu de Cristo, que se apasionen por Él, que den testimonio de Él con su vida, sus ejemplos, su cristianismo, y que, de allí se derive una vida mejor…” (Carta a una Hna. Misionera Clarisa, 22 de junio de 1973).

El profundo deseo de anunciar a Cristo nace del encuentro con él, puesto que escogió a los apóstoles, como hemos visto, “para estar con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Si se le ha visto (“contemplado”) por la fe, se le quiere anunciar por la misión (cfr. 1Jn 1,1ss). Entonces la misión, sin olvidar los servicios necesarios de caridad, se hace invitación al encuentro con Cristo: “Ven y verás… lo llevó a Jesús” (Jn 1,42.46). Dice Nuestra Madre: “Esta es para Vanclar su principal misión, vivir con el Señor y ayudar a los demás a encontrarlo conociéndolo mejor, para que logren un día también actuar como Él llenos de amor, de caridad, de responsabilidad, de justicia para con todos, de paz, de alegría, etc.” (Carta a los asistentes a la V Asamblea de Van Clar, 20 de diciembre de 1977).

Cristo viene al encuentro del vanclarista para darle vida en abundancia en una sociedad que pide experiencias y testigos que quieran vivir en Cristo (cfr. Jn 6,57; Gal 2,20). Quien ha experimentado esta vida en abundancia, ya no sabe otro modo de evangelizar: “Yo he de formar a Cristo en vosotros” (Gal 4,19).

El vanclarista, ha de vivir en sintonía con los intereses de Cristo, es decir, el vanclarista debe “llevar una vida que corresponda al amor y al afecto de Cristo Sacerdote y Buen Pastor: a su amor al Padre en el Espíritu, a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida” (PDV 49).

La misión para el vanclarista, es “comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de Jesús… estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, Buen Pastor” (PDV 57). La relación íntima con Cristo (por el encuentro con él) se concreta en ver a Cristo presente en todos los hermanos y servirle sin esperar recompensa. La misión es donación de gratuidad, por eso se dice que el vanclarista está llamado a dar testimonio de vida cristiana en el lugar donde se encuentre.

A partir de esta vida en abundancia que Cristo da, cada día se hace misión, se comprende la dinámica de renovación por parte del vanclarista: “El encuentro personal con el Señor, si es auténtico, llevará también consigo la renovación eclesial… Las Iglesias particulares, y en ellas cada uno de sus miembros, descubrirán, a través de la propia experiencia espiritual, que el encuentro con Jesucristo vivo es camino para la conversión, la comunión y la solidaridad” (EAm 7). Es decir, si cada vanclarista tiene un encuentro profundo con el Señor, su grupo se renovará y dará mucho fruto.

De esta vida en abundancia viene luego como una especie de dinámica de pasar de un encuentro a otro encuentro. “El encuentro con el Señor produce una profunda transformación de quienes no se cierran a Él. El primer impulso que surge de esta transformación es comunicar a los demás la riqueza adquirida en la experiencia de ese encuentro” (EAm 68). Del encuentro con Cristo nace, pues, el impulso de la misión: “El ardiente deseo de invitar a los demás a encontrar a Aquél a quien nosotros hemos encontrado, está en la raíz de la misión evangelizadora que incumbe a toda la Iglesia” (ibídem).

Así, con la vida en abundancia que Cristo da, no existen obstáculos insuperables para la misión, ni ésta se queda circunscrita a unas fronteras limitadas. Toda misión cristiana, por ser prolongación de la misma misión de Cristo, tiende a ser (en diverso grado e intensidad) misión “ad gentes”. La gratitud por el don de la fe se hace sintonía con todos los hermanos y con todos los pueblos. “La fe se fortalece dándola” (RMi 2). Dice Nuestra Madre Fundadora a un grupo de vanclaristas en una carta: “Haremos mucho si cada día nos proponemos ser mejores que el día anterior; si cada día nos proponemos dar algo más de lo nuestro, una limosna, una sonrisa, una palabra alentadora, un sacrificio, un esfuerzo. Dios todo se lo merece. Nuestros hermanos, los hombres, se lo merecen también, porque tienen un alma inmortal que salvar, y  hay muchos que no se preocupan de ganarse su cielo” (A un grupo de vanclar, 1 de diciembre de 1970).

