lunes, 30 de noviembre de 2020

«Tres preguntas: ¿qué espero?, ¿desde dónde espero y ¿cómo espero?»... Un pequeño pensamiento para hoy

Estamos ya en el camino del Adviento, este hermoso tiempo litúrgico que iniciamos ayer para avivar en los creyentes la espera del Señor. Así, este período es un tiempo lleno de esperanza. Todos los fieles cristianos consideran al Adviento como un tiempo de oración y de reflexión caracterizado por la «espera vigilante» —es decir, tiempo de esperanza y de vigilia—, de arrepentimiento, de perdón y de alegría. Con particularidades litúrgicas propias, prácticamente todas las Iglesias cristianas históricas celebran este tiempo: la Iglesia católica, la Comunión anglicana, la Iglesia ortodoxa, las Iglesias protestantes (luterana, presbiteriana, metodista, morava, etc.), la Iglesia copta, entre otras. Este período está marcado por algunos verbos como: «despierten», «estén vigilantes», «prepárense». A través de ellos la Palabra de Dios nos invita a una actitud de espera, de esperanza activa que se encarne en las realidades concretas de todos los días.

La palabra «Adviento» tiene su origen en la expresión latina «adventus» que significa esperar la venida de alguien. Por eso, para los creyentes en Dios le pedimos que venga, que se haga cercano, que se haga uno de nosotros. Él también nos invita a ser cercanos unos a otros y nos llama a, en el contexto de la pandemia tan terrible que estamos viviendo, a hacernos tres preguntas: ¿qué espero?, ¿desde dónde espero y ¿cómo espero? De por sí la esperanza es el eje transversal de la Biblia. Porque la Palabra se hace esperanza. Nuestro Dios encarnado es un Dios que se hace esperanza frente a un pueblo que espera y frente a un pueblo que camina, un Dios que espera con nosotros y en nosotros. Por eso, quien espera sabe en qué Dios cree y quien actúa sabe a qué Dios sigue.

El Evangelio de hoy no es propiamente del tiempo de Adviento, dado que hoy la Iglesia celebra la fiesta de san Andrés Apóstol y la liturgia de la Palabra marca lecturas especiales. El Evangelio de hoy nos lleva al momento en que el Señor llama a Pedro y a Andrés a seguirle (Mt 4,18-22). «Vengan y síganme —dice Jesús a los primeros cuatro llamados, entre ellos Andrés— y los haré pescadores de hombres», y ellos dejan todo y se van detrás de Él llenos de esperanza. Dejan atrás todas las seguridades y medios de vida, incluso a su familia. Siguen a Jesús en completa confianza, sin saber a dónde se dirige o qué les sucederá a ellos. Seguir a Jesús en la esperanza es una experiencia liberadora. Por eso, para su segunda venida, seguimos anhelando su llegada llenos de esperanza y nos hacemos esas tres preguntas que he hecho: ¿qué espero?, ¿desde dónde espero y ¿cómo espero? Sigamos avanzando en nuestro camino de Adviento llenos de esperanza. Nos conviene pedirle a la Virgen Santísima, «Esperanza nuestra», que nos acompañe. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.


domingo, 29 de noviembre de 2020

«Vigilar con alegría y esperanza»... Un pequeño pensamiento para hoy

Miles y miles de comunidades cristianas experimentan en este día la llamada inicial del Adviento. La consigna de Cristo en el Evangelio de hoy (Mc 13,33-37): «Velen y estén preparados» es un toque de atención para todos. Porque nuestra tendencia, con el correr de los días y de los meses, es quedarnos un poco adormilados, instalados, acomodados en lo que ya tenemos, distraídos de los valores fundamentales, entretenidos en otros muchos valores intermedios que son distractores. A pesar de que somos cristianos, fácilmente perdemos contacto con lo esencial. Y hoy, el primer día de Adviento, somos convocados por el Señor a una vigilancia dinámica. Eso es lo contrario de la tranquilidad estática. Claro que todos somos conscientes de que Dios nos ha llenado de sus gracias y dones, como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura de este domingo (1 Cor 1,3-9), pero tenemos que seguir caminando. Esos dones no se nos dan de una vez para siempre. Tenemos que crecer, progresar, permanecer vigilantes pero con una vigilancia alegre.

Al estar preparando mi reflexión para este domingo, mi mente voló 16 años atrás a un verano que pasé en Dublín, la capital de Irlanda, en la casa para estudiantes que tienen nuestras hermanas Misioneras Clarisas. Las hermanas salieron unos días y el hermano Misionero de Cristo que me acompañaba, y yo, nos propusimos darle una «manita de gato» a la casa, pintándola por dentro y arreglando algunos pequeños desperfectos para que, cuando ellas regresaran, encontraran todo bonito. Cada día trabajábamos unas horas con mucho gusto y llenos de entusiasmo, con ahínco; pensando en la alegría de las hermanas al llegar y encontrar aquello renovado y así fue. Aún recuerdo el gozo de las hermanas al ver la casa como nueva y nuestro gusto de haber esperado su regreso y haber trabajado con alegría. Yo creo que así debe ser nuestra espera en el Adviento, no una espera que hace que velemos con tristeza o miedo, sino con alegría de que el dueño de la casa ya regresa, como dice el Evangelio. El Adviento nos urge a no quedarnos acomodados, sino a mirar adelante con alegría y esperanza, a seguir caminando, porque hay mucho que conquistar todavía. Lo que Cristo Jesús inauguró con su venida, hace veinte siglos, todavía está sin realizarse del todo. Es un programa vivo, más que historia. Y ese programa cada año lo iniciamos de nuevo con esperanza y energía.

«Vigilar» equivale a velar sobre algo o sobre alguien con atención y cuidado durante un tiempo, hasta alcanzar el fin deseado. Eso nos tiene que quedar muy en claro. Es una situación que exige tener los ojos abiertos y cuidar con responsabilidad de lo que sabemos que tiene un dueño que nos pedirá cuentas. Precisamente la vigilia nació como tiempo de vela que precede a una fiesta y que sirve de preparación; tiene siempre un sentido escatológico de esperanza. La vigilancia ante la llegada de Dios equivale a estar despiertos, en actitud de servicio, prestando atención al futuro y sin tratar de evadirse del presente, a pesar de la indiferencia de este mundo. Dios viene a los hombres y mujeres para salvar a la humanidad, herida de injusticia y de muerte, a partir de la opción por los pobres y marginados; para implantar el reino de justicia entre nosotros. Esto nos exige una actitud vigilante, que no es pasiva, sino que consiste en discernir los signos de los tiempos para reconocer la presencia de Dios y de su reino en los acontecimientos y actuar en consecuencia. Esperemos vigilantes la segunda venida del Señor, que para meditar en eso es esta primera parte del Adviento. Bajo el cuidado de María, sigamos caminando en espera de la llegada del Señor. ¡Bendecido domingo!

Padre Alfredo.

sábado, 28 de noviembre de 2020

«Estar alerta»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy es el último día del Año Litúrgico. Esta tarde de sábado, con las Primeras Vísperas de mañana, iniciaremos el Tiempo de Adviento y con ello entraremos al ciclo B de las lecturas dominicales y en el año impar de las lecturas diarias en la liturgia de la Palabra. Hoy termino, como siempre en este día último del Tiempo Ordinario, mi reflexión en relación al tema que he elegido para el año, en este caso recorrer las vidas de los santos que se fueron presentando cada día en el santoral de la Iglesia viendo en ellos el reflejo del Evangelio de cada día. Mañana empezaré un nuevo ciclo de meditaciones centrado en la Palabra de Dios y los acontecimientos de la vida diaria. Por lo pronto hoy me detengo en la vida de santa Catalina Labouré, la santa que tuvo el honor de que la Sma. Virgen se le apareciera para recomendarle que hiciera la Medalla Milagrosa.

Santa Catalina Labouré, llamada Zoe en familia, nació en Francia, el 1806. Al quedar huérfana de madre a los 8 años le encomendó a la Santísima Virgen que le sirviera de madre, y la Madre de Dios le aceptó su petición. Por diversas dificultades en torno a su vida, no pudo aprender a leer ni a escribir. A los 14 años pidió a su papá que le permitiera irse de religiosa a un convento pero él, que la necesitaba para atender los muchos oficios de la casa, no se lo permitió. Ella le pedía a Nuestro Señor que le concediera lo que tanto deseaba: ser religiosa. Y una noche vio en sueños a un anciano sacerdote que le decía: «Un día me ayudarás a cuidar a los enfermos». La imagen de ese sacerdote se le quedó grabada para siempre en la memoria. Al fin, a los 24 años, logró que su padre la dejara ir a visitar a la hermana religiosa, y al llegar a la sala del convento vio allí el retrato de San Vicente de Paúl y se dió cuenta de que ese era el sacerdote que había visto en sueños y que la había invitado a ayudarle a cuidar enfermos. Desde ese día se propuso ser hermana vicentina, y tanto insistió que al fin fue aceptada en la comunidad. Siendo Catalina una joven monjita, tuvo unas apariciones que la han hecho célebre en toda la Iglesia. La aparición más famosa fue la del 27 de noviembre de 1830. Estando por la noche en la capilla, de pronto vio que la Sma. Virgen se le aparecía totalmente resplandeciente, derramando de sus manos hermosos rayos de luz hacia la tierra. Y le encomendó que hiciera una imagen de Nuestra Señora así como se le había aparecido y que mandara hacer una medalla que tuviera por un lado las iniciales de la Virgen MA, y una cruz, con esta frase «Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a Ti». Y le prometió ayudas muy especiales para quienes lleven esta medalla —la «Medalla Milagrosa» y recen esa oración.

