Introducción.
En el Evangelio hay dos frases que dan pie a este tema de estudio y reflexión para todos los vanclatistas: La primera parte es del Evangelio de san Marcos: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15). La segunda es del Evangelio de san Juan: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
El tema que les propongo para estudiar y reflexionar juntos,es para ponerlos en sintonía con Nuestra Madre Fundadora, quien hace muchos años, en una carta dirigida a una hermana Misionera Clarisa y a un grupo de vanclaristas escribía: “Qué alegría sentí de saber que son vanclaristas, señal de que en sus almas bulle el ansia misionera, claro, todo bautizado debe ser un misionero, como nos lo ha enseñado el Concilio Vaticano II (…). El Concilio, pues, nos dice que en momento del bautismo fuimos injertados en la vida de Cristo y que desde ese momento participamos de su vida y por lo tanto de su misión en el mundo, que, como bien saben, fue redimir y salvar a todos los hombres”. (A una Misionera Clarisa y a un grupo de Vanclaristas, Roma, Italia, Noviembre 30 de 1977). Le invito a iniciar el estudio o la reflexión con un momento de oración en el que agradezcan a Dios un regalo que nos ha dado: «Hemos recibido vida en abundancia para ir por todo el mundo y comunicarla a nuestros hermanos».
1. Vida en abundancia, don de Dios que me ama.
Hablemos —para entrar de lleno en el tema— un poco de la vida: Cuando mencionamos la palabra “vida” nos vamos a esa realidad que nos circunda en las plantas, animales y seres humanos. Pero ordinariamente nos referimos a la vida humana, aunque siempre con referencia a la fuente de la vida que es Dios. El ser humano, desde el primer momento de su concepción, es ya vida humana. El embrión humano tiene ya la programación de toda su vida posterior. Dice Nuestra Madre Fundadora en una carta a una hermana Misionera Clarisa: “… cuando fuimos concebidos éramos una cosita insignificante, casi imperceptible, pero llegó del cielo el alma infundida por Dios en ese incipientísimo embrión, y nos fuimos desarrollando tan paulatinamente que, ni nuestra mamá se daba cuenta de ello, hasta que pasados más o menos unos dos meses, empezó a sentir que un ser se movía en su seno. ¡Qué maravillosa es la creación del ser humano!” (Carta a una Hna. Misionera Clarisa, 22 de junio de 1973).
Esa vida humana no es sólo la de una realidad de animal racional, sino un “misterio” en todas sus fases, un don de Dios, un reflejo de la vida divina. Creado a “imagen” del mismo Dios (cfr. Gen 1,26-27), el hombre ha sido “coronado de gloria y esplendor” (Sal 86). En el ser humano podemos distinguir la vida personal, familiar, social, cultural, espiritual, moral…
¡Cuántas cosas me hacen pensar en la vida como don del amor de Dios!: Un acontecimiento personal pequeño, como logro de un entendimiento compartido… un acontecimiento natural como una presa que se rompe o un huracán que arrasa con todo lo que encuentra… el rescate de una persona que se había dado por muerta… una experiencia mística o un descubrimiento científico. Me habla de vida en abundancia un polluelo que rompe su cascarón y también la firma de un tratado de paz. Todo es vida y vida en abundancia, don de amor de Dios.
El valor de la vida presente se mide por su trascendencia, pero es ya valor en sí mismo. “La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo, Adv. Haer., lib. IV 20,7,184). El fin último de la vida humana está en Dios. La espera de la vida eterna estimula “la preocupación de perfeccionar esta tierra” (GS 39). Por esta tensión hacia el más allá, la vida humana trasciende la muerte.
2. Vida en abundancia, don de Dios que me llama.
La vida es hermosa porque Dios creador es bueno y nos ha llamado, y la vida merece vivirse porque en cualquier circunstancia puede convertirse en respuesta a la llamada de Dios que nos hace relacionarnos con los hermanos, que también han sido llamados. “La vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega” (EV 51). En todas las fases de su existir, el ser humano, cualquiera que sea su debilidad o su miseria, puede hacerse donación y contribuir al bien de toda la humanidad y de todo el cosmos. A pesar de las sombras de la noche, nosotros podemos participar de la mirada de Dios: “Vio Dios que todo era muy bueno” (Gen 1,31).
La Iglesia, como familia de creyentes en Cristo, es “el pueblo de la vida y para la vida” (EV 78). Ella tiene como misión anunciar “el Evangelio de la vida” (EV 50). Todo ser humano ha sido redimido por Cristo “el autor de la vida” (Hech 3,15). Este evangelio ha de llegar al corazón de todo hombre para reforzarle en la esperanza. Hay que “reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo” (EV 81). Este reconocimiento se realiza por la actitud del mandato del amor y de los servicios de caridad que se van concretizando en una respuesta concreta a Dios que es quien llama.