En el mensaje dirigido a la juventud de Roma (8.9.97), en vistas al Jubileo del año 2000, el beato Juan Pablo II decía: “Para poder anunciar y testimoniar a Cristo, es preciso conocerlo y encontrarse con él… Sólo quien hace esta experiencia intensa y profunda de Cristo puede hablar eficazmente de él a los demás. Sólo quien cultiva una relación asidua con este divino Maestro, puede llevar hasta él a sus hermanos. El es la única persona capaz de responder plenamente a las expectativas de todo ser humano… Jesús no es solamente un gran personaje del pasado, un maestro de vida y de moral. Es el Señor resucitado, el Dios cercano a todo hombre, con quien se puede dialogar, experimentando la alegría de la amistad, la esperanza en las pruebas, la certeza de un futuro mejor… Confiad en Jesucristo!”.

4. Vida en abundancia, don de Dios que alienta, que anima y acompaña.

Cristo viene a darnos vida en abundancia y se hace entonces compañero de camino que nos dice: “¡Ánimo!: yo he vencido al mundo”. (Jn 16,33). De esta manera, el vanclarista, lleno de fervor misionero, ¡lleno de vida en abundancia! anuncia el gozo o la alegre noticia de que Cristo, Dios hecho hombre, muerto y resucitado, es el Salvador esperado por todas las gentes. Anuncia a Cristo, da testimonio de su presencia por medio de una vida coherente, invita a adherirse personalmente a él y a aceptar los signos salvíficos instituidos por él y que constituyen la base de su comunidad o familia de creyentes (su “Iglesia”). Ante todo, el vanclarista da testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo, mediante el Espíritu Santo” (EN 26), recordando que en realidad, “el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros” (RMi 42). Por esto, el testimonio de vida en el vanclarista, es compromiso que se hace “condición esencial en vistas a una eficacia real de la predicación” (EN 76).

El “evangelio” es, pues, “anuncio” de la “vida en abundancia” que trae Cristo, que es “nuestra esperanza” (1Tim 1,1). Es “la esperanza que no defrauda” (Rom 5,5), precisamente porque “esperamos lo que no vemos” (Rom 8,25). Esa esperanza cristiana es “utopía” porque anuncia y promete un cambio radical de la humanidad y de la creación, donde sólo reinará el amor y la justicia (cfr. Ap 21,1-4; 2Pe 3,13). Es una “esperanza escatológica” o de una realidad “final”, que ya se constata y construye en el presente, preparando “el cielo nuevo y la tierra” (Apoc 21,1).

El primer anuncio de esa vida en abundancia tuvo lugar en Nazaret el día de la Encarnación: “Alégrate, llena de gracia” (Lc 1,28). Para proclamar este anuncio se necesitan personas que transparenten en la vida el “gozo de Dios Salvador” (Lc 1,47). Sólo se puede evangelizar “a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la vida en abundancia de Cristo. “La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe” (RMi 91). Y esa alegría interior por la vida, vinene de la oración. Nuestra Madre Fundadora escribe a unos vanclaristas: “Solamente mediante una vida interior profunda tendrá fuerza el alma para lanzarse sin peligro de perecer, también, al rescate de las almas que el enemigo quiere apartar de Dios” (A un grupo de Vanclaristas, 6 de julio de 1974).

Ese gozo de la vida en abundancia queda manifestado con claridad en el Magnificat, esa hermosa oración de María: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha mirado la humillación de su esclava…” (Lc 1,46-53). El reconocimiento de la propia miseria en el encuentro personal y comunitario con Cristo hace ver la vida en abundancia que Él nos trae y transforma todo el que hacer en misión.

El Espíritu Santo hace que la Iglesia tenga la vida en abundancia de Cristo ejerciendo “la verdad en la caridad” (Ef 4,15), escuchando la Palabra, celebrando la Eucaristía y los demás signos sacramentales, compartiendo los bienes con todos los hermanos. “Fin último de la misión es hacer partícipes de la comunión que existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad entre sí, permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo conozca y crea” (RMi 23).