Como dije al inicio, hoy cerramos este ciclo de vidas de santos y beatos y nos quedamos con la enseñanza de estos grandes hombres y mujeres que, por su fe, lograron alcanzar la vida eterna. Hoy en el Evangelio (Lc 21,34-36) el Señor nos dice que hay que estar alerta «para que los vicios, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan nuestra mente». Los santos y beatos, como Catalina Labouré y muchos más, nos dejan bien en claro como vivir siempre en alerta. Las vidas de los santos y beatos, sus historias, sus obras, son un signo y un testimonio de una venida de Cristo que ilumina a la persona desde dentro, y que lo que a una mirada poco atenta puede parecer un otoño triste y siniestro, para todo discípulo–misionero que quiera ser santo, está enraizado en la oración, como una primavera totalmente llena de la venida del Hijo del hombre. Que María Santísima y esta pléyade de hombres y mujeres, nos ayuden a perseverar hasta el momento de encontrarnos con el Hijo del hombre en el juicio final y sobre todo, en el momento de nuestro nacimiento a la vida eterna. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.


viernes, 27 de noviembre de 2020

«Las comparaciones de Jesús»... Un pequeño pensamiento para hoy


Me agrada la comparación que hace el Evangelio de hoy (Lc 21,29-33) con la higuera y los demás árboles. Cuando la higuera —dice el Señor— empieza a echar brotes, sabemos que la primavera está cercana y después del invierno es una promesa del verano. Para Jesús la cercanía del «fin» es un acercarse a la primavera. ¡El verano está cerca! No hace falta que pensemos en la inminencia del fin del mundo. Estamos continuamente creciendo, caminando hacia delante. Cayó Jerusalén. Luego cayó Roma. Más tarde otros muchos imperios e ideologías. Pero la comunidad de Jesús, generación tras generación, estamos intentando transmitir al mundo sus valores, evangelizarlo, llevar la Buena Nueva para que el árbol dé frutos y la salvación alcance a todos. Jesús nos invita a permanecer vigilantes. En el Adviento, ya inminente, se nos exhortará a que estemos atentos a la venida del Señor a nuestra historia. Porque cada momento de nuestra vida es un «kairós», un tiempo de gracia y de encuentro con el Dios que nos salva.  

Que bonito constatar que Jesús utilizó siempre un lenguaje sumamente accesible para comunicar su mensaje. El objetivo de sus palabras no era enseñar complejas y doctas doctrinas, sino indicar donde irrumpía el Reino de Dios y cómo debía leerse la realidad. Esta forma de enseñar le traía gran simpatía entre el pueblo, que se congregaba en torno a él para escucharlo. Que bonito también que en el pasaje que hoy leemos, Jesús indica de qué modo se deben interpretar los signos de los tiempos. Para ello usa esta metáfora agrícola, fácilmente comprensible para su audiencia campesina. No se trata de hacer cábalas para el futuro, sino de descubrir en el presente los signos de los acontecimientos venideros. Su intención es despertar a la multitud para que perciba los signos de la destrucción en medio de las falsas seguridades. El tiempo demostraría que Jesús tenía razón, pero la multitud fue más propicia a la manipulación de sus líderes tradicionales, de izquierda y derecha, que a las enseñanzas del Maestro de Galilea. Hoy, en medio de esta pandemia y aprovechándose precisamente de esta situación del todo inesperada, se presentan muchos maestrillos que revuelven a la comunidad con ideas llenas de sincretismo y hechas como una especie de ensalada de New Age. Jesús no fue complicado, ni los discípulos–misioneros de hoy debemos serlo. Hay que tener cuidado con esto.

Hoy se celebra, entre los santos y beatos, a uno que para nosotros es muy desconocido, el Beato Bronislao Kostowski, un mártir nacido el 11 de marzo de 1915 en Slupsk, Polonia, y educado cristianamente. Bronislao ingresó en el seminario de Wloclawek. Había completado el cuarto curso de estudios cuando, el 7 de noviembre de 1939, fue arrestado con los profesores del seminario y enviado al campo de concentración de Dachau. Seguía deseando poder ser sacerdote pero aceptó la voluntad de Dios y se dedicó a hacer el bien a sus compañeros de prisión. Contrajo la tuberculosis debido a las pésimas condiciones del campo y murió de ella el 27 de noviembre de 1942. Fue beatificado el 13 de junio de 1999 por San Juan Pablo II. Así son los caminos de Dios y por eso el Señor nos invita a estar siempre vigilantes. Que María Santísima nos ayude y que sólo nos queda creer, simple y crudamente, lo que Dios nos promete, sin desviar la vista y no ver los signos de los tiempos. «Podrán dejar de existir el cielo y la tierra, pero mis palabras no dejarán de cumplirse». ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Hasta que se cumpla el plazo señalado... Un pequeño pensamiento para hoy

El Evangelio de hoy (Lc 21,20-28) es una mezcla de dos profecías de Jesús: una sobre la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70 DC y la otra sobre la segunda venida de Cristo, al final de los tiempos. Los primeros lectores del Evangelio de Lucas pudieron recordar cómo se había destruido Jerusalén; y ellos esperaban que llegara esa segunda venida durante sus vidas. La historia nos ha dejado huella de que la destrucción del año 70, como todas las catástrofes históricas, además de ser un suceso social y político, fue un acontecimiento religioso. La ciudad santa sucumbió víctima de su pecado, por haber rechazado la salvación que se le ofrecía en Jesús. Hoy el Señor expresa su compasión por las víctimas y pone en guardia a los discípulos–misioneros para que no perezcan. Ellos no han comulgado con este pecado de Jerusalén. No deben perecer en ella. Ante la venida del Hijo del Hombre, que se hará patente, clara como la luz del mediodía, el pánico será la actitud del incrédulo, el gozo será la herencia del creyente. Para éste se acerca la salvación. Se toca ya la esperanza. El creyente irá con la cabeza erguida, rebosante de gozo el corazón, al encuentro de su Señor, a quien ha amado, por quien ha vivido, en quien ha creído, al que anhelante ha estado toda la vida esperando.

La perspectiva de Cristo en este pasaje es optimista: «entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad». Así, el anuncio no busca entristecer, sino animar: «Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación» Las imágenes, en el discurso de Jesús, se suceden una tras otra para describirnos la seriedad de los tiempos futuros: la mujer encinta, la angustia ante los fenómenos cósmicos, la muerte a manos de los invasores, la ciudad pisoteada. Esta clase de lenguaje apocalíptico no nos da muchas claves para saber adivinar la correspondencia de cada detalle, pero, por encima de todo, está claro que también nosotros somos invitados a tener confianza en la victoria de Cristo Jesús. Nuestra espera es dinámica, activa, comprometida. Tenemos mucho que trabajar para bien de la humanidad, llevando a cabo la misión que iniciara Cristo y que luego nos encomendó a nosotros como discípulos–misioneros. Pero nos viene bien pensar que la meta es la vida, la victoria final, junto al Hijo del hombre: él ya atravesó en su Pascua la frontera de la muerte e inauguró para sí y para nosotros la nueva existencia, los cielos nuevos y la tierra nueva.

Hoy entre los santos y beatos que se celebran está San Juan Berchmans, un santo que inició sus estudios en el Seminario de Malinas, luego entró en el Noviciado de los jesuitas de la misma ciudad. Más tarde pasó a Roma. En el Seminario y en el Noviciado se distinguió por su candor, estudio y piedad. Su devoción a la Virgen fue proverbial. «Si amo a María, decía, tengo segura mi salvación, perseveraré en la vocación, alcanzaré cuanto quisiere, en una palabra, seré todopoderoso». En el último año de su vida Juan se comprometió, firmando con su propia sangre, a «afirmar y defender dondequiera que se encontrase el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María». Bajo el cuidado de María deseaba practicar todas las virtudes por igual. Aparentemente no hizo nada, nada llamativo. Pero vivió «apasionado por la gloria de Dios». Es célebre por sus frases: «Mi mayor penitencia, la vida común» y «Quiero ser santo sin espera alguna». Cuando hay que orar, decía, ora con todo amor. Cuando hay que estudiar, estudia con toda ilusión. Cuando hay que practicar deporte, practícalo con todo entusiasmo. Y siempre con más amor, en cada instante del programa diario, bajo la dulce mirada maternal de la Virgen María. Estudiaba con la mirada puesta en el futuro apostolado, en las almas que se le encomendarían. Murió joven, por una enfermedad pulmonar en Roma el 13 de agosto de 1621 con gran pesar de toda la comunidad del Colegio Romano quienes ya lo consideraban un santo. Sus últimas palabras fueron: «Jesús, María». Es patrono de los que se preparan para el sacerdocio. Que este ejemplo de una vida ordinaria vivida extraordinariamente nos ayude a anhelar la venida del Señor bajo la protección de María Santísima.

Padre Alfredo.

«Nuestro Señor no nos ha engañado»... Un pequeño pensamiento para hoy

Nuestro Señor Jesucristo no nos ha engañado. Él nunca prometió que en esta vida seremos aplaudidos y que nos resultará fácil el camino, como nos deja ver en el Evangelio de hoy (Lc 21,12-19). Lo que sí nos asegura es que salvaremos la vida por la perseverancia y la fidelidad, y que él dará testimonio ante el Padre de los que hayan dado testimonio de él ante los hombres. Jesús avisa a los suyos que van a ser perseguidos, que serán llevados a los tribunales y a la cárcel. Y que así tendrán ocasión, todas las generaciones, de dar testimonio de él. A lo largo de dos mil años, la Iglesia ha seguido teniendo esta misma experiencia: los cristianos han sido calumniados, odiados, perseguidos, llevados a la muerte. ¡Cuántos mártires, de todos los tiempos, también del nuestro, nos estimulan con su admirable ejemplo! Y no sólo mártires de sangre, sino también los mártires callados de los alfilerazos de la vida diaria, que están cumpliendo el evangelio de Jesús y viven según sus criterios con admirable energía y constancia. En esta situación no es inexplicable la tentación de desaliento. Jesús advierte sobre ella, pero junto a esa advertencia pronuncia una palabra de promesa que renueva la confianza necesaria para continuar en la tarea

En definitiva todos los discípulos–misioneros de Cristo sabemos lo que viene como consecuencia de nuestras opciones. No debe sorprendernos la traición, y hasta podríamos decir que de alguna manera es algo que se espera. Por eso el mensaje de vida del Evangelio, paradójicamente, genera muerte. Los testigos son traicionados, encarcelados, difamados, expulsados de sus grupos religiosos, torturados, asesinados... ¡pero vale la pena este futuro! La muerte, para el Evangelio, es vida y triunfo. Porque la luz de los testigos de la vida sigue imperando. Porque el mensaje del discípulo–misionero, luego de su muerte, se hace creíble y esperanzador. Por eso sigue siendo válido seguir a Cristo. Porque la vida triunfa sobre la muerte. Y aunque el mundo quiera hacer callar a algunos, otros miles se levantan con las mismas palabras del caído, en miles de voces nuevas. Y ese canto, el canto de los vencedores, será el Canto al Cordero, porque ellos saben que no hay nada por encima del poder de Dios.

