lunes, 9 de noviembre de 2020

«Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy celebramos en la Iglesia la fiesta llamada «Dedicación de la Basílica de Letrán». Esta Basílica que se llama Basílica del Divino Salvador y que está en Roma, es la catedral del Papa y de entre todas las iglesias de Occidente es la primera en antigüedad y dignidad, pues fue construida majestuosamente por el emperador Constantino hacia el año 320 en lo que era el palacio imperial de Letrán. Esta fiesta nos invita a valorar nuestras iglesias —las más antiguas, las más modernas, las más grandes y las más pequeñas— pero que, sobre todo, nos invita a valorar que «el templo de Dios» no son las construcciones materiales sino Jesucristo y los hombres. En las antiguas religiones el templo era con frecuencia el lugar sagrado donde Dios o los dioses se hacían presentes. En el cristianismo ya no es así. Dios se manifestó, se hizo presente en Jesús de Nazaret, su Hijo. Por esto, en el Evangelio (Jn 2,13-22), hemos escuchado cómo Jesús se atreve a decir que él es el «santuario», el «templo» de Dios. Es decir, donde Dios se manifiesta, actúa y habla.

Decir que Cristo es el Templo de Dios significa creer que en Él se manifestó Dios. El Dios que —como dice el Evangelio de San Juan— nadie vio jamás, nos fue revelado por Jesucristo. Y esto significa que todos los que nos llamamos cristianos no podemos hacernos nuestro «dios» a imagen y semejanza nuestra, según nuestros criterios y modos de actuar, sino según lo que nos dice Cristo. Podríamos decir que cristiano no es tanto aquel hombre o mujer «que va a la iglesia» o «que va a misa» sino aquel que vive, cada día, en todas partes, como discípulo–misionero de Jesucristo, intentando vivir —a pesar del pecado que todos tenemos— como nos enseñó el Señor. Porque solamente Él es el camino de vida, el camino de verdad. Solamente en Él conocemos al Dios verdadero, no el «dios» que nos hacemos nosotros. Todos estamos llamados a ser «templo de Dios». Mejor dicho, para Dios, lo somos todos. De lo que se deduce que todo hombre merece respeto, estimación, valoración. Lo cual significa que cada hombre y cada mujer es sagrado. 

Ningún hombre puede ser considerado solamente como un instrumento, un productor o un objeto de placer para nosotros. Cada hombre y cada mujer, sea barrendero o artista de cine, sea gobernante o un obrero sin trabajo, sea viejo o niño, sea un ejecutivo triunfante o alguien con capacidades diferentes, sea una mujer llena de belleza o una mujer feíta, sea un policía o un terrorista, todos siempre a pesar de todo son «sagrados», son templo de Dios. Merecedores de todo amor, de todo respeto, de toda comprensión. La comunidad cristiana es, entonces, el ámbito de la presencia del Verdadero Templo que es Jesús. «Donde dos o tres estáis reunidos, allí estoy yo en medio de ustedes». «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos, sin mi no pueden hacer nada». Tenemos vocación de templo en el Cuerpo de Cristo. Tenemos, por eso también, vocación de con-templa-tivos. Toda realidad se convierte para nosotros en presencia del Espíritu del Señor que llena la tierra. Todo rostro humano lleva la impronta del verdadero templo. Pidamos por intercesión de la Madre de Dios y Madre de la Iglesia que la reflexión de este día nos haga vivir más intensamente los cimientos de nuestra fe. Que siempre que entremos en la iglesia, o siempre que pasemos por delante de la misma, se renueven estos cimientos. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

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