martes, 31 de enero de 2012

Kuira bá rarámuri... La Iglesia misionera


«Kuira bá rarámuri» (hola, qué tal, gente), es el saludo convencional que hace eco en las profundas barrancas y elevadas cumbres al norte de nuestro México, lindo y querido. Los «Rarámuri» son un pueblo de enorme complejidad cultural, que nunca han construido pirámides, ni han implementado métodos de dominación, ni tampoco son muy dados a hablar, porque la lógica de su cultura no está en el valor de la palabra, sino en su caminar, dicen ellos mismos. Marginados, empobrecidos, olvidados, nos hacen ver a todos los mexicanos que hace falta recordar que este país les pertenece también a ellos y que el progreso, la educación y el desarrollo también deben ser para ellos.

Soy misionero, no me ha tocado nunca tratar a los Rarámuri de cerca, ni siquiera conozco su territorio, pero, ciertamente, esa condición de misionero me ha hecho tratar a muchos hermanos y hermanas que han estado allá en misión permanente o temporal.

Hoy, sabemos que nuestros hermanos tarahumaras sufren y que necesitan nuestra ayuda. Ellos —así lo han expresado algunos— no desean necesariamente tener un proyecto de desarrollo, eso no les interesa; es decir, ellos tienen una forma de vida y lo único que exigen es un poco de respeto a su condición de vida y la ayuda necesaria para vivir «al día». Todo parece indicar que ha sido insuficiente el esfuerzo de muchas organizaciones por garantizar los derechos de este sector de la población. En más de 50 años de operar en la sierra quienes debían hacerlo no han implementado en esta emergencia crónica bancos de alimentación o clínicas perfectamente localizables a los que pudieran acudir los Rarámuri en situaciones complejas. 

No tenía pensado escribir sobre este tema, pero como misionero y misionero mexicano, ante la inminente beatificación de Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, no puedo hacer a un lado una cuestión que nos habla de «almas», de almas de hombres y mujeres de todas las edades que son nuestros hermanos y además, nuestros paisanos y empiezo haciendo un poco de historia.

Se tiene noticia de que la semilla del Evangelio se empezó a sembrar en aquellas tierras por el año de 1596, cuando aún era una tierra desconocida y tan desatendida como ahora. Fue hasta el año de 1607, cuando un sacerdote religioso Jesuíta, de nombre Juan Font, descubrió la tribu y en 1614, él mismo fundó la primera reducción de Tarahumaras que con el tiempo se llamó “San Ignacio”. Se sabe también que a los dos años falleció, víctima de los ataques de indios Tepehuanes que atacaron la misión.

Fue hasta 1630 en que los misioneros regresaron de nuevo y con enormes trabajos, ahora inimaginables, lograron reunir a diversas reservas de indios invitándolos a establecerse en lugares más abiertos, con tierras más abundantes y mejor cultivadas, fundándoles verdaderos poblados y construyéndoles escuelas, mercados y obviamente Iglesias.

Entre aquellos pioneros hay hombres de una santidad eminente, como el padre Francisco Germán Glandorff, (1687-1763) que vivió en la Sierra Tarahumara más de 40 años al inicio del siglo XVIII y cuya rapidez característica con la que iba y volvía, la tuvieron siempre por milagrosa los agilísimos Rarámuris, puesto que yendo a pie a visitar a un enfermo, siempre llegaba mucho antes que los indios que iban a caballo. Ello le mereció el título de “El padre de los zapatos mágicos).

Desgraciadamente aquel trabajo misionero se truncó en 1765, cuando los Jesuitas tuvieron que salir de todos los dominios de España y entonces aquella floreciente misión con sus poblados, sus tierras de labranza, sus caminos vecinales... quedó en el abandono. Estas tierras y estas gentes quedaron entonces en el olvido por más de un siglo, hasta que a mediados del siglo XIX algunos padres Franciscanos de Zacatecas, hicieron varias visitas a la Sierra sin poder establecerse permanentemente, hasta que, por las leyes de Juárez, vino la disolución de los conventos.

En 1985, algunos padres Josefinos de México se establecieron a la entrada de la Sierra pero por falta de personal y de apoyos, tuvieron que cerrar la misión. En 1900, el Ilmo. Sr. José de Jesús Ortiz, Primer Obispo de Chihuahua, consiguió que los Jesuitas regresaran a encargarse de la misión entre los Tarahumaras.  Así, los Jesuitas —según cuenta la historia— enviaron doce misioneros, como los doce apóstoles, que de tres en tres fueron re-evangelizando nuevamente la zona.