Los santos han captado todo esto muy bien, se han lanzado a vivir gozos en medio de un mundo que no entiende mucho de esta relación muerte-vida. El día de hoy la lista de santos y beatos que la Iglesia celebra es larga y no hablo de alguno en particular sino solamente los enumero para que veamos cómo, en un solo día, el número de testigos es grande. Hora celebramos a Santa Catalina de Alejandría, a San Adelardo, San Alano, San Dubricio, San Erasmo, San García de Arlanza, San Gonzalo obispo, además a Santa Jucunda, San Márculo, San Maurino, San Mercurio, San Moisés Mártir, San Pedro obispo y mártir, San Pedro Yi Hoyong, San Riel, Beata Beatriz de Ornacieux y a los beatos Isabel Achler, Jacinto Serrano López, María Beltrame Quattrocchi, Nicolás Stenso y Santiago Meseguer Burillo. Así cada día en el santoral y martirologio de la Iglesia el número de «testigos» en larga. Nuestros días, como los de todos estos santos y beatos están contados. Para hacer el bien o traicionarlo, no disponemos de otro campo de operaciones, de otra historia personal, de otro contexto, sino del que nos ha correspondido vivir. O nos santificamos por ser fieles a Dios y a los hombres hoy mismo, o no tendremos otra oportunidad. La historia se nos acaba y hay que aprovechar cada día. Que María Santísima, auxilio de los cristianos nos ayude a perseverar viviendo en caridad y en verdad el amor hasta que Cristo llegue o nos llame. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 24 de noviembre de 2020

«El final de los tiempos»... Un pequeño pensamiento para hoy

Estamos ya, en la Liturgia, en la recta final del tiempo ordinario de la Iglesia. Los Evangelios y las lecturas de cada día, en el leccionario, nos van hablando del final de los tiempos. Comenzamos hoy (Lc 21,5-11) la lectura del último discurso de Jesús en lo que los especialistas llaman «el Discurso Escatológico». Jesús emplea, en lo que habla, un estilo literario y unas imágenes estereotipadas simbólicas; una especie de código del lenguaje que todo el mundo comprendía entonces, porque era el tradicional en la Biblia. Jesús habla a la gente con el lenguaje de su tiempo. Emplea aquí el estilo de los «apocalipsis» de su época. Más aún que otros pasajes del evangelio esos discursos han de ser interpretados inteligentemente. No podemos dejar de hacer una lectura algo científica si no queremos correr el riesgo de pasar por alto su sentido profundo. Son ante todo unos pasajes extremadamente oscuros, en los que están mezcladas, por lo menos, dos perspectivas: el fin de Jerusalén... y el fin del mundo... La primera es simbólica respecto a la segunda. A través de ese detalle resulta evidente cuán importante es superar las imágenes, para captar su sentido universal, válido para todos los tiempos. El acontecimiento que Jesús tiene a la vista —la destrucción de Jerusalén— nos da una clave para interpretar muchos otros acontecimientos de la historia universal. La perspectiva futura la anuncia Jesús con un lenguaje apocalíptico y misterioso: guerras y revoluciones, terremotos, epidemias, espantos y grandes signos en el cielo. Pero «el final no vendrá en seguida», y no hay que hacer caso de los que vayan diciendo «yo soy», o «el momento está cerca». Al leer esto en medio de esta crisis sanitaria tan terrible que estamos viviendo en tiempo de pandemia, incluso para quienes no profesan ninguna fe, últimamente puede parecer que el fin del mundo está cerca. 

La verdad no sabemos cuándo será el final de los tiempos, pensemos simplemente que a lo largo de la humanidad, después de Cristo, ha habido innumerables guerras, terremotos y pandemias como esta que estamos viviendo, pero ciertamente que este tipo de momentos que vivimos y con la ilustración de estas lecturas, realmente nos hacen revaluar todo lo que somos y todo lo que tenemos. No podemos dejar pasar la oportunidad que el Señor nos está dando. La realidad de las cosas es que, desde que Cristo lo dijo, el final de los tiempos, está por llegar, pero no sabemos cuando. El mirar hacia ese futuro no significa aguarnos la fiesta de esta vida, sino hacernos sabios, porque la vida hay que vivirla en plenitud, sí, pero responsablemente, siguiendo el camino que nos ha señalado Dios y que es el que conduce a la plenitud. Lo que nos advierte Jesús es que no seamos crédulos cuando empiecen los anuncios del presunto final. Al cabo de dos mil años, ¿cuántas veces ha sucedido lo que él anticipó, de personas que se presentan como mesiánicas y salvadoras, o que asustaban con la inminente llegada del fin del mundo? «Cuidado con que nadie los engañe: el final no vendrá en seguida».

Hoy en la Iglesia celebramos a un buen grupo de mártires vietnamitas encabezados por el padre san Andrés Dung-Lac. Durante el siglo XVI y los siguientes, el pueblo de Vietnam escuchó el mensaje evangélico, predicado, en primer lugar, por misioneros pertenecientes a diferentes congregaciones religiosas. El pueblo vietnamita recibió la predicación de los misioneros con gran piedad y alegría. Pero no tardó en sobrevenir la persecución. Durante los siglos XVII, XVIII y XIX muchos vietnamitas fueron martirizados, entre los cuales se cuentan obispos, presbíteros, religiosos y religiosas, catequistas de uno y otro sexo y hombres y mujeres laicos de distintas condiciones sociales. Imaginemos aquellas escenas y lo que algunos pensarían sobre si eso sería el fin del mundo.  San Andrés Dung-Lac, que como digo, encabeza la lista, fue incansable en su predicación. La historia nos dice que ayunaba muy a menudo, que llevó una vida austera y sencilla y que convirtió a muchos a la fe católica. Fue canonizado por san Juan Pablo II, junto a 116 compañeros mártires vietnamitas. Que él y sus compañeros mártires intercedan por nosotros y que, bajo el amparo de María, permanezcamos siempre fieles hasta que el señor nos llame o llegue el fin del mundo, decididos a hacer de este mundo un espacio donde reine el Señor y sin que dejemos vía libre a los profetas de desventuras. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

lunes, 23 de noviembre de 2020

«Lo poquito»... Un pequeño pensamiento para hoy


En un día como hoy, pero de 1979, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento iniciaba oficialmente la obra de los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal confiando en la Divina Providencia y alentando a un grupo de jóvenes que sentían sus anhelos misioneros identificados con los que ella tenía como móvil de su ser y quehacer como misionera sin fronteras. Y, desde aquel entonces, los Misioneros de Cristo trabajamos para seguir esculpiendo el rostro de Cristo en un campo difícil y alicaído por la presencia de numerosas sectas y de un mundo que se debate entre el odio, la violencia, la tristeza, el desánimo y ahora una terrible pandemia. Actualmente, con presencia en México y en Sierra Leona (África), tenemos tres Casas y dos Parroquias, además del arduo trabajo que desarrollamos en diversos campos de la pastoral y en las misiones populares. Les invito a que este día, junto conmigo, demos gracias por tantas bendiciones que a través de esta institución Dios ha dado a la Iglesia y al mundo.

Por otra parte, hoy celebramos la memoria del beato Miguel Agustín Pro, un hombre excepcional que nació el 13 enero 1891 en Zacatecas México. Desde pequeño fue virtuoso y alegre. Entró en el noviciado jesuita a la edad de 20 años. Fue exilado durante la revolución mexicana. Ordenado sacerdote en Bélgica en 1925 a la edad de 36 años. Regresó a México en 1926 sabiendo que la iglesia era perseguida y corría grave peligro. Ejerció un intenso ministerio bajo persecución hasta que en el 1927 fue acusado falsamente de estar involucrado en un atentado contra el presidente de la república, que era un dictador. Antes de que lo fusilaran perdonó a los verdugos. Murió, como muchos otros mártires mexicanos, gritando: «Viva Cristo Rey» el 23 de noviembre de 1927. El padre Pro —como mejor se le conoce— dio todo lo que tenía en su entrega y generosidad, de la misma manera que los Misioneros de Cristo y cualquier otro misionero quiere dar para extender el Reino de Dios. Al respecto es muy ilustrativo el Evangelio de este día (Lc 21,1-4), que habla de la viuda que da todo lo que tiene.

La viuda entrega lo poquito que tiene pero que es su todo, su indigencia, las monedas más pequeñas de aquellos tiempos; y lo hace en oposición a los ricos que entregaban su poder y sus privilegios para lucirse. Es decir, que ella contradice al proverbio según el cual sólo se da aquello que se tiene: ella, por el contrario, solo posee lo que ha dado. Y esa es la vida del misionero, no tiene nada y lo da todo sin quedarse sin nada, porque al darlo todo posee a Dios. ¡Cuán diferente es la mirada de Dios de la mirada habitual de los hombres! Dios ve, como hoy nos ilustra Jesús, de un modo distinto. Los ricos parecen poderosos, y hacen ofrendas aparentemente mayores. Pero, para Jesús, la pobre mujer ha dado «más». ¡Cuánta necesidad tenemos de cambiar nuestro modo de «ver», para ir adoptando, cada vez más, la manera de ver de Dios y dar lo poquito que tenemos! En la figura del padre Pro, que lo dio todo, y en la historia de los Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal podemos destacar lo poquito, lo pequeño, lo que a los ojos del mundo es insignificante, un granito de arena. Que Dios nos conceda seguir dándolo todo con un «sí» como el de la Virgen Santísima. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 22 de noviembre de 2020

LETANÍAS A CRISTO REY...

Acerquémonos con profunda reverencia al trono de su Majestad, nuestro divino Rey, Cristo Jesús, y ofrezcámosle el homenaje de nuestra humilde adoración. Adoremos y alabemos a Aquel a quién el eterno Padre dijo: Pídeme y te daré en herencia las naciones en tu reino. (Sal. 2,8)

Veneramos, oh Jesús, tu reino eterno que posees como Hijo de Rey Eterno, igual en todo al Padre en majestad, omnipotencia y gloria. Tuyos son los cielos y tuya es la tierra. Tú creaste al universo y cuanto existe. Todas las cosas fueron hechas por Ti y sin Ti nada se hizo de cuanto se ha creado. El orbe entero es tuyo y tu reinas de mar en mar, hasta los últimos confines de la tierra.

-Señor, ten misericordia de nosotros,

-Cristo, ten misericordia de nosotros,

-Señor, ten misericordia de nosotros,

-Cristo óyenos,

-Cristo escúchanos, Se repite

-Dios, Padre celestial,

-Dios Hijo, Redentor del mundo,

-Dios Espíritu Santo,

-Trinidad santa, un solo Dios, Ten misericordia de nosotros.