Quiero terminar nuestra reflexión —que he podido hilar y concretar gracias a infinidad de textos de nuestro queridísimo padre Esquerda— con unas palabras de Nuestra Madre Fundadora, dirigidas precisamente a un grupo de vanclaristas: “A cumplir pues nuestra misión de cooperadores de Cristo como misioneros en el lugar en donde nos encontremos y con los medios que cada uno pueda, algunos serán sus limosnas, otros su trabajo, otros será donando sus propias vidas por completo al servicio de las Misiones. No se hagan sorditos. Cristo ha hecho tanto por nosotros, ¿Qué haremos nosotros por Él?” (A una Hermana Misionera Clarisa y a un grupo de vanclaristas, Noviembre 30 de 1977).

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

sábado, 23 de julio de 2011

Mi corazón se fue tras Él… Infancia y juventud de Madre Inés a la luz de la Palabra, hasta el ingreso al convento.

En nuestra época, a pesar de tantas incertidumbres y desvíos, nos encontramos con una profunda e intensa hambre de espiritualidad en muchos hombres y mujeres del mundo entero. En nuestra vida misionera, nos encontramos con numerosos fieles cristianos –laicos, personas consagradas, sacerdotes– que, movidos por el Espíritu Santo, desean recibir una “dirección espiritual”, un acompañamiento, unas pistas o tips para ser conducidos por un camino seguro de progreso que les lleve a ser santos, esto es, a la plenitud de la vida espiritual cristiana, hasta llegar a la “unión con Dios” (Jn 17,11) y a la “transformación en Cristo” (Gál 2,20). ¡Quieren ser santos!

Cuando hablamos de “Santidad”, contemplamos la apertura a una realidad que hace al hombre y a la mujer –comunes y corrientes– experimentar, su más singular posibilidad y transgredir de modo misterioso las fronteras naturales de su limitación. Dicha potencia, pareciera ser vislumbrada casi con certeza por ciertas almas privilegiadas y es quizás uno de los rasgos más diferenciales respecto al resto del común de los mortales. Y es que sin atribuirse para sí ninguna capacidad superior, hacen presentes en su ser –o en realidad van dejando curso para que éste ser surja–, y lo despliegan con la coherencia propia de un sujeto que aprende a conocerse a sí mismo a lo largo de toda su vida, o por lo menos desde que toma conciencia del llamado que Dios hace a la santidad. Esta lucidez se desarrolla con tal radicalidad en los santos, que intuyen que sólo dejándose transformar por una fuerza trascendente pueden consumar aquello que late en lo hondo y que está presente en todos los individuos, cuyo íntimo susurro señala una misión particular, un camino a recorrer y da, a saber, una posibilidad única e ineluctable que empuja a una concreción. Por esto, al hablar de la santidad, hablamos de un fenómeno individual con una repercusión mucho más amplia que es germen de algo que trasciende fronteras, espacios y tiempos. Basta tener, aunque sólo fuera un puñado de santos, para iluminar a muchos otros que vagan con su existencia a cuestas, sumidos en la rutina del sinsentido.

Vamos ahora a dar un recorrido por los primeros pasos de un alma privilegiada que se supo llamada a la santidad y que aún desde muy pequeña, con la ayuda de dos elementos son claves en esta empresa de la santidad –reflexión y vivencia– pudo descubrir, iluminada por la Palabra de Dios, el llamado que el Señor hace a vivir la vida para Él y los que Él ama.