A la vida se la descubre sólo con “mirada contemplativa” (EV 83), es decir, intuyendo el misterio de Dios escondido en ella. La vida humana es hermosa porque es capaz de libertad, responsabilidad, gratuidad, entrega, desgaste a favor de los demás en una donación alegre. Toda vida humana o todo rostro humano es “una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad” (EV 83). Cada persona que se cruza en el camino de los hombres es un hermano confiado a la responsabilidad de todos que habla de la llamada de Dios.
Hoy vemos que la cultura dominante a escala universal, con la globalización, tiende a la valoración de la eficacia, de la ganancia, del éxito, del poseer y dominar, con detrimento de los valores éticos permanentes. A veces se producen fenómenos que pueden calificarse de cultura de la muerte: aborto, eutanasia, suicidio con colaboración “legal”, opresión de pueblos pobres, imposición de anticonceptivos, esterilización etc. Esta realidad reclama un cambio cultural: Sentirse y saberse llamados, la cultura del amor, “la primacía del ser sobre el tener” (EV 98). El “ser” antes que el “quehacer” decía Nuestra Madre.
Porque Cristo ha venido a darnos vida en abundancia, todo creyente está llamado a actuar en favor de la vida, especialmente en sus fases más débiles, a nivel personal, familiar, social e internacional. “El Evangelio pretende transformar desde dentro, renovar la misma humanidad; es como levadura que fermenta toda la masa (cfr. Mt 13,33) y, como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro, para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida” (EV 95). La Virgen , la Madre de Jesús —que es la Vida— “al dar a luz esta Vida, regeneró en cierto modo, a todos los que debían vivir por ella” (EV 102). No debemos olvidar, entonces, que Cristo vino al mundo para que tengamos vida, vida en abundancia, una vida que no tiene fin y que se hace camino de salvación en donación de amor.
No importa lo que haya que hacerse cada día, las situaciones a las que haya que enfrentarse, la gente con la que haya que encontrarse, las dificultades con las que se tropiece… Cristo vino a darnos vida en abundancia. Dice Nuestra Madre Fundadora: “¿Con qué corresponderemos a un Dios que nos ha amado desde toda la eternidad, y que nos manifiesta ese amor momento a momento, en los goces que nos proporciona, en las penas que nos envía, en los dolores que nos acercan más a Él, en las incomprensiones que nos hacen valorar lo divino y despreciar lo humano tan caduco, tan superficial, tan cambiante, tan inconstante, tan… iba a decir sin valor” (Carta a una Hna. Misionera Clarisa, 22 de junio de 1973).
Hay que ver con claridad que la vida que Cristo da al vanclarista, brota de un encuentro con el mismo Señor, que le busca y le llama cada día. Como se afirma en la Redemptoris Missio, que Cristo espera al apóstol “en el corazón de cada hombre” (RMi 88). Dice Nuestra Madre: “Nuestro Señor llamó consigo a los doce; diferencia muy bien san Marcos 3,14-15, primero para tenerlos consigo, como para instruirlos, prepararlos, ejercitarlos en su futura misión bajo su mirada de Maestro de aquella nueva alianza que debía establecer… Cómo quisiera que todos mis vanclaristas se actuaran muy bien de su grande responsabilidad de almas apóstoles, especialmente llamadas a estar con el Señor. Estando muy unidos a Él cuánto bien aún sin sentirlo, sin saber irán sembrando, y predicando a sus compañeros de estudios, de trabajo, de oficina, de viaje, etc. etc…” (Carta a una Hna. Misionera Clarisa, 22 de junio de 1973).
3. Vida en abundancia, don de Dios que me envía.
Este encuentro con Cristo no puede ser posible sin la experiencia de fe vivida por parte de los mismos vanclaristas, a quienes “la venida del Espíritu Santo los convierte en testigos o profetas (Hech 1,8; 2, 17-18), infundiéndoles una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima” (RMi 91). Así como sucedió con los apóstoles en Pentecostés.
Así, se puede afirmar que “el misionero experimenta la presencia consoladora de Cristo, que lo acompaña en todo momento de la vida” (RMi 88). El Señor le envía, le acompaña y le espera en la misión: “Id… estaré con vosotros” (Mt 28,19-20). “Quien nos ha llamado y enviado, permanece con nosotros” (PDV 4).