-Jesús, Rey, verdadero Dios y verdadero hombre, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de los cielos y de la tierra, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de los ángeles, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de los apóstoles, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de los mártires, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de los confesores, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de los vírgenes, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de todos los santos, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de la santa Iglesia, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de los sacerdotes, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de los reyes, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de las naciones, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de nuestros corazones, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey y esposo de nuestras almas, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey, Salvador y Redentor nuestro, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey, y Dios nuestro, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey y Maestro nuestro, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey y Pontífice nuestro, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey y Juez nuestro, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de gracia y santidad, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de amor y justicia, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de vida y de paz, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de la verdad y de la sabiduría, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey del universo, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de la gloria, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey Altísimo, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey Todopoderoso, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey invencible, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey sapientísimo, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey benevolentísimo, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey pacientísimo, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey flagelado, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey coronado de espinas, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey crucificado, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey gloriosamente resucitado, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey de amor en el Santísimo Sacramento, Ten misericordia de nosotros

-Jesús, Rey nuestro amantísimo, Ten piedad de nosotros. Ten misericordia de nosotros

-Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, Perdónanos, Señor.

-Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, Escúchanos Señor.

-Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, Ten misericordia de nosotros.

Oración. Omnipotente y sempiterno Dios, que en tu amado Hijo, Rey del universo, resolviste renovar todas las cosas, concede benignamente que todos los hombres pecadores se sujeten a su suave yugo y dominio, quien vive y reina contigo por los siglos de los siglos. Amén.

«La solemnidad de Cristo Rey en tiempos de pandemia»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy celebramos la Solemnidad de Cristo Rey. Así cerramos el año litúrgico. El próximo domingo comenzaremos el Adviento del ciclo B, preparación a la Navidad. Fue el papa Pío XI quien instituyó esta festividad en 1925 con su encíclica Quas primas («En primer lugar») para responder al creciente secularismo y hostilidad contra la Iglesia y desde entonces se celebra cada año. Esta solemnidad nos recuerda que Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre haciéndose encontradizo. A Él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro de nuestra existencia, cuando dejamos que Él «reine» en nuestro corazón, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan y se llenan de su misericordia. El Evangelio de hoy, uno de los más hermosos relatos de la Escritura (Mt 25,31-46) es la gran parábola del juicio final y nos dice lo que nos pide el reino de Jesús a nosotros: nos recuerda que la cercanía y la ternura son la norma de vida también para nosotros, y a partir de esto seremos juzgados. Este será el protocolo de nuestro juicio. 

De esta manera, el Evangelio que hoy tenemos insiste en la realeza universal de Cristo juez, con esta estupenda parábola del juicio final, que san Mateo colocó inmediatamente antes del relato de la Pasión (cf. Mt 25, 31-46). Las imágenes son sencillas, el lenguaje es popular, pero el mensaje es sumamente importante: es la verdad sobre nuestro destino último y sobre el criterio con el que seremos juzgados. «Estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron» (Mt 25, 35), etc. ¿Quién no conoce esta página? Forma parte de nuestra civilización. Ha marcado la historia de los pueblos de cultura cristiana: la jerarquía de valores, las instituciones, las múltiples obras benéficas y sociales. En efecto, el reino de Cristo no es de este mundo, pero lleva a cumplimiento todo el bien que, gracias a Dios, existe en el hombre y en la historia. Si ponemos en práctica el amor a nuestro prójimo, según el mensaje evangélico, entonces dejamos espacio al señorío de Dios, y su reino se realiza en medio de nosotros. En cambio, si cada uno piensa sólo en sus propios intereses, el mundo no puede menos de ir hacia la ruina.

Ahora que nuestra humanidad es atacada por una pandemia sin precedentes, hacemos bien en recurrir a Nuestro Señor, que reina sobre todos los pueblos y naciones. Dios, a través de Jesucristo Rey del Universo, se hace presente en la gente que sufre, en la gente que muere, en los enfermeros y enfermeras y agentes sanitarios que cuidan con cariño a las víctimas de esta pandemia tan terrible. Está en los que rezan. Allí Cristo Rey se hace presente. Y se hace presente ayudándonos a llevar esta situación con esperanza. Cristo Rey nos ayuda a sufrir las contrariedades de la vida y espera que nosotros colaboremos con la obra de la creación, sin destruir la tierra y construyendo ya desde aquí el Reino, en un mundo de fraternidad como hijos del Padre, como hermanos y hermanas entre nosotros. Celebremos a Cristo Rey en la sencillez de las cosas de cada día y confiemos en que sólo Él, Rey del Universo nos da la verdadera vida, y nos libera de nuestros temores y resistencias, de todas nuestras angustias. Bajo la mirada amorosa de María Reina hagamos lo que nuestro Rey nos dicte al corazón. ¡Bendecido domingo, fiesta de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo!

Padre Alfredo.

sábado, 21 de noviembre de 2020

«Vamos de paso»... Un pequeño pensamiento para hoy...

Hoy se celebra la memoria de la presentación de Nuestra Señora la Virgen María. Un hecho que no se narra en los evangelios, sino que es una tradición piadosa muy antigua, que ha tenido amplia repercusión en toda la Iglesia universal. Una leyenda popular dice que María se educó en el templo y esto ha llegado a nosotros a través de los evangelios apócrifos, que a su vez se apoyan en un relato más antiguo. A partir del siglo V los Santos Padres comenzaron a hacer referencia a este acontecimiento, y después los teólogos, santos y oradores sagrados lo han comentado de muchas maneras hasta nuestros días. El pueblo cristiano pronto hizo suya esta fiesta. En Oriente parece que se conmemoraba desde el siglo VI. En Occidente fue introduciéndose por diferentes vías. Se sabe que en el siglo XII ya se celebraba en el sur de Italia y en algunos partes de Inglaterra. San Pío V mandó suprimirla al hacer la reforma del calendario, pero fue restablecida por Sixto V en vista de las pruebas que sobre su antigüedad presentó un jesuita español, el padre Francisco Torres. Los artistas han contribuido a hacer esta fiesta más popular, representándola gráficamente en imágenes a la edad de tres años y siendo presentada en el templo.

Luego de este comentario sobre esta memoria, me voy al Evangelio de este día (Lc 20,27-40) en el que se presenta una «trampa saducea» con preguntas de estos personajes que no están hechas con sincera voluntad de saber, sino para tender una «encrucijada» para que Jesús quede mal, responda lo que responda. Los saduceos pertenecían a las clases altas de la sociedad. Eran liberales en algunos aspectos sociales —eran considerados conciliadores con los romanos—, pero se mostraban muy conservadores en otros. Por ejemplo, de los libros del Antiguo Testamento sólo aceptaban los libros del Pentateuco (la Torá), y no las tradiciones de los rabinos. No creían en la existencia de los ángeles y los demonios, y tampoco en la resurrección. Al contrario de los fariseos, que sí creían en todo esto y se oponían a la ocupación romana. Por tanto, no nos extraña que cuando Jesús confunde con su respuesta a los saduceos, unos letrados le aplaudan diciendo: «bien dicho, Maestro».

Hay que leer este trozo del Evangelio y comprender el caso que los saduceos presentan a Jesús hoy, un tanto extremado y ridículo, que está basado en la «ley del levirato» (cf. Dt 25), por la que si una mujer quedaba viuda sin descendencia, el hermano del esposo difunto se tenía que casar con ella para darle hijos y perpetuar así el apellido de su hermano. Jesús no cae en la trampa que le tienden, pues deja en claro que Dios nos tiene destinados a la vida, no a la muerte. «No es Dios de muertos, sino de vivos». Pero la vida futura, según explica Jesús, será muy distinta de la actual. Es vida nueva, en la que no hará falta casarse y la vida, tanto como el amor y la alegría, no tendrán fin. Entonces, la vida futura, no es propiamente una prolongación de esta vida. No se trata de conseguir una prórroga para remediar entuertos. La resurrección abre las puertas de una vida distinta, nueva totalmente. De una plenitud difícil de comprender, pero fácil de intuir. Una plenitud que nos hace creer en un Dios de vivos. Nuestro Dios destierra la ideología de la muerte, de cualquier muerte. La certeza de la vida eterna alimenta nuestro caminar diario con la esperanza, eso nos mueve a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a nuestra entera existencia y nos ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios, anhelando esa vida eterna y comenzando a construir el Reino desde aquí, esperando cielos nuevos y tierra nueva (2 Pe 3,13). Pidamos a María Santísima que ella nos ayude a caminar en este dinamismo mientras seguimos en este mundo y llegue ese glorioso momento de la resurrección de todos. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

viernes, 20 de noviembre de 2020

«Los cambistas del Templo»... Un pequeño pensamiento para hoy


Casi llegando al final del Año Litúrgico, tenemos un Evangelio (Lc 19,45-48) en el que Jesús realiza un signo profético. A la manera de los profetas del Antiguo Testamento, realiza una acción simbólica, plena de significación de cara al futuro. Al expulsar del templo a los mercaderes que vendían las víctimas destinadas a servir de ofrenda y al evocar que «la casa de Dios será casa de oración» (Is 56,7), Jesús anunciaba la nueva situación que Él venía a inaugurar, en la que los sacrificios de animales ya no tenían cabida. San Juan definirá la nueva relación cultual como una «adoración al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). La figura debe dejar paso a la realidad. Santo Tomás de Aquino decía poéticamente lo que cantamos en el Tantum Ergo: «Et antiquum documentum, novo cedat ritui» —«Que el Antiguo Testamento deje paso al Nuevo Rito»—. El Rito Nuevo es la Palabra de Jesús. Por eso, san Lucas ha unido a la escena de la purificación del templo la presentación de Jesús predicando en él cada día. 

Sin duda alguna, todo este comportamiento de Jesús produjo una impresión muy profunda en la sociedad de su tiempo, especialmente entre los dirigentes religiosos, pero la escena puede ser también muy ilustrativa para nosotros. Jesús ha venido a expulsar todo aquello que ha manchado nuestros corazones, pues no podemos llamar Padre a Dios ni ser sus hijos en verdad mientras continuemos esclavizados al pecado y continuemos manifestando signos de muerte que se quedan solamente en cosas externas. No podemos convertir nuestra vida, «Templo del Espíritu Santo», en una cueva de ladrones donde anide todo aquello que nos esté robando el amor, la paz, la bondad, la misericordia, la justicia, la solidaridad y nos esté convirtiendo en unos malvados. Cristo nos quiere, en verdad, llenos de su Vida y de su Espíritu de tal forma que, con nuestras palabras, nuestras obras y toda nuestra vida, nos convirtamos en una continua alabanza a su Santo Nombre.