El mundo en el que Manuelita de Jesús nació, es el mismo en el que nos encontramos nosotros, un mundo que ya no espera, que no aguarda el milagro, un mundo que se debate entre el bien y el mal, un mundo en el que para muchos no queda otra posibilidad que el dolor de soportar el mal que agobia al universo entero: la enfermedad, la guerra, el consumismo, la drogadicción, la violencia intrafamiliar, la desesperanza, el desamor… ¿qué habría diferente en los tiempos en que san Pablo, Manuelita de Jesús o cada uno de nosotros nacimos? Quizá la electricidad, el celular, la televisión, los satélites, el problema de la capa de ozono o la fabricación de las drogas sintéticas llamadas cristal o piedra, pero el mundo sigue siendo el mismo que nos narra la Palabra de Dios desde la creación, un mundo que muchas veces se aleja de los planes de Dios y se acerca como coqueteando constantemente con el egoísmo.En medio de todo esto, la Palabra de Dios, siempre viva y eficaz, va resonando en los corazones y la santidad es entendida como el desarrollo de una vida auténtica en la que el ser alcanza coherencia con aquello que es y con la Palabra encarnada que es Jesús. El legado del alma santa es ayudarnos a descubrir que la clave de toda realización personal y comunitaria se encuentra impregnada de amor a la Palabra para hacerse en entrega eucarística, pan partido como Cristo.

Entre las figuras públicas del mundo de hoy y de siempre, hay mucha gente que se contenta vistiendo sus quehaceres con la etiqueta del éxito, pero tarde que tempranos se da cuenta de que eso no hace sentirse más que satisfecho, como cuando se ha comido muy bien; la fragilidad humana es propia del modo cambiante de una cultura que a fin de cuentas está siempre enclavada en lo pasajero, mientras que en las figuras de los santos, el amor y la vivencia de la Palabra plasma la gran obra, el sueño edificado de hacer de la vida, como diría Madre Inés, “un himno ininterrumpido” de alabanza al Creador, una fuente de entrega y generosidad para salvar almas, donde al final del camino espera la construcción compartida de la civilización del amor y no el egoísmo del triunfo individualista.

El itinerario de santidad de Manuelita de Jesús tiene toda una trayectoria que se inicia desde el vientre materno hasta concretizarse luego en la elección definitiva por la vida consagrada. Todos nacemos pecadores, pero el bautismo nos purifica de nuestros pecados, nos santifica y nos convierte en hijos de Dios, haciéndonos entrar en “el pueblo de los santos”, en “el pueblo de Dios”. El Nuevo Testamento da a los cristianos bautizados el título de “santos” por la acción santificadora que el Espíritu Santo obra en nosotros en el momento de nuestro bautismo. El Espíritu Santo nos hace pasar de la “situación de injustos y pecadores al estado de justos y santos”. El Espíritu Santo nos hace santos.

Quinta de ocho hijos del matrimonio Arias Espinosa. Nuestra Madre Fundadora fue bautizada el 9 de julio de 1904, dos días después de haber nacido, con el nombre de Manuelita de Jesús, y creció dentro del ambiente de una familia cristiana que vivía su fe en torno a la Eucaristía y a la Palabra de Dios. Desde pequeña recibió una excelente educación y formación católica, siendo muy querida y aceptada por amistades y familiares, especialmente por su alegría, sencillez y caridad. Debido a la ocupación de su padre: Juez de Distrito, la familia Arias Espinosa vivió en diferentes ciudades: Tepic, Mazatlán, Guadalajara, etc. Durante algún tiempo trabajó en una institución bancaria en la ciudad de Mazatlán.

Los padres de Manuelita provenían de familias profundamente cristianas y ambos se esforzaron por formar a sus hijos de acuerdo a sólidas convicciones de fe. Tanto ella como sus hermanas y el pequeño Eustaquio, estudiaron en colegios dirigidos y orientados por religiosas y aunque allí se les inculcaba en el fervor a las devociones católicas, aprendieron más del ejemplo de sus propios padres.

Don Eustaquio se convirtió en una figura central para la formación de sus ocho hijos; pero para la vida y vocación de Manuelita, su padre fue una inspiración definitiva. Se sabe que fue un hombre de una esmerada educación que pertenecía a una familia considerada de abolengo. Había cursado la carrera de leyes con una trayectoria que lo llevó muy pronto a ser magistrado. A pesar de que todos le conocían como un juez intachable, ni el ambiente antirreligioso que predominaba, ni el ocupar puestos públicos, disminuyeron en este hombre, su enorme fe y su amor a la Palabra de Dios. A todos sus hijos quiso añadirles el día de su bautismo el nombre de Jesús, pues Él era su modelo y su guía.