En 1914, con la Revolución, llegó también la destrucción de la misión y fue hasta 1920 en que se continuó algo que luego de siete años se interrumpió por la persecución de 1927 que desoló completamente los trabajos realizados que entre grandes sacrificios se volvieron a empezar hasta que, en 1934, la educación socialista casi dio muerte a esta misión que resurgió en 1939 y sigue en pie hasta nuestros días.

Así, la historia de nuestros hermanos Rarámuri, por más de 400 años ha estado entretejida de sacrificios, persecuciones, heroísmos de martirio y de una perseverancia única de una Institución que ha buscado acompañarles siempre: La Iglesia Católica.

Como misionero católico no puedo cerrar los ojos, y cuento todos esto para que nos demos cuenta de que gracias a los misioneros, estos hermanos nuestros y muchos más sobre la faz de la tierra, han sido reconocidos y amados como hijos de Dios. En México, y en muchas otras naciones, se requiere de un cambio frente a los escenarios de materialismo, deshumanización, violencia, pérdidas de valores, incluida la degradación y la pérdida de valor que tiene la propia vida humana.

La Madre María Inés (próxima beata mexicana el 21 de abril de 2012) decía que su corazón no podía estar tranquilo sabiendo que había muchas almas que no conocían a Dios y que podían gozar de su dignidad de hijos de Dios.

Mons. Rafael Sandoval Sandoval, Obispo actual de la Sierra Tarahumara —a quien tengo el gusto de conocer personalmente y puedo avalar su gran labor misionera—, ha calificado de “irresponsable y sensacionalista” el haber difundido que nuestros hermanos indígenas tarahumaras se suicidan por hambre, porque, dijo, “esconden la verdad y atraen la mirada hacia el mundo indígena de manera irreal”. Dijo que en esa cultura y experiencia de fe no cabe el suicidio, porque los Rarámuri siempre le encuentran sentido a la vida aun en las circunstancias difíciles y afirmó que es un pueblo que resiste y lucha por ser autosuficiente.

Si somos conscientes, ciertamente nos podemos dar cuenta de que es innegable el momento difícil que siempre ha atravesado esa región, que trae rezagos de décadas y de siglos, según he explicado al recorrer con ustedes la historia de los Tarahumaras por no haber afrontado la situación con seriedad y con visión de futuro por parte de quien originalmente los debería haber acompañado.

Aunque en estos momentos la asistencia ante la emergencia alimentaria que se vive es buena, lo que da vergüenza es que muchas instituciones se quedan en proyectos meramente asistenciales repartiendo cobijas o despensas —aunque esto es ciertamente necesarísimo hacerlo hoy por la ausencia de lluvia o el tardío de éstas en la región—, sin pensar en pensar en un futuro donde nuestros hermanos indígenas y mestizos pobres puedan ser productores de su mismo sustento. Madre Inés recordaba en las misiones aquella frase que reza: “Antes de darles un pescado, hay que enseñarles a pescar”.

Los católicos y en especial los misioneros, colaboramos, por supuesto, en esta  emergencia alimentaria, pero no debemos caer en sensacionalismos ni sentimentalismos tranquilizadores. Lo que debemos hacer para ayudar a los indígenas tarahumaras es mirar al pasado y retomar el fuego de aquellos misioneros heroicos que supieron establecer compromisos con visión de futuro, creación de fuentes de trabajo a largo plazo, etc. Porque hoy nos damos cuenta de que no bastan palabras bonitas e intereses partidistas cargados de asistencialismos interesados.