Entre los santos y beatos que se celebran el día de hoy, destaca san Edmundo Rey, que, a sus catorce años, fue coronado rey, el día de la Navidad del año 855. Pronto dio muestras de una sensatez que no procede sólo de la edad. No se hizo amigo de lisonjas; amó y buscó la paz para su pueblo; se mostró imparcial y recto en la administración de la justicia; tuvo en cuenta los valores religiosos de su pueblo y destacó por el apoyo que daba a las viudas, huérfanos y necesitados. Reinó así hasta que llegaron dificultades especiales con el desembarco de los piratas daneses capitaneados, que sembraban pánico y destrucción a su paso con una aversión diabólica a todo nombre cristiano; con rabia y crueldad saqueaban, destruían y entraban al pillaje en monasterios, templos o iglesias que encontraban, pasando a cuchillo a monjes, sacerdotes y religiosas. Edmundo reunió, como pudo, un pequeño ejército para hacer frente a tanta destrucción, pero cayó en manos de los enemigos, fue azotado, herido como otro san Sebastián, hasta que su cuerpo parecía un erizo por tantas flechas y, por último, le cortaron la cabeza. Él puede ser para nosotros un muy buen ejemplo de defender los valores del Reino. Pidámosle junto a María Santísima, que no nos ganen las cosas y los intereses del mundo y que entendamos el mensaje de Cristo que nos hace libres. ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 19 de noviembre de 2020

«Cristo lloró por Jerusalén»... Un pequeño pensamiento para hoy


El poder de Dios se ha hecho amor y debilidad en Jesús. Pero ese poder ha chocado contra la dureza del corazón humano. En el Evangelio de hoy (Lc 19,41-44) Jesús llora por Jerusalén que ha conocido la visita salvífica de Dios en Jesús, pero la ha rechazado. Ya no se le ofrecerá otra oportunidad, porque las oportunidades son siempre únicas. Ya sólo queda que se manifiesten las consecuencias de este rechazo, ya sólo queda la destrucción como herencia. Por eso Jesús llora por su ciudad con lágrimas de compasión y lágrimas de impotencia. Ha hecho todo lo posible por la paz de la ciudad y por que esta reconozca en él al Mesías Salvador. Este llanto es todavía llamamiento —aunque inútil también— a la conversión. Aceptar a Jesús es el camino para la paz y rechazarlo es la ruina. Sólo en él está la salvación (cf. Hch 4. 12) y el pueblo judío no lo comprenderá. Jesús trató de «convertir» Jerusalén, pero esa ciudad, en conjunto, le resistió, y lo rechaza: dentro de unos días Jesús será juzgado, condenado, y ejecutado... Jerusalén está ciega: no ha «visto» los signos de Dios, no ha sabido reconocer la hora excepcional que se le ofrecía en Jesucristo. Días vendrán sobre ti —dice Jesucristo— en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos, y no dejarán en ti piedra sobre piedra. Cuando san Lucas escribía eso, ya había sucedido: en el año 70, los ejércitos de Tito habían arrasado prácticamente la ciudad... esa hermosa ciudad que Jesús contemplaba aquel día con los ojos llenos de lágrimas.

Las palabras de Jesús contra Jerusalén, que hoy pone el Evangelio, con su posible fondo histórico y su recuerdo de meditación eclesial, constituyen, así, una de las metas de la obra de san Lucas. Donde la salvación se ha preparado y ofrecido de un modo más intenso, la ruina y el rechazo vienen a ser más dolorosos. Subiendo hacia su Padre, en medio de la tierra, Jesús llora sobre el fondo de las ruinas de su pueblo muerto (Lc 19,41). Son pocas las imágenes más evocadoras que ésta. Teniéndola en cuenta podemos fijar dos conclusiones generales: El rechazo de los suyos constituye una de las bases de la pasión de Cristo sobre la tierra. Para la Iglesia, la muerte de Jesús, aceptada en un ámbito de obediencia, se ha convertido en fundamento de gloria y salvación. Por el contrario, la caída de Jerusalén, interpretada a la luz de su rechazo, se ha convertido en reflejo de una condena. Toda muerte puede recibir estos sentidos: lleva con Cristo a la Pascua o con Jerusalén hacia el fracaso.

Entre los santos y beatos que hoy se celebran en la Iglesia está san Federico Jansoone, que nació en Ghyvelde, en el Norte de Francia y muy pronto se sintió fascinado por la espiritualidad de san Francisco de Asís. Como era muy inteligente, realizó sus estudios de una forma brillante ante los ojos de sus compañeros y sus profesores. Cuando tuvo la edad adecuada, pidió entrar en el noviciado de la Orden franciscana y terminados sus estudios escolásticos, se ordenó de sacerdote en 1870. Fue capellán militar en su primer destino. Federico tenía valentía y arrojo para las cosas de Dios, por eso no dudó lo más mínimo en fundar un convento franciscano en Burdeos. Los destinos variados harían de él una persona obediente a la orden de sus superiores. La obediencia lo destinó luego a París para que se ocupara de los asuntos de Tierra Santa. Aquí estuvo poco más de un año entregado a la Custodia de los Santos Lugares, alternado su trabajo con el de la Biblioteca Nacional. Se dice que cada día celebraba la Eucaristía con una devoción impresionante. Dejó París para irse a Tierra Santa en 1881 donde estuvo poco tiempo. En seguida lo mandaron a Canadá en donde murió en 1916. ¡Cuánta alegría pudo dar este santo varón con su vida al Señor! Que no llore Jesús por nuestra falta de conversión, sino que se alegre por nuestra vida, eso lo pedimos hoy por intercesión de María Santísima. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!

Padre Alfredo.

miércoles, 18 de noviembre de 2020

«Todos hemos recibido talentos»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hay un libro de Carlo María Martini (1927-2012), que se llama «La alegría del Evangelio» en el que escribe algo que yo quisiera poner ahora aquí, dado que el Evangelio de hoy (Lc 19,11-28) es casi el mismo del domingo pasado y tal vez comentaría yo lo mismo. Prefiero invitarles a leer la frescura de este escrito como una herencia que nos dejó este Cardenal tan amante de la Sagrada Escritura: «A quien tiene la alegría del Evangelio, a quien tiene la perla preciosa, el tesoro, se le concederá el discernimiento de todos los otros valores, de los valores de las otras religiones, de los valores humanos existentes fuera del cristianismo; se le dará la capacidad de dialogar sin timidez, sin tristeza, sin reticencias, incluso con alegría, precisamente porque conocerá el valor de todas las demás cosas. Al que tiene la alegría del Evangelio se le dará la intuición del sentido de la verdad que puede haber en otras religiones.

Por el contrario, al que no tenga se le quitará aun lo poco que tenga. Al que posee poca alegría del Evangelio se le irá de las manos la capacidad de diálogo y se obstinará en la defensa a ultranza de lo poco que posee, se cerrará dentro de sí mismo, entrará en liza con los demás por temor a perder lo poco que tiene. Este es nuestro drama, el drama de nuestra sociedad. La poca alegría del Evangelio es causa de mezquindad y de tristeza en todos los terrenos de la vida eclesiástica y social, produce corazones encogidos y es causa de absurdas discusiones sobre auténticas nimiedades». Les invito a leer el Evangelio de hoy y a ver cómo estas palabras de Carlo María Martini nos desmenuzan lo que el Señor nos quiere decir. Él llegará en el momento menos pensado y querrá encontrar que hemos multiplicado lo que hemos recibido. Los talentos que cada uno de nosotros hemos recibido —vida, salud, inteligencia, dotes para el arte o el mando o el deporte: todos tenemos algún don— los hemos de trabajar, porque somos administradores y no dueños. Es de esperar que el Juez, al final, no nos tenga que tachar de «empleado holgazán» o «arrastrado» —como se dice en el norte de México— que se ha ido a lo fácil y no ha hecho rendir lo que se le había encomendado. La vida es una aventura y un riesgo, y el Juez premiará sobre todo la buena voluntad, no tanto si hemos conseguido diez o sólo cinco. Lo que no podemos hacer es aducir argumentos para tapar nuestra pereza —el siervo indolente, con descaro, clarito echa la culpa al mismo rey de su inoperancia—.

Hoy celebramos la dedicación de las Basílicas de San Pedro y San Pablo allá en Roma. Dos de las cuatro «Basílicas Mayores» de la ciudad eterna. La actual Basílica de San Pedro en Roma fue consagrada por el Papa Urbano Octavo el 18 de noviembre de 1626, aniversario de la consagración de la Basílica antigua. La construcción de este grandioso templo duró 170 años, bajo la dirección de 20 Sumos Pontífices. Está construida en la colina llamada Vaticano, sobre la tumba de San Pedro. Mide 212 metros de largo, 140 de ancho, y 133 metros de altura en su cúpula. Ocupa 15,000 metros cuadrados. No hay otro templo en el mundo que le iguale en extensión. La Basílica de San Pablo, que está al otro lado de Roma, a 11 kilómetros de San Pedro. Fue inicialmente construida por el Papa San León Magno y el emperador Teodosio, pero en 1823 fue destruida por un incendio, y entonces, con limosnas que los católicos enviaron desde todos los países del mundo se construyó la actual, sobre el modelo de la antigua, pero más grande y más hermosa, la cual fue consagrada por el Papa Pío Nono en 1854. En los trabajos de reconstrucción se encontró un sepulcro sumamente antiguo (de antes del siglo IV) con esta inscripción: «A San Pablo, Apóstol y Mártir». Estas Basílicas nos recuerdan lo generosos que han sido los católicos de todos los tiempos para que nuestros templos sean lo más hermoso posible, y cómo nosotros debemos contribuir generosamente para mantener bello y elegante el templo de nuestro barrio o de nuestra parroquia. Que estos dos Apóstoles y María Santísima nos ayuden a multiplicar los talentos que el Señor nos ha dado. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 17 de noviembre de 2020

«Zaqueo»... Un pequeño pensamiento para hoy

El episodio de Zaqueo (Lc 19,1-10) es uno de los más conocidos e ilustrativos del Evangelio. San Lucas es el único evangelista que nos cuenta esta famosa escena de la conversión de este hombre de baja estatura que estaba además encogido por los prejuicios de la gente que lo marginaba y lo minusvaloraba. Él dirigía el grupo de cobradores de impuestos de la comarca, oficio que era sumamente despreciado en medio del pueblo, debido a los malos manejos y la corrupción de los cobradores de impuestos, oficio que era muy criticado por los fariseos porque los publicanos estaban en permanente contacto con los extranjeros —considerados impuros— y con monedas profanas. La multitud que lo desprecia le impide a Zaqueo ver a Jesús, que, como es pequeño, pudo haber estado en primera fila sin tapar a nadie, pero no se lo permitieron dejándole como única opción la de trepar a un árbol, pero de todos modos queda alejado del Maestro. Ya sea por el menosprecio de la gente o por el lugar que ha escalado (riqueza), Zaqueo no puede romper el cerco que lo sujeta. Jesús se percata de la situación y lo llama para que lo hospede.