Para Nuestra Madre, no representó nada extraordinario dedicar varias horas a la oración y a la meditación de la Sagrada Escritura. Tanto ella como sus hermanos lo aprendieron de su padre. Don Eustaquio, después de la cena, apenas terminada la sobremesa donde comentaba a su mujer los principales asuntos del día, se aislaba del bullicio familiar para iniciar largas meditaciones. Su introspección lo llevaba a caer de rodillas sin importarle que los sirvientes lo miraran con curiosidad.

A Manuelita desde muy pequeña le gustaba observar a su papá. Siempre por las noches, lo veía dar vueltas por los corredores de la casa en una actitud de total recogimiento. En una ocasión, después de ver cómo elevaba con frecuencia su rostro al cielo, le preguntó por qué hacía eso. Él le contestó sonriendo: Platico con Dios; nos entendemos muy bien, de corazón a corazón. A lo largo de su vida ella tendría tiempo de comprobar que ese hombre al que tanto admiraba, mantendría hasta el final, esa fuerte y estrecha relación divina.

La caridad fue una práctica cotidiana en el hogar de los Arias y tanto las niñas como el pequeño Eustaquio aprendieron antes de saber leer, a ser generosos y sensibles a las necesidades de los demás. La educación en aquellos años era rígida y en la mayoría de los casos, los niños aprendían a costa de duros castigos. Manuelita y sus hermanos disfrutaron, por el contrario, de un padre juguetón, lleno de jovialidad, que los tuvo embelesados y los hizo felices: “Jamás nos dirigió una palabra áspera” dirá. “Cuando tenía que corregirnos, lo hacía por la convicción y con palabras llenas de cariño y de fuerza” –escribió en su diario– años después.

María Espinosa, su madre, se entregaba en alma y cuerpo a su esposo y a sus hijos. Los acontecimientos dolorosos que la vida le presentaba, fortalecían más y más su inquebrantable fe cristiana. Madre Inés, al referirse a ella, en uno de sus escritos la colocó a la par de la mujer fuerte del evangelio. Lupita, hermana de Madre Inés a quien tuve el gusto de conocer, refiere lo siguiente sobre su mamá: “Sin faltar a las obligaciones de esposa y madre, se dedicaba a obras de apostolado y varias de nuestras amigas se dirigían a ella para encontrar consejo y resolver sus problemas juveniles.

En la memoria de Manuelita quedaron grabados sólo bellos recuerdos de sus papás y hermanos. El secreto de la efectiva educación que heredaron tanto ella como sus hermanos, fue resultado del ya muy conocido, pero difícil proceso de educar coherentemente a través de la palabra y el ejemplo, todo ello basado en la meditación diaria, de sus padres, de la Palabra de Dios.

La pequeña Manuelita fue quizá, demasiado vivaz y traviesa. La cercanía, por orden de nacimiento, con su único hermano, la hicieron compartir con él juegos de acción y secundarle en algunas correrías intrépidas. Destacaba sobre todo en esta futura misionera, su espontaneidad y alegría por un lado, y por otro, su forma de ser decidida y tenaz. Doña María puso un especial interés en formar a una niña de estas características. No debieron ser pocas las veces en que Manuelita tuvo que ser reprendida por su madre, como todos los niños, para aprender bien la lección para crecer y formarse como hija de familia e hija de Dios.

“En 1911 recibió por primera vez la Eucaristía, con gran devoción y comprensión sorprendente para una niña de su edad”[1] No se tienen datos de donde fue, Manuelita de Jesús tenía seguramente ya sus 7 años cumplidos y guardará estos momentos de gozo para siempre: “Necesitaría escribir un libro para desahogar los afectos de mi corazón al considerar este sublime misterio, que ha hecho las delicias de mi alma desde el día feliz en que él se me dio, desde el día en que se me mostró en toda la divina munificencia de su amor, en toda la esplendidez de su misericordia, en toda la ternura de su perdón”.[2]

Para Manuelita, en ese entonces, era común escuchar las expresiones bíblicas como:

– “¡Haced todas vuestras cosas por amor!” (1 Cor 16,14).

– “Ya sea que comáis, bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10,31).

– “Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del Señor Jesús, dando por medio de él gracias a Dios Padre” (Col 3,17).