Recuerdo lo que Madre Inés hizo al fundar “La Florecilla”, esa hermosa reserva entre nuestros hermanos Tzotziles en Chiapas. En la sierra, aquella otra sierra, ella, sin hacer mucho ruido, de la misma manera que aquellos misioneros heroicos de la Sierra Tarahumara, o de la idéntica forma en que actuó el Siervo de Dios Vasco de Quiroga en Michoacán, o el beato Junípero Serra en las Californias: estableció espacios públicos para la convivencia sana de jóvenes y adultos, organizó los espacios para vivir y cultivar la tierra, llevó voluntarios a colaborar en el campo de la salud comunitaria, creó proyectos educativos que nunca han sido partidistas, ayudó a  consolidar las autoridades indígenas y canalizó, con ayuda de sus hijas Misioneras Clarisas, los apoyos bien organizados de muchas instituciones de la Iglesia y del Estado para que llegue lo básico a los que más lo necesitan. Hoy muchas hermanas Misioneras Clarisas proceden de esos hermosos parajes y comparten con gozo su ser de misioneras en varias partes.

La Iglesia es la eterna acompañante, porque es, en sus hijos misioneros, la Madre y Maestra, la Amiga y la Compañera de camino que no solamente atiende a situaciones de emergencia, sino que vive sumergida en el anhelo de ver en todos y a cada uno de las habitantes del mundo, bajo la mirada amorosa de María, la Primera Misionera, un hijo de Dios.

Alfredo Delgado R., M.C.I.U.

martes, 3 de enero de 2012

Iniciamos el nuevo año en el nombre del Señor Jesús...

Jesús ha ido acompañando nuestro caminar en el tiempo litúrgico de la Navidad que culminará dentro de pocos días. ¿Hemos sido, o somos, conscientes de estos pasos junto a nosotros en estos días de fiesta? Antes que termine este tiempo hermoso de la Navidad, quiero compartir unas líneas que nos sirvan de reflexión en torno a este Misterio de Amor de Dios que se hace hombre para nuestra salvación y que tiene un nombre que está sobre todo nombre: «Jesús». Siento que este es un buen tiempo para meditar en el santo nombre de Jesús y lo que significa para nosotros al iniciar el caminar de un nuevo año civil.

Todos tenemos un nombre. El nombre que nos singulariza como individuos y nos distingue de los demás, el nombre que nos identifica personal, familiar y socialmente. La costumbre de poner nombre a las personas viene desde hace muchísimo tiempo. En la Sagrada Escritura se da nombre a la primera pareja, y Dios encarga a Adán y Eva que pongan nombre a todas las cosas. San Lucas nos refiere en el evangelio que, en la ceremonia de la circuncisión, al hijo de María, conocido como «hijo del carpintero», le pusieron por nombre «Jesús», como lo había dicho el ángel de parte de Dios. De modo que el nombre de Jesús no fue un capricho de los papás, o de los abuelos, o de los padrinos, sino algo providencial, un nombre elegido por Dios para significar su misión así, el nombre de Jesús significa: «Dios salva» o «salvación de Dios».

“No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en tu seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 30-33). Con estas palabras el Ángel de la Anunciación se había dirigido a María de Nazareth dándole a conocer, junto al anuncio de la Encarnación, el nombre que llevaría Aquel que en su seno inmaculado se haría hombre. El nombre dado a una persona era de importancia vital en la antigüedad, venía a ser algo así como su esencia, “su yo”; allí donde estaba el nombre estaba la persona (Dt 12, 5). El nombre también implicaba “propiedad”. Cuando el nombre de una persona era pronunciado sobre algo o sobre alguien este quedaba sometido bajo el dominio de aquel cuyo nombre era pronunciado. Ejemplos de ello pululan en la Biblia: si el nombre de Joab se hubiera pronunciado sobre la ciudad de Rabá, que había rendido, le hubiera pertenecido a él y no al rey David (2 Sam 12, 28); las mujeres pasaban bajo la autoridad del varón cuando su nombre “se pronunciaba” sobre ellas (Is 4, 1). El faraón de Egipto pone de manifiesto la potestad que ejerce sobre el rey de Judá “cambiándole el nombre” (2 Re 23, 34); incluso las primeras páginas del Génesis, para expresar el encargo que recibe el hombre de dominar sobre la tierra, recogen: “Y Dios formó de la tierra todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera” (Gn 2, 19).

El nombre «Jesús», que por mandato divino es anunciado también a José (Mt 1, 21), no está carente de significado y simbolismo. Jesús, en palabras de San Bernardo, no lleva un nombre vacío o inadecuado. El nombre «Jesús» es la forma latinizada del griego “Iesous”, término con el que Cristo es identificado en el Nuevo Testamento. Este nombre deriva del hebreo “Yeshú”, forma abreviada de “Yeshúa”, la variante más extendida del nombre “Yehoshúa”, que etimológicamente significa como hemos dicho «Yahveh salva» o «salvación de Yahveh».