El Señor le dice: «Zaqueo, baja en seguida porque hoy —presente salvífico— tengo que hospedarme en tu casa» (Lc 19,5). Con esta acción del Maestro, empieza a vislumbrarse la futura «casa» de la comunidad de salvados provenientes del paganismo, de quienes el «archirrecaudador» Zaqueo es figura representativa en el Evangelio. «Él bajó en seguida y lo recibió muy contento» (Lc 19,6). La alegría es señal aquí de estar en línea con el proyecto de Dios sobre el hombre. Las caras tristes son reveladoras. La presencia de Jesús conlleva siempre alegría en la comunidad que lo acoge, aunque ésta, esté formada. en su mayoría, por pecadores. Al ver aquello —dice el Evangelio— todos se pusieron a criticar a Jesús diciendo: «¡Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador!» (Lc 19,7). Zaqueo en realidad no les importa; lo que les importa es que sea un ateo y que Jesús haya entrado en contacto con él. No captan que Jesús viene a buscar al hombre con el fin de salvarlo de la situación de autodestrucción en que él mismo se había sumergido. ¡Cuánto nos ama Jesús! Si aquella gente hubiera comprendido lo que es la misericordia. Las acciones de Jesús, como esta que hace con Zaqueo, se dirigen a poner de manifiesto el carácter ilimitado de la misericordia, esa misericordia de la que todos anhelamos gozar y deberíamos esparcir.

Hoy celebramos la memoria de santa Isabel de Hungría, una mujer que, siendo casi una niña, se casó y tuvo tres hijos, y al quedar viuda, después de sufrir muchas calamidades y siempre inclinada a la meditación de las cosas celestiales, se retiró a Marburgo, en un hospital que ella misma había fundado, donde, abrazándose a la pobreza, se dedicó al cuidado de los enfermos y de los pobres hasta el último suspiro de su vida, que fue a los veinticinco años de edad (17 de noviembre de 1231). Murió muy joven, pero supo esparcir la misericordia de Dios a su alrededor. Es poco lo que se sabe de su vida, pero fue canonizada apenas cuatro años después de su muerte. Luego de quedar viuda se dedicó por completo a ayudar a los más necesitados, en su castillo daba de comer a 900 pobres cada día. Cambió sus vestidos de princesa por un simple hábito de hermana franciscana. La Iglesia ha visto en ella un modelo admirable de donación completa de sus bienes y de su vida misericordiosa a favor de los pobres y de los enfermos. Que ella y la intercesión de María Santísima nos ayuden también a nosotros a ser misericordiosos. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

lunes, 16 de noviembre de 2020

«La curación de un ciego»... Un pequeño pensamiento para hoy

Este día el Evangelio (Lc 18,35-43) nos presenta la escena de un ciego que, pidiendo limosna y escuchando que el Masías pasaba por allí, pide a Jesús que tenga compasión de él y pueda recobrar la vista. 18,35-43. La curación de este hombre ciego es narrada por San Lucas con detalles muy expresivos. Definitivamente hubo alguien que explicó al ciego que el que estaba pasando era Jesús, el Mesías. El ciego gritaba una y otra vez su oración: «Jesús, hijo de David, ten compasión de mí». La gente se enfadaba por esos gritos, pero Jesús «se paró y mandó que se lo trajeran». La gente no le quiere ayudar, «lo regañaron para que se callara», pero Jesús sí que quiere hacer algo por él. El diálogo es breve: «Señor, que vea» «recobra la vista, tu fe te ha curado». Y el buen hombre le sigue lleno de alegría, glorificando a Dios. De esta manera la actitud de Jesús le da un giro a la situación: envía por el ciego y lo escucha. El ciego entonces no le pide limosna, sino la restitución de sus sentidos. Jesús le da la vista, reconociendo en el hombre una fe transformadora de la realidad. Aquel hombre, gracias a la acción de Jesús, pasó de ser un marginado a ser un hombre en una nueva situación.

Nosotros somos discípulos–misioneros de este Jesús, el Mesías Salvador que hizo un sin fin de curaciones. No podemos seguramente devolver la vista corporal a los ciegos. Pero en esta escena podemos vernos reflejados de varias maneras precisamente en el ciego y no en los apóstoles. Ante todo, porque también nosotros recobramos la luz cuando nos acercamos a Jesús. El que le sigue no anda en tinieblas. Y nunca agradeceremos bastante la luz que Dios nos ha regalado en Cristo Jesús. Con su Palabra, que escuchamos tan a menudo, él nos enseña sus caminos e ilumina nuestros ojos para que no tropecemos a pesar de que nuestra fe es muchas veces débil como la de los Apóstoles, que «no comprenden» muchas cosas (Mc 8, 31-33; cf. Lc 2, 41-50). Igual que los Apóstoles, muchas veces no vemos claro... Es necesario que el Señor mismo nos dé unos «ojos nuevos» para llegar a ser capaces de entender muchas cosas. El Evangelio de hoy nos invita a que clamemos a Jesús para que el nos ayude a ver la realidad y a seguir su camino. Como discípulos–misioneros estamos llamados a testificar los numerosos milagros que hemos visto realizarse por la acción de Jesús. De ellos brota para nosotros una doble exigencia: la alabanza a Dios y el reconocimiento de la compasión como característica principal de la persona y la acción de Jesús.

Hoy celebramos a Santa Margarita de Escocia, una mujer de estirpe regia y de santos. Por parte de su padre emparentó con la realeza inglesa y por parte de su madre con la de Hungría. Los santos son, por parte de su papá, san Eduardo Confesor que era su bisabuelo y, por parte de su mamá, san Esteban, rey de Hungría. Margarita llegó a ser reina de Escocia por casarse con el rey Malcon III. Margarita fue una mujer ejemplar que se dejó abrir los ojos por el Señor. Hizo grandes ocas en la corte y con la gente del pueblo. Delicada en el cumplimiento de sus obligaciones de esposa y esmerada en la educación de los hijos, supo estar en el sitio que como a reina le correspondió. Sus hagiógrafos señalan las continuas preocupaciones por los más necesitados: su visita y consuelo a enfermos llegando a limpiar sus heridas y a besar sus llagas. Ayudó habitualmente a familias pobres, socorrió a los indigentes con bienes propios y de palacio hasta vender sus joyas. Leía a diario la Biblia y de ella sacó las luces y las fuerzas que la sostuvieron. Una enfermedad le llevó a la muerte el año 1093, en Edimburgo. Es la patrona de Escocia, canonizada por el papa Inocencio IV en el año 1250. Que ella y María Santísima nos ayuden a mantener los ojos abiertos. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 15 de noviembre de 2020

«Los talentos»... Un pequeño pensamiento para hoy

La parábola de los talentos (Mt 25,14-30), que hoy nos presenta el Evangelio, es una de las más hermosas e ilustrativas de la Biblia. Casi todo mundo la conoce y habla de «los talentos». Esta parábola tiene fundamentalmente como finalidad hacer comprender a todo discípulo–misionero la verdadera naturaleza de la relación que existe entre Dios y el hombre. Es todo lo contrario de aquel temor servil que busca refugio y seguridad frente a Dios mismo en una exacta y fría observancia de sus mandamientos. Jesús nos ilustra, con estos ejemplos, que nuestra vida de fe es una relación de amor, del que únicamente puede brotar valor, generosidad y libertad. La parábola es bastante clara, el talento no se gana, no se conquista, no se merece; el talento «se recibe». Hay que hacer rendir a los talentos que Dios nos ha dado, las cualidades, los carismas, los dones. Ser discípulo–misionero de Jesucristo implica toda una tarea, un esfuerzo. El evangelio de hoy nos exhorta a producir, a dar frutos. Y esta es, ciertamente, una dimensión clara de la fe.

La fe, en definitiva, es uno de los talentos que más debemos hacer rendir. Somos depositarios de algo que tiene un valor más fabuloso que las enormes cantidades de dinero citadas en la parábola. Enterrar la fe, en el mero cumplimiento, en la rutina o en la estricta intimidad, es hacerse merecedores de la condena del Señor. Es preciso vivirla, alimentarla, testimoniarla y contagiarla... ¡multiplicar los talentos! y como decía san Juan Pablo II: «La fe se fortalece dándola». Cada uno con su peculiar estilo de negociar y sin infundados escrúpulos por lo que pueda pasar. Lo peor es no hacer nada, el resto siempre se justifica ante el Señor si se hizo pensando en el bien de los demás. Algunos entienden la fe como un esconder y conservar los dones recibidos, como hace el criado condenado por Jesús en la parábola; saben que Dios los salva (algunos ni eso), y piensan que lo mejor es estarse quietecitos y que Dios los coja recién confesados y comulgados; saben también que puede venir por sorpresa, pero olvidan que cuando venga nos va a preguntar por la positividad de nuestro amor y de nuestra luz, que nos va a preguntar, en definitiva, por nuestros hermanos: la fe de mi hermano, su esperanza y su felicidad son la fructificación de lo que yo he recibido.

El Evangelio de hoy se enmarca en el contexto de la IV Jornada mundial por los pobres a la que ha convocado el Papa Francisco con el lema «Tiende tu mano al pobre» (cf. Si 7,32). Así, a la luz de esta celebración, hemos de entender que los talentos, en especial la fe, no son para esconderlos, sino para compartir. Entre otras cosas, el Papa dice en su mensaje para este día que «mantener la mirada hacia el pobre es difícil, pero muy necesario para dar a nuestra vida personal y social la dirección correcta. No se trata de emplear muchas palabras, sino de comprometer concretamente la vida, movidos por la caridad divina. Cada año, con la Jornada Mundial de los Pobres, vuelvo sobre esta realidad fundamental para la vida de la Iglesia, porque los pobres están y estarán siempre con nosotros (cf. Jn 12,8) para ayudarnos a acoger la compañía de Cristo en nuestra vida cotidiana. Tenemos talentos qué compartir, sobre todo, como digo, la fe, pero también cosas materiales, tiempo y demás para dar. Que María Santísima nos ayude y sepamos multiplicar lo que Dios nos ha dado. ¡Bendecido domingo!