El deseo de cada vanclarista por anunciar a Cristo, no puede ser sino fruto de esa vida en abundancia: “La misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros” (RMi 11). “El anuncio apasionado de Cristo” (VC 75) proviene del “amor apasionado por Cristo” (VC 109). “Del conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de evangelizar, y de llevar a otros al sí de la fe en Jesucristo: “El amor de Cristo nos apremia” (1Cor 5,14). Dice Nuestra Madre, hablando de Van-Clar: “Enrolar misioneros seglares que vivan en espíritu de Cristo, que se apasionen por Él, que den testimonio de Él con su vida, sus ejemplos, su cristianismo, y que, de allí se derive una vida mejor…” (Carta a una Hna. Misionera Clarisa, 22 de junio de 1973).
El profundo deseo de anunciar a Cristo nace del encuentro con él, puesto que escogió a los apóstoles, como hemos visto, “para estar con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,14). Si se le ha visto (“contemplado”) por la fe, se le quiere anunciar por la misión (cfr. 1Jn 1,1ss). Entonces la misión, sin olvidar los servicios necesarios de caridad, se hace invitación al encuentro con Cristo: “Ven y verás… lo llevó a Jesús” (Jn 1,42.46). Dice Nuestra Madre: “Esta es para Vanclar su principal misión, vivir con el Señor y ayudar a los demás a encontrarlo conociéndolo mejor, para que logren un día también actuar como Él llenos de amor, de caridad, de responsabilidad, de justicia para con todos, de paz, de alegría, etc.” (Carta a los asistentes a la V Asamblea de Van Clar, 20 de diciembre de 1977).
Cristo viene al encuentro del vanclarista para darle vida en abundancia en una sociedad que pide experiencias y testigos que quieran vivir en Cristo (cfr. Jn 6,57; Gal 2,20). Quien ha experimentado esta vida en abundancia, ya no sabe otro modo de evangelizar: “Yo he de formar a Cristo en vosotros” (Gal 4,19).
El vanclarista, ha de vivir en sintonía con los intereses de Cristo, es decir, el vanclarista debe “llevar una vida que corresponda al amor y al afecto de Cristo Sacerdote y Buen Pastor: a su amor al Padre en el Espíritu, a su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida” (PDV 49).
La misión para el vanclarista, es “comunión cada vez más profunda con la caridad pastoral de Jesús… estar en comunión con los mismos sentimientos y actitudes de Cristo, Buen Pastor” (PDV 57). La relación íntima con Cristo (por el encuentro con él) se concreta en ver a Cristo presente en todos los hermanos y servirle sin esperar recompensa. La misión es donación de gratuidad, por eso se dice que el vanclarista está llamado a dar testimonio de vida cristiana en el lugar donde se encuentre.
A partir de esta vida en abundancia que Cristo da, cada día se hace misión, se comprende la dinámica de renovación por parte del vanclarista: “El encuentro personal con el Señor, si es auténtico, llevará también consigo la renovación eclesial… Las Iglesias particulares, y en ellas cada uno de sus miembros, descubrirán, a través de la propia experiencia espiritual, que el encuentro con Jesucristo vivo es camino para la conversión, la comunión y la solidaridad” (EAm 7). Es decir, si cada vanclarista tiene un encuentro profundo con el Señor, su grupo se renovará y dará mucho fruto.
De esta vida en abundancia viene luego como una especie de dinámica de pasar de un encuentro a otro encuentro. “El encuentro con el Señor produce una profunda transformación de quienes no se cierran a Él. El primer impulso que surge de esta transformación es comunicar a los demás la riqueza adquirida en la experiencia de ese encuentro” (EAm 68). Del encuentro con Cristo nace, pues, el impulso de la misión: “El ardiente deseo de invitar a los demás a encontrar a Aquél a quien nosotros hemos encontrado, está en la raíz de la misión evangelizadora que incumbe a toda la Iglesia” (ibídem).
Así, con la vida en abundancia que Cristo da, no existen obstáculos insuperables para la misión, ni ésta se queda circunscrita a unas fronteras limitadas. Toda misión cristiana, por ser prolongación de la misma misión de Cristo, tiende a ser (en diverso grado e intensidad) misión “ad gentes”. La gratitud por el don de la fe se hace sintonía con todos los hermanos y con todos los pueblos. “La fe se fortalece dándola” (RMi 2). Dice Nuestra Madre Fundadora a un grupo de vanclaristas en una carta: “Haremos mucho si cada día nos proponemos ser mejores que el día anterior; si cada día nos proponemos dar algo más de lo nuestro, una limosna, una sonrisa, una palabra alentadora, un sacrificio, un esfuerzo. Dios todo se lo merece. Nuestros hermanos, los hombres, se lo merecen también, porque tienen un alma inmortal que salvar, y hay muchos que no se preocupan de ganarse su cielo” (A un grupo de vanclar, 1 de diciembre de 1970).