Antes de la Encarnación este nombre ya aparece en los libros del Antiguo Testamento, aunque no fue usado por ninguna persona destacada desde el tiempo de Josué, hijo de Nun, jefe del ejército israelita y estrecho colaborador de Moisés. También fue el nombre del autor del libro del Eclesiástico en el Antiguo Testamento (denominado Sirácida en algunas versiones), de uno de los ancestros de Cristo (Lc 3, 29), y de uno de los compañeros del apóstol Pablo (Col 4, 11). Este nombre aparece también citado en escritos seculares. En las obras de Flavio Josefo, por ejemplo, son mencionados unos veinte personajes con igual denominación. Se considera que la forma de este nombre en arameo, el idioma de la Judea del siglo I, es la que con toda probabilidad usó Jesús: “Ieshuá”. En Marcos y Lucas, Jesús es llamado “Iesous ho nazarenos”, en Mateo y Juan (Lucas en ocasiones) se utiliza la forma “Iesous ho nazoraios”, que es la forma en que aparece también en el libro de los Hechos de los Apóstoles.

La interpretación de estos epítetos no es unánime. Para la mayoría de los exegetas, ambos hacen referencia a su localidad de origen, Nazaret; otros, en cambio, interpretan el epíteto “nazoraios” ("nazoreo") como compuesto de las palabras hebreas “neser” ("retoño") y “semah” ("germen"); y, según esta interpretación, el epíteto tendría un carácter mesiánico.

Cierto que no es que creamos que existe un poder intrínseco escondido en las letras que componen el Nombre de Jesús y por eso lo honramos, sino que el nombre de Jesús nos recuerda todas las bendiciones que recibimos del Redentor. Para agradecer su amor y todas las bendiciones reverenciamos el Santo Nombre. Por eso descubrimos nuestras cabezas y doblamos nuestras rodillas y nuestros corazones ante el Santísimo Nombre de Jesús; él da sentido a todos nuestros afanes, como indicaba el emperador Justiniano en su libro de leyes: "En el Nombre de Nuestro Señor Jesús empezamos todas nuestras deliberaciones". En su nombre, pues, iniciamos este nuevo año 2012.

El nombre de Jesús brinda ayuda a necesidades corporales, según la promesa de Cristo: "En mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se curarán" (Mc 16, 17). En el Nombre de Jesús los Apóstoles dieron fuerza a los cojos (He 3, 6; 9, 34) y vida a los muertos (He 9, 40). El nombre de Jesús da consuelo en las aflicciones espirituales y le recuerda al pecador la misericordia del padre del Hijo Pródigo y el del Buen Samaritano; le recuerda al justo el sufrimiento y la muerte del inocente Cordero de Dios. El nombre de Jesús nos protege de Satanás y sus engaños, por eso el Demonio teme el Nombre de Jesús, quien lo ha vencido en la Cruz. En el nombre de Jesús obtenemos toda bendición y gracia en el tiempo y en la eternidad, pues Cristo ha dicho: "lo que pidan al Padre en mi nombre se lo concederá." (Jn 16, 23). Por eso la Iglesia concluye todas sus plegarias litúrgicas: "Por Jesucristo Nuestro Señor". Así se cumple la palabra de San Pablo: "Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble." (Fil 2, 10). Con razón la Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento nos invitaba siempre a ser "copias fieles de Jesús".

Hay un bello himno de Vísperas titulado "Jesu dulcis memoria", basado en un poema anónimo atribuido a San Bernardo, que es de una belleza excepcional y que quiero ahora compartir con ustedes, deseando que este nuevo año 2012 sea siempre vivido en el nombre de Jesús. Hagamos todo lo que venga en este nuevo año y siempre, en el nombre del Señor, y entonces todo nos traerá felicidad, la felicidad de que hacemos todo en su nombre. Donde esté el nombre del Señor, las cosas prosperarán. Si tiene el poder de expulsar los demonios, si puede aliviar las enfermedades, con mayor razón nos acompañará y ayudará en todo.