– “Todo cuanto hagáis, hacedlo con toda el alma, para agradar al Señor y no a los hombres, conscientes de que él os dará la herencia en recompensa” (Col 3,23).

– “En Cristo Jesús lo que cuenta es la fe que se hace operante por la caridad” (Gál 5,6).

A propósito de este último consejo del apóstol, hay que recordar que en el “amor a Dios y al prójimo” se sintetizan la Ley y los Profetas (Mt 22,36-40; Gál 5,14); cosa que Manuelita fue copiando de la oración de su papá y de la caridad de su mamá que le fueron llevando a percibir siempre el “amor-caridad” que sintetiza la definición misma de Dios: “Dios es misericordioso, bondadoso, paciente, rico en amor y en fidelidad” (Éx 34,6). O, según una expresión condensada y bien conocida, “Dios es amor” (1 Jn 3,8). Todo ello se comentaba muchas veces el domingo al regreso de la Misa Dominical o cuando se rezaba el rosario en familia cada día. Podemos afirmar que gran parte de la formación religiosa de la Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, fue bebida por ella directamente de la Palabra de Dios.

El tiempo pasó y un día el Señor tocó a la puerta del corazón de Manuelita, el mismo Dios que es la Palabra encarnada, dio con un corazón que a pesar de tener todo, parecía que no tenía nada.

En alguno de sus escritos comenta que el tiempo fue pasando y que todo contribuyó a ir conociendo más a Dios: “Santas profesoras religiosas, catecismos, directores”.

Se cree, por uno de sus escritos[3], que la Sierva de Dios perteneció a la Acción Católica[4] y que allí fue poniendo en práctica lo aprendido en el hogar, sobre todo el conocimiento de la Sagrada Escritura. En este escrito Manuelita de Jesús, habla del Santo Padre y explica cómo la joven seglar debe colaborar en la Viña del Señor. Ciertamente en ese entonces no pensaba todavía en ingresar a un Convento, era “una joven que vivió plenamente las sanas aspiraciones de su época, siendo alegre, entusiasta y educada”[5],

Tenía ya 18 años pero ella misma relata que parecía tener 15 y que hasta los 20 años gozaba de asistir a fiestas y paseos para lucirse y ser atendida por los demás, “sin embargo —cuenta con sencillez— esto no me llenaba. Mi corazón ya presentía la nada y la vanidad de todo el mundo, siempre salía hastiada”. Vanidad de vanidades, dice el Cohelet; vanidad de vanidades; todo es vanidad (1,2).

En 1924, la familia Arias se va a vivir a Colima, Manuelita iba a cumplir 20 años y presentía que, en su vida, algo iba a cambiar. “En mayo de 1924 salimos de Tepic a Colima, sentía en mi alma algo que no acertaba a comprender. En la Ciudad de las Palmas seguí mi misma vida, tampoco faltaron los pretendientes, e igual que los anteriores, no lograron conmoverme. Se acercaba el tiempo de la gracia”[6].

Un día de septiembre de ese año —como ella misma nos cuenta— se empezó a sentir mal. Resulta que tenía un fuerte acceso de apendicitis: “En septiembre me dio un acceso fuerte de apendicitis que en ocho días me dejó flaquísima. Apenas repuesta me llevaron a Guadalajara, donde según opinión de los médicos que me vieron, necesitaba operación. Yo rotundamente me negué, tenía miedo”[7]. Mientras los médicos hacían los estudios correspondientes, análisis y demás, Manuelita se hospedó en casa de su prima Angelita y antes de regresar a Colima, su prima le prestó un librito, “Historia de un alma”, la célebre autobiografía de santa Teresita del Niño Jesús. La futura misionera la fue leyendo de camino de regreso a casa, un libro que la fue animando a someterse a la intervención quirúrgica ofreciendo sus padecimientos por la salvación de las almas. Desde entonces, llamará a santa Teresita: “Mi santita predilecta”.

En octubre del mismo año de gracia, 1924, durante los días del Congreso Eucarístico en México, sonó el momento designado por la infinita misericordia de Dios y ya no pudo resistir a su voz: “Jesús Eucaristía, al pasar cerca de mí, dejó caer sobre mi alma una de esas sus inefables miradas que tienen el poder de conmover, de transformar”.