Padre Alfredo.

sábado, 14 de noviembre de 2020

«Orar confiadamente»... Un pequeño pensamiento para hoy

Como he venido diciendo, los temas de las lecturas de estos días en la liturgia de la Palabra, en especial del Evangelio, van todas en la línea del final de los tiempos, esto debido a que nos vamos acercando al fin del año litúrgico. Jesús nos habla de todo esto porque quiere que despertemos de nuestras impericias y de nuestras indiferencias, pero a la vez no quiere angustiarnos, por eso hoy nos deja, en medio de toda esta temática, una parábola (Lc 18,1-8) con la cual explica a sus discípulos–misioneros que tenemos que orar siempre y no desanimarnos. Sabemos que San Lucas es el evangelista de la oración y siempre nos va a recalcar eso, hay que orar. Él es el que más veces describe a Jesús orando y nos transmite más su enseñanza sobre cómo debemos orar. Esta parábola de la viuda insistente es entonces muy ilustrativa, hay que leerla detenidamente. El juez que aparece allí no tiene más remedio que concederle la justicia que la buena mujer reivindica. 

Y no se trata aquí de comparar a Dios con aquel juez, que Jesús describe como corrupto e impío, sino nuestro comportamiento con la conducta de la viuda, seguros de que, si perseveramos, conseguiremos lo que pedimos. Jesús dijo esta parábola para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse y es que el discípulo–misionero no puede dar espacio al desaliento. Dios siempre escucha nuestra oración. Él quiere nuestro bien y nuestra salvación más que nosotros mismos. Nuestra oración es una respuesta, no es la primera palabra. Nuestra oración se encuentra con la voluntad de Dios y busca sintonizar con Él, que desea siempre lo mejor para nosotros. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa muy bien: «Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de él» (CEC 1560).

Los santos y los beatos son grande hombres y mujeres de una oración profunda. Algunos de ellos muy conocidos y otros invocados como beatos en una determinada región. Este es el caso del beato Juan de Licio, que en Caccamo, de Sicilia, allá por el 1500, ingresó a los 15 años con los Dominicos y se ordenó sacerdote allí en la llamada Orden de Predicadores, distinguiéndose por su comprometida oración y su incansable caridad para con el prójimo, además de la propagación del rezo del Rosario y la observancia de la disciplina regular. Entre otras cosas en su pueblo natal fundó el convento de los dominicos llamándolo de Nuestra Señora de los Ángeles. Fue prior y se distinguió, además de su profunda vida de oración, por su sabiduría, su humildad, su obediencia y su piedad. Vivió ciento once años la inmensa mayoría de ellos sumergido en una confiada oración al Señor que obró a través de él, muchos prodigios. Que él interceda por nosotros para que bajo el cuidado de María, la mujer siempre orante, sepamos esperar del Señor lo mejor para nuestras vidas esperando así la llegada definitiva del Reino. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

viernes, 13 de noviembre de 2020

«Hablando del fin de los tiempos»... Un pequeño pensamiento para hoy

En tiempos difíciles, como sucede con la calamidad de esta pandemia atroz que estamos viviendo, la gente piensa obviamente más en temas como la muerte y el fin del mundo. No falta quien predice que estamos ya en el final de los tiempos y que toda esta plaga es nada más y nada menos que lo previo al juicio final. Lo cierto es que, como he dicho ya, cuando hay guerra, terremotos, pandemias u otro tipo de catástrofes el tema del fin del mundo se agudiza. La verdad no sabemos ni el día ni la hora en que este mundo acabará para dar paso a la eternidad nueva, eso el Señor dijo que se tenía reservado para el Padre Celestial cuando éste decida enviar a su Hijo Jesús de nueva cuenta a juzgar a vivos y muertos. Pero, por otra parte, a medida que el año litúrgico se acerca a su fin, nuestro pensamiento se orienta también hacia una reflexión sobre el «fin» de todas las cosas. A medida que Jesús subía hacia Jerusalén, su pensamiento se orientaba hacia el último fin y cada vez que a algo o a alguien le llega «su fin», deberíamos ver en ello un anuncio y una advertencia. Cuando muere uno de nosotros, es un anuncio de nuestra propia muerte.

Así, lo que Jesús dice del final de la historia de hoy (Lc 17,26-37), con la llegada del Reino universal, podemos aplicarlo al final de cada uno de nosotros, al momento de nuestra muerte, y también a esas gracias y momentos de salvación que se suceden en nuestra vida de cada día. Estamos terminando el año litúrgico. Las lecturas como la del día de hoy son un aviso para que siempre estemos preparados, vigilantes, mirando con seriedad hacia el futuro, que es cosa de sabios. Porque la vida es precaria y todos nosotros, muy caducos, ya lo estamos palpando muy de cerca con esta pandemia. Vale la pena asegurarnos los bienes definitivos, y no quedarnos encandilados por los que sólo valen aquí abajo. Sería una lástima que, en el examen final, tuviéramos que lamentarnos de que hemos perdido el tiempo, al comprobar que los criterios de Cristo son diferentes de los de este mundo. La seriedad de la vida va unida a una gozosa confianza, Jesús será nuestro Juez como Hijo del Hombre y en el confiamos.

La Iglesia celebra hoy a San Diego de Alcalá, que nació en San Nicolás del Puerto, Sevilla, hacia el año 1400. Desde muy joven, diego abrazó la vida eremítica, dedicándose por entero a la oración y al trabajo. Posteriormente ingresó en la Orden franciscana, como hermano lego, y desempeñó con toda humildad los oficios más sencillos y ordinarios confiando en que, a la legada del Señor, lo encontrara haciendo lo que debía hacer. En 1441 partió como misionero a las Islas Canarias y en 1450 se trasladó a Roma, donde le tocó vivir en medio de una epidemia de peste y con su oración curó a muchos enfermos. Finalmente regresó a España. Falleció el 12 de noviembre de 1463 en Alcalá de Henares, donde se veneran sus reliquias. San Diego fue un hombre que vivió cada día consciente de que el Señor llegaría en cualquier momento y no perdió nunca el tiempo trabajando en su santificación y en la de quienes le rodeaban. Que él. San Diego y la Santísima Virgen nos ayuden a estar vigilantes, esperando la llegada del Señor. ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 12 de noviembre de 2020

«El Reino de Dios ya está en lo sencillo de cada día»... Un pequeño pensamiento para hoy

Estamos viviendo, definitivamente, tiempos muy difíciles en medio de esta pandemia que nos tomó por sorpresa a todos en la humanidad. Cuando escuchamos o vemos las noticias nos sentimos sobrepasados; nada parece ser alentador y muchos están de capa caída pensando que la actividad de Dios parece haber desaparecido de la faz de la tierra. Sin embargo, los discípulos–misioneros de Jesucristo sabemos que la presencia y el Reino de Dios están siempre activos. Cada vez que alguien actúa por amor, aún en los más pequeños detalles de cada día en medio de este prolongado encierro de muchos, es por el Reino de Dios. Cuando hay justicia, aunque sea pequeña, ahí está el Reino de Dios; donde hay belleza, ahí está el Reino de Dios; donde hay servicio, ahí está el Reino de Dios; donde hay caridad y amor, ahí está el Reino de Dios.

¿Cómo vemos en tiempo de pandemia el mundo a nuestro alrededor? a pesar del dolor y sufrimiento... ¿puedo ver la actuación de Dios? Al mirar nuestro día a día, que en este tiempo es tan diferente a lo que era antes de la Covid-19, hay que hacer una lista de los pequeños gestos de amor, tales como mensajes positivos, una llamada telefónica, un mensaje de WhatsApp, etc. Debemos agradecer por estas cosas y pedirle a Jesús que nos ayude a ver su actividad y nos libre de la ceguera que el pesimismo nos pudiera causar. Hoy el Evangelio (Lc 17,20-25), en este sentido, es alentador. El Reino de Dios, nos deja ver Jesús en este relato, viene sin dejarse sentir de una forma estrepitosa sino en lo pequeño de cada día. En medio de las adversidades que esta calamidad nos ha traído, Dios reina de una manera discreta, modesta, casi «sin dejarse sentir» pero está con nosotros porque él a nadie abandona. El Reino en su plenitud llegará, como dice el señor, cuando menos lo esperemos, por eso no hay que preocuparse, ni creer en profecías y en falsas alarmas sobre el fin del mundo que ahorita circulan por doquier queriendo asustar a los creyentes. En cada epidemia y en cada guerra, en cada terremoto y en cada infortunio muchos han pensado que ya es el fin del mundo y han perdido tiempo. No podemos perderlo nosotros porque es tiempo de amar, y amar en lo concreto a los que tenemos a nuestro lado.

Hoy celebramos a san Josafat Kunsevich. Nació en Vladimir de Volhinia (actual Polonia) hacia el 1581. En el año de 1601 ingresó en el monasterio de la Santísima Trinidad de Vilna y 13 años después fue nombrado abad de este. Católico en tierra de cisma, buscó descubrir a su pueblo la fe de la Iglesia universal y la presencia del Reino que se empieza a manifestar desde esta tierra, aunque alcanzará su realización plena en la parusía del Señor. Cuando fue nombrado, contra su querer, por el Papa Paulo V, arzobispo de Polotsk, se hizo inconmensurable su celo y caridad en una arquidiócesis infestada por el cisma. Su actividad, su fuerza moral y su vida interior suscitaba envidias y celos porque la Rusia blanca, rejuvenecida, se estaba pasando al lado de Roma. En 1623, un tumulto invadió su domicilio y fue asesinado y arrojado su cuerpo al río. El Reino, nos recuerda el Evangelio, está «dentro de ustedes», o bien, «en medio de ustedes»", como también se puede traducir, o «a su alcance» Y es que el Reino, independientemente de lo que vivamos al exterior, es el mismo Jesús. Que, al final de los tiempos, se manifestará en plenitud, pero que ya está en medio de nosotros. Y más, para los que reconocemos su presencia eucarística: «el que me come, permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56). Que María Santísima, fiel compañera de nuestras vidas, nos dé ánimo para seguir estableciendo el Reino de Dios desde este mundo. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!