Dediquemos este año y el resto de nuestra vida a Jesús, de esta manera viviremos bien nuestro mandato misionero al cumplir el propósito de nuestra vocación para que todos conozcan, amen e imploren ese Nombre sublime y bendito. El catecismo nos dice que hemos sido creados para conocer, amar y servir a Dios en este mundo para poder ser felices en el otro. Es en este espíritu en que me invito e invito a todos a iniciar este año nuevo. ¡Qué todos iniciemos así el año: en el Nombre de Jesús!

Dejo ahora un video con el himno "Jesu dulcis memoria" y después la letra en español y en latín. ¡Feliz Año, para todos, en el nombre del Señor Jesús!

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.



En español la letra dice así:

Es dulce el recuerdo de Jesús,
que da verdaderos gozos al corazón
pero cuya presencia es dulce
sobre la miel y todas las cosas.

Nada se canta más suave,
nada se oye más alegre,
nada se piensa más dulce
que Jesús el Hijo de Dios.

¡Oh Jesús!, esperanza para los penitentes,
qué piadoso eres con quienes piden,
qué bueno con quienes te buscan,
pero ¿qué con quienes te encuentran?

¡Oh Jesús!, dulzura de los corazones,
fuente viva, luz de las mentes
que excede todo gozo
y todo deseo.

Ni la lengua es capaz de decir
ni la letra de expresar.
Sólo el experto puede creer
lo que es amar a Jesús.

¡Oh Jesús! rey admirable
y noble triunfador,
dulzura infefable
todo deseable.

Permanece con nosotros, Señor,
ilumínanos con la luz,
expulsa la tiniebla de la mente
llena el mundo de dulzura.

Cuando visitas nuestro corazón
entonces luce para él la verdad,
la vanidad del mundo se desprecia
y dentro se enardece la Caridad.

Conoced todos a Jesús,
invocad su amor,
buscad ardientemente a Jesús,
inflamaos buscándole.

¡Oh Jesús! flor de la Madre Virgen,
amor de nuestra dulzura
a ti la alabanza, honor de majestad divina,
Reino de la felicidad.

¡Oh Jesús! suma benevolencia,
asombrosa alegría del corazón
al expresar tu bondad
me urge la Caridad.

Ya veo lo que busqué,
tengo lo que deseé
en el amor de Jesús desfallezco
y en el corazón todo me abraso.

¡Oh Jesús, dulcísimo para mí!,
esperanza del alma que suspira
te buscan las piadosas lágrimas
y el clamor de la mente íntima.

Sé nuestro gozo, Jesús,
que eres el futuro premio:
sea nuestra en ti la gloria
por todos los siglos siempre. Amén. 

En latín dice así:

Iesu dulcis memoria
Dans vera cordis gaudia
Sed super mel et omnia
Eius dulcis praesentia.

Nil canitur suavius
Nil auditur iucundius
Nil cogitatur dulcius
Quam Jesus Dei Filius.

Iesu, spes paenitentibus
Quam pius es petentibus
Quam bonus Te quaerentibus
Sed quid invenientibus?

Iesu dulcedo cordium
Fons vivus lumen mentium
Excedens omne gaudium
Et omne desiderium.

Nec lingua valet dicere
Nec littera exprimere
Expertus potest credere
Quid sit Iesum diligere.

Iesu Rex admirabilis
Et triumphator nobilis
Dulcedo ineffabilis
Totus desiderabilis.

Mane nobiscum Domine
Et nos illustra lumine
Pulsa mentis caligine
Mundum reple dulcedine.

Quando cor nostrum visitas
Tunc lucet ei veritas
Mundi vilescit vanitas
Et intus fervet Caritas.

Iesum omnes agnoscite
Amorem eius poscite
Iesum ardenter quaerite
Quaerendo in ardescite.

Iesu flos matris Virginis
Amor nostrae dulcedinis
Tibi laus honor numinis
Regnum beatitudinis.

Iesu summa benignitas
Mira cordis iucunditas
In comprehensa bonitas
Tua me stringit Caritas.

Iam quod quaesivi video
Quod concupivi teneo
Amore Iesu langueo
Et corde totus ardeo.

O Iesu mi dulcissime
Spes suspirantis animae
Te quaerunt piae lacrymae
Et clamor mentis intimae.

Sis, Iesu, nostrum gaudium,
Qui es futurus praemium:
Sit nostra in te gloria
Per cuncta semper saecula. Amen.