En el mensaje dirigido a la juventud de Roma (8.9.97), en vistas al Jubileo del año 2000, el beato Juan Pablo II decía: “Para poder anunciar y testimoniar a Cristo, es preciso conocerlo y encontrarse con él… Sólo quien hace esta experiencia intensa y profunda de Cristo puede hablar eficazmente de él a los demás. Sólo quien cultiva una relación asidua con este divino Maestro, puede llevar hasta él a sus hermanos. El es la única persona capaz de responder plenamente a las expectativas de todo ser humano… Jesús no es solamente un gran personaje del pasado, un maestro de vida y de moral. Es el Señor resucitado, el Dios cercano a todo hombre, con quien se puede dialogar, experimentando la alegría de la amistad, la esperanza en las pruebas, la certeza de un futuro mejor… Confiad en Jesucristo!”.
4. Vida en abundancia, don de Dios que alienta, que anima y acompaña.
Cristo viene a darnos vida en abundancia y se hace entonces compañero de camino que nos dice: “¡Ánimo!: yo he vencido al mundo”. (Jn 16,33). De esta manera, el vanclarista, lleno de fervor misionero, ¡lleno de vida en abundancia! anuncia el gozo o la alegre noticia de que Cristo, Dios hecho hombre, muerto y resucitado, es el Salvador esperado por todas las gentes. Anuncia a Cristo, da testimonio de su presencia por medio de una vida coherente, invita a adherirse personalmente a él y a aceptar los signos salvíficos instituidos por él y que constituyen la base de su comunidad o familia de creyentes (su “Iglesia”). Ante todo, el vanclarista da testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo, mediante el Espíritu Santo” (EN 26), recordando que en realidad, “el hombre contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros” (RMi 42). Por esto, el testimonio de vida en el vanclarista, es compromiso que se hace “condición esencial en vistas a una eficacia real de la predicación” (EN 76).
El “evangelio” es, pues, “anuncio” de la “vida en abundancia” que trae Cristo, que es “nuestra esperanza” (1Tim 1,1). Es “la esperanza que no defrauda” (Rom 5,5), precisamente porque “esperamos lo que no vemos” (Rom 8,25). Esa esperanza cristiana es “utopía” porque anuncia y promete un cambio radical de la humanidad y de la creación, donde sólo reinará el amor y la justicia (cfr. Ap 21,1-4; 2Pe 3,13). Es una “esperanza escatológica” o de una realidad “final”, que ya se constata y construye en el presente, preparando “el cielo nuevo y la tierra” (Apoc 21,1).
El primer anuncio de esa vida en abundancia tuvo lugar en Nazaret el día de la Encarnación: “Alégrate, llena de gracia” (Lc 1,28). Para proclamar este anuncio se necesitan personas que transparenten en la vida el “gozo de Dios Salvador” (Lc 1,47). Sólo se puede evangelizar “a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la vida en abundancia de Cristo. “La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe” (RMi 91). Y esa alegría interior por la vida, vinene de la oración. Nuestra Madre Fundadora escribe a unos vanclaristas: “Solamente mediante una vida interior profunda tendrá fuerza el alma para lanzarse sin peligro de perecer, también, al rescate de las almas que el enemigo quiere apartar de Dios” (A un grupo de Vanclaristas, 6 de julio de 1974).
Ese gozo de la vida en abundancia queda manifestado con claridad en el Magnificat, esa hermosa oración de María: “Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha mirado la humillación de su esclava…” (Lc 1,46-53). El reconocimiento de la propia miseria en el encuentro personal y comunitario con Cristo hace ver la vida en abundancia que Él nos trae y transforma todo el que hacer en misión.
El Espíritu Santo hace que la Iglesia tenga la vida en abundancia de Cristo ejerciendo “la verdad en la caridad” (Ef 4,15), escuchando la Palabra, celebrando la Eucaristía y los demás signos sacramentales, compartiendo los bienes con todos los hermanos. “Fin último de la misión es hacer partícipes de la comunión que existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad entre sí, permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo conozca y crea” (RMi 23).
Quiero terminar nuestra reflexión —que he podido hilar y concretar gracias a infinidad de textos de nuestro queridísimo padre Esquerda— con unas palabras de Nuestra Madre Fundadora, dirigidas precisamente a un grupo de vanclaristas: “A cumplir pues nuestra misión de cooperadores de Cristo como misioneros en el lugar en donde nos encontremos y con los medios que cada uno pueda, algunos serán sus limosnas, otros su trabajo, otros será donando sus propias vidas por completo al servicio de las Misiones. No se hagan sorditos. Cristo ha hecho tanto por nosotros, ¿Qué haremos nosotros por Él?” (A una Hermana Misionera Clarisa y a un grupo de vanclaristas, Noviembre 30 de 1977).
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
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