Padre Alfredo.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

«Gracias, Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY MIÉRCOLES 11 DE NOVIEMBRE DE 2020:

En el Evangelio de hoy (Lc 17,11-19) vemos diez leprosos que habitaban en la frontera de Galilea y Samaria y que buscan ser curados por Jesús. Él los manda a presentarse a los sacerdotes para que ellos constaten que han sido curados por el camino. Todos han sido beneficiados sobre manera, pero solamente uno muestra su gratitud a Jesús, y lo muestra con un signo de adoración reconociéndole como Dios, «se postró a los pies de Jesús», es decir, no sólo le dio las gracias, sino que expresa su fe en Cristo como el Mesías. Y vaya que la gratitud de aquel hombre brotaba del corazón, porque la lepra, en tiempos de Jesús, era considerada una maldición. Tenían que estar apartados de la comunidad, portar una especie de campana que anunciara su proximidad para alejarse de ellos. Vivían en cavernas a las orillas de los caminos y comían lo que los peregrinos le arrojaban. Eran considerados impuros y no aptos para vivir en sociedad. No se podían acercar a nadie, bajo riesgo de morir si incumplían las prescripciones. Prácticamente, no eran considerados seres humanos.

Sin embargo, Jesús permite que el grupo de leprosos se le acerque. Rompe con este gesto la mentalidad segregacionista que divide el mundo en puros e impuros, sacros y profanos. Jesús afronta solo la escena. Los discípulos se ausentan ante tamaño grupo de leprosos proscritos. La petición de los leprosos es simple: «¡Jesús, maestro, ten compasión de nosotros!» Y como menciona el Evangelio y ya lo he dicho, Jesús los remite a los sacerdotes, que era la institución encargada de decidir quién es puro y quién impuro. De camino, todos quedan curados, pero únicamente uno se regresa. El leproso que regresó con Jesús sabe que quien le dio la sanación vale más que la institución a la que ha sido remitido. Reconoció a Jesús por encima de otras instancias de Israel. Ya curado, entendió que Jesús lo había reintegrado a la comunidad humana, no importando que como leproso y extranjero fuera un doble marginado. Frente a Jesús se postró y reconoció al Mesías que ha sido su redentor. La fe de aquel hombre enfermo y marginado fue la que le permitió ser completamente redimido.

Hoy la Iglesia celebra a San Martín de Tours, que nació en Sabaria, en Panonia (Hungría) hacia el año 316. Es muy conocido por la narración del episodio en que, cabalgando envuelto en su amplio manto de guardia imperial, encontró a un pobre que tiritaba de frío, con gesto generoso cortó su manto y le dio la mitad al pobre. Por la noche, en sueños, vio a Jesús envuelto en la mitad de su manto, sonriéndole agradecido. Este hombre recibió el bautismo a los 18 años y tras un período de eremita, fundó el monasterio de Ligugé y el de Marmoutier. Posteriormente fue elegido obispo de Tours, donde revolucionó la diócesis durante sus 27 años de vida episcopal con su amor hacia los pobres y necesitados y su servicio incansable. Se le considera el primer santo no mártir con fiesta litúrgica. Que la sencilla narración evangélica de hoy y el testimonio de vida de San Martín de Tours, bajo la mirada protectora de María, nos ayuden a encontrar las claves de lo que debe ser la vida del cristiano agradecido con Dios. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 10 de noviembre de 2020

«No somos más que siervos»... Un pequeño pensamiento para hoy


«No somos más que siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer» no recuerda el Evangelio de hoy (Lc 17,7-10). Servir a Dios, no con el propósito de hacer valer luego unos derechos adquiridos, sino con amor gratuito de hijos es la tarea de todo discípulo–misionero de Cristo. Si hacemos el bien, que no sea llevando cuenta de lo que hacemos, ni pasando factura, como se dice; ni pregonando nuestros méritos personales, porque los humanos tendemos a convertir en heroico lo más ordinario de nuestro deber. Hay quien se llega a considerar héroe por llegar puntual al trabajo o por respetar las señales de tráfico. Los niños creen que se merecen un premio por cumplir con sus deberes escolares, cuando en realidad, sólo estamos haciendo lo que debíamos hacer. Por lo tanto, la parábola de hoy, que solamente viene en el Evangelio de San Lucas, quiere enseñar que nuestra vida debe caracterizarse por la actitud de servicio desinteresado y sin levantarse el cuello.

También como cristianos se nos presenta esta tentación. Aunque nunca lo expresamos así, llegamos a creer que nosotros le hacemos un favor a Dios cuando rezamos, cuando participamos en la Misa dominical, o cuando cumplimos los Mandamientos. Cristo nos ofrece este mensaje para prevenirnos de esta actitud, con la que nos olvidamos de que es Él quien nos ha dado infinitamente más de lo que nosotros podemos ofrecerle. Pero Dios no es un amo déspota y desconsiderado. El Evangelio de hoy nos invita a reconocer nuestra realidad de servidores y a vivir en humildad, pero no pensemos que al final de nuestra vida, después de haber trabajado y luchado sinceramente por Dios, seremos recibidos en el cielo con un seco y frío: «Sólo has hecho lo que tenías que hacer». Eso lo tenemos que decir nosotros, pero no lo dirá Él. Sus palabras las conocemos: dirá a quienes hayan vivido su mensaje: «Vengan, benditos de mi Padre...» (Mt 25,31ss). Y nos sentaremos con Cristo a gozar del banquete eterno. De nuestra parte haremos todo lo mejor que podamos, porque los verdaderos amigos no llevan contabilidad de los favores hechos. Eso sí, seguros de que Dios no se dejará ganar en generosidad: «alégrense y salten de gozo, que su recompensa será grande en el cielo» (Lc 6,23), «porque con la vara con que midas se te medirá» (Lc 6,38).

Hoy celebramos a San León Magno, Papa y Doctor de la Iglesia. San León, nacido en Toscana (Italia), llegó a ser Papa en el año 440 y se convirtió sí en el «Siervo de los siervos». Es recordado en los textos de historia por el prestigio moral y político que demostró ante la amenaza de los Hunos de Atila, a los que logró detener sobre el puente Mincio y de los Vándalos, cuya ferocidad mitigó en el saqueo de Roma del año 455. San Leon, en su afán de servir a la Iglesia y al mundo, nos ha dejado 96 sermones y 173 cartas suyas. León fue el primer Papa que recibió de la posteridad el epíteto de «magno», grande, no sólo por las cualidades literarias y la firmeza con la que mantuvo en vida al decadente imperio de Occidente, sino por la solidez doctrinal que demuestra en sus cartas y la grandeza de su servicio a la Iglesia. Murió un día como hoy en el año 461. A todos los Papas, hasta la fecha, se les sigue dando el título de: «Siervo de los Siervos» dándonos así, el ejemplo de cómo debe ser nuestro servicio desinteresado. Que María Santísima la fiel servidora del Señor interceda por nosotros y nos alcance también esa capacidad de servicio con sencillez. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

lunes, 9 de noviembre de 2020

«Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy celebramos en la Iglesia la fiesta llamada «Dedicación de la Basílica de Letrán». Esta Basílica que se llama Basílica del Divino Salvador y que está en Roma, es la catedral del Papa y de entre todas las iglesias de Occidente es la primera en antigüedad y dignidad, pues fue construida majestuosamente por el emperador Constantino hacia el año 320 en lo que era el palacio imperial de Letrán. Esta fiesta nos invita a valorar nuestras iglesias —las más antiguas, las más modernas, las más grandes y las más pequeñas— pero que, sobre todo, nos invita a valorar que «el templo de Dios» no son las construcciones materiales sino Jesucristo y los hombres. En las antiguas religiones el templo era con frecuencia el lugar sagrado donde Dios o los dioses se hacían presentes. En el cristianismo ya no es así. Dios se manifestó, se hizo presente en Jesús de Nazaret, su Hijo. Por esto, en el Evangelio (Jn 2,13-22), hemos escuchado cómo Jesús se atreve a decir que él es el «santuario», el «templo» de Dios. Es decir, donde Dios se manifiesta, actúa y habla.

Decir que Cristo es el Templo de Dios significa creer que en Él se manifestó Dios. El Dios que —como dice el Evangelio de San Juan— nadie vio jamás, nos fue revelado por Jesucristo. Y esto significa que todos los que nos llamamos cristianos no podemos hacernos nuestro «dios» a imagen y semejanza nuestra, según nuestros criterios y modos de actuar, sino según lo que nos dice Cristo. Podríamos decir que cristiano no es tanto aquel hombre o mujer «que va a la iglesia» o «que va a misa» sino aquel que vive, cada día, en todas partes, como discípulo–misionero de Jesucristo, intentando vivir —a pesar del pecado que todos tenemos— como nos enseñó el Señor. Porque solamente Él es el camino de vida, el camino de verdad. Solamente en Él conocemos al Dios verdadero, no el «dios» que nos hacemos nosotros. Todos estamos llamados a ser «templo de Dios». Mejor dicho, para Dios, lo somos todos. De lo que se deduce que todo hombre merece respeto, estimación, valoración. Lo cual significa que cada hombre y cada mujer es sagrado. 

Ningún hombre puede ser considerado solamente como un instrumento, un productor o un objeto de placer para nosotros. Cada hombre y cada mujer, sea barrendero o artista de cine, sea gobernante o un obrero sin trabajo, sea viejo o niño, sea un ejecutivo triunfante o alguien con capacidades diferentes, sea una mujer llena de belleza o una mujer feíta, sea un policía o un terrorista, todos siempre a pesar de todo son «sagrados», son templo de Dios. Merecedores de todo amor, de todo respeto, de toda comprensión. La comunidad cristiana es, entonces, el ámbito de la presencia del Verdadero Templo que es Jesús. «Donde dos o tres estáis reunidos, allí estoy yo en medio de ustedes». «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos, sin mi no pueden hacer nada». Tenemos vocación de templo en el Cuerpo de Cristo. Tenemos, por eso también, vocación de con-templa-tivos. Toda realidad se convierte para nosotros en presencia del Espíritu del Señor que llena la tierra. Todo rostro humano lleva la impronta del verdadero templo. Pidamos por intercesión de la Madre de Dios y Madre de la Iglesia que la reflexión de este día nos haga vivir más intensamente los cimientos de nuestra fe. Que siempre que entremos en la iglesia, o siempre que pasemos por delante de la misma, se renueven estos cimientos. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.