Ese Jesús de la Hostia blanca y pura, es el mismo Jesús de la Escritura, y ella narra que su mirada se cruzó con la de Jesús en la Eucaristía que le dijo: “¡Sígueme!… no profirieron otra palabra sus labios, y ya el corazón se fue tras Él”.

Allí, en Colima, llegó para Manuelita el momento que ya presentía. En la Lira del Corazón, relatará años más tarde el llamado a la luz de la Palabra aplicando al alma elegida hermosas palabras del Cantar de los Cantares y del salmo 45: «Oye hija mía, mira, inclina tu oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre», «ven paloma mía, amada mía, ven».

El día 19 de noviembre la operaron en Guadalajara y ya todo era nuevo. Entre el 8 y el 12 de diciembre recibe gracias maravillosas de la Madre Dios que, vestida de Guadalupana le prodigó de carisias y ternuras inenarrables, según cuenta ella misma.

En el año de 1925, Manuelita se consagra al Amor Misericordioso como víctima de holocausto. Trabajaba en un banco y aparentemente vivía igual que las demás chicas de su edad, sin embargo escribe: “Tenía que domar mi carácter y me había propuesto no ceder, aunque fueran innumerables los sacrificios”. Narra que para ella el banco era como la casita de Nazareth y su único anhelo empezó a ser el mismo de siempre: La salvación de las almas. Sus pláticas con la Madre del cielo, duraban horas y horas en un diálogo íntimo y comprometedor que sentará las bases de la obra misionera que mucho tiempo después verá con claridad. Al reverso de una fotografía del altar lateral de la Iglesia de San Miguel que está en Guadalajara, escribe a máquina y firma con su puño y letra lo siguiente: “Leí entonces y traté de profundizar, aquí, ante la Sma. Virgen el tratado de “Esclavitud de María”, el que de pronto no entendía. Pedí con insistencia a la Sma. Virgen me lo diera a comprender, y con una alegría grande noté y sentí en mí un inmenso amor a María el cual vivía en mi corazón, hasta pareciéndome que superaba al de Jesús. Me entregué a Ella por entero, y la vida espiritual que ya había nacido en mí, desde antes de la operación, se intensificó con la ayuda de mi dulce M. Santa Ma. De Guadalupe.

Desde aquel entonces Manuelita buscaba la manera, el modo, el lugar en donde consagrar a Dios su vida por la salvación de las almas, pero, el tiempo de la persecución religiosa arreciaba y las direcciones a las que acudía eran casas vacías, espacios abandonados porque las religiosas habían emigrado a Estados Unidos o a Europa.

La esperanza llegó cuando podía irse a California con su hermano Eustaquio para ingresar allá con las Clarisas, pero, un pero más, como en toda vida, frenó en ella la intención. El 1 de julio de 1928 Eustaquio muere de apendicitis.

Al igual que a los grandes hombres y mujeres de la Escritura, Dios le cambia los planes a Manuelita y tiene que esperar un año para ingresar.

Cuando llegó el momento de la partida para ingresar al convento, recurrirá nuevamente a la Sagrada Escritura y dirá recordando aquel día de su ingreso al convento: ¡Cuán dolorosa fue mi partida!, pero siendo Dios quien llama, ¿se le puede decir que no? Cuesta sangre del alma; sólo un Dios que es fuerza, sólo un Dios que es amor, sólo un Dios que tiene derecho a pedir, puede decir como a Abraham: Sal de tu tierra, de tu casa, etc., y sigue por el camino que yo te mostraré.

Así, a la luz de la Palabra, se puede ver el tránsito hacia los valores más preciados, los que en rigor no pueden comprarse y que hacen necesario atravesar el sufrimiento, que tarde o temprano advendrá. Tanto en lo individual como en lo social, todo alumbramiento pasa por la escuela del dolor y será por eso que a los santos se les define como aquellos hombres y mujeres que dejan pedazos de su alma en los bordes filosos de la historia. Es que la santidad requiere de un amor hecho sacrificio y esta es la parte del mensaje que se prefiere no escuchar.

A nuestra nueva beata mexicana, a nuestra amada madre fundadora, Dios no le gustó de lejos, como cuando se disfruta el calorcillo del sol y se puede esquivar su ardor… no, a Nuestra Madre le gustó el Dios que como en la Escritura le dijo: ¡Sígueme! Y su corazón se fue tras Él.

Nuestra Madre va a ser beatificada, ella ha llegado a la meta que se nos ha propuesto desde nuestro nacimiento, un caminito que nos señala Dios a todos, no es un espejismo o un ideal inalcanzable.

Hemos visto, como en la infancia y juventud de Nuestra Madre, los medios de santificación fueron los mismos de hoy y siempre: Palabra, Eucaristía y María, tríptico maravilloso que sirvió de entrada a la oración y a la vivencia de los sacramentos, que a su vez la fueron llevando paso a paso, con la gracia de Dios, y la lucha alegre, a ir caminando hacia Jesús, a corresponder a su amor con su “Sí” como el de María a la luz de la Palabra en una correspondencia que se manifiesta en la sensibilidad para hacer la voluntad de Dios. Con estos medios tuvo la experiencia de Dios, como la tuvo Moisés en el Monte Sinaí ante la zarza ardiendo sin consumirse, cuando se le manifestó el Señor diciéndole: “descálzate porque este lugar es santo”, y cuando bajó del monte, cuando su faz reflejaba la luz divina. Es también la experiencia de San Pablo camino de Damasco: ciego ante la luz, para penetrar en la luz interior. Eso, hermanos y hermanas, es la santidad a la luz de la Palabra: sentir a Dios en nosotros, sentirse mirados por Dios que tira de nosotros con suavidad y fuerza hacia arriba, si le tomamos la mano que nos ofrece para que allá donde está Él también vayamos nosotros. Esa determinación de seguir a Cristo se va desplegando en una serie de virtudes que al procurar vivir con alegría y constancia, se va haciendo heroísmo como las vidas de los personajes de la Sagrada Escritura en el Antiguo y en el Nuevo Testamento.

Ha dicho Jesús: “Una sola cosa es necesaria” (Lc 10,42): la santidad personal. Este es el secreto de la infancia y juventud de Madre Inés, la buena nueva para el mundo, la siembra de paz que necesitan muchos niños y jóvenes de hoy. La gran solución para todo, es la santidad.

Dios llama a todos, pero sólo unos cuantos le responden. Ésos son los santos: hombres y mujeres llenos de debilidades y defectos que se han puesto a la disposición de Dios; que han estado dispuestos a darle cinco panes y dos peces, como aquel chiquillo del Evangelio, para que Él pueda dar de comer a cinco mil hombres; hombres y mujeres que le han prestado una casa para que Él instaure la Eucaristía; gente buena que ha quitado piedras de los sepulcros para que Él resucite a los muertos. Hombres y mujeres que se han animado a ser fermento, a ser sal, a ser luz para iluminar a los demás.

El pertenecer a esos pocos que escuchan y responden a Dios sólo depende de cada uno, el contexto de la infancia y juventud, puede variar, Dios sigue queriendo nuestra miseria para que brille su misericordia en el camino de santidad a la luz de la Palabra.

Alfredo Delgado, M.C.I.U.
Congreso Inesiano 2011
Cuernavaca, Casa Madre.

[1]Misionera sin fronteras, p. 3
[2]ARIAS ESPINOSA María-Inés-Teresa OSC. Misericordias Domini in aeternum cantabo, 27 de junio de 1943.
[3]El escrito al que nos referimos es “A mis queridas compañeras de la Acción Católica”, realizado posiblemente en 1929.
[4]Aunque hay quienes afirman que nunca estuvo en la Acción Católica, sino que seguramente alguna amiga le pidió que le escribiera algo.
[5]Misionera sin fronteras, p. 5
[6]ARIAS ESPINOSA María-Inés-Teresa OSC., Cuenta de Conciencia, escrito probablemente en 1929.
[7] ARIAS ESPINOSA María-Inés-Teresa OSC., Cuenta de Conciencia, escrito probablemente en 1929.