El poder de Dios se ha hecho amor y debilidad en Jesús. Pero ese poder ha chocado contra la dureza del corazón humano. En el Evangelio de hoy (Lc 19,41-44) Jesús llora por Jerusalén que ha conocido la visita salvífica de Dios en Jesús, pero la ha rechazado. Ya no se le ofrecerá otra oportunidad, porque las oportunidades son siempre únicas. Ya sólo queda que se manifiesten las consecuencias de este rechazo, ya sólo queda la destrucción como herencia. Por eso Jesús llora por su ciudad con lágrimas de compasión y lágrimas de impotencia. Ha hecho todo lo posible por la paz de la ciudad y por que esta reconozca en él al Mesías Salvador. Este llanto es todavía llamamiento —aunque inútil también— a la conversión. Aceptar a Jesús es el camino para la paz y rechazarlo es la ruina. Sólo en él está la salvación (cf. Hch 4. 12) y el pueblo judío no lo comprenderá. Jesús trató de «convertir» Jerusalén, pero esa ciudad, en conjunto, le resistió, y lo rechaza: dentro de unos días Jesús será juzgado, condenado, y ejecutado... Jerusalén está ciega: no ha «visto» los signos de Dios, no ha sabido reconocer la hora excepcional que se le ofrecía en Jesucristo. Días vendrán sobre ti —dice Jesucristo— en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos, y no dejarán en ti piedra sobre piedra. Cuando san Lucas escribía eso, ya había sucedido: en el año 70, los ejércitos de Tito habían arrasado prácticamente la ciudad... esa hermosa ciudad que Jesús contemplaba aquel día con los ojos llenos de lágrimas.
Las palabras de Jesús contra Jerusalén, que hoy pone el Evangelio, con su posible fondo histórico y su recuerdo de meditación eclesial, constituyen, así, una de las metas de la obra de san Lucas. Donde la salvación se ha preparado y ofrecido de un modo más intenso, la ruina y el rechazo vienen a ser más dolorosos. Subiendo hacia su Padre, en medio de la tierra, Jesús llora sobre el fondo de las ruinas de su pueblo muerto (Lc 19,41). Son pocas las imágenes más evocadoras que ésta. Teniéndola en cuenta podemos fijar dos conclusiones generales: El rechazo de los suyos constituye una de las bases de la pasión de Cristo sobre la tierra. Para la Iglesia, la muerte de Jesús, aceptada en un ámbito de obediencia, se ha convertido en fundamento de gloria y salvación. Por el contrario, la caída de Jerusalén, interpretada a la luz de su rechazo, se ha convertido en reflejo de una condena. Toda muerte puede recibir estos sentidos: lleva con Cristo a la Pascua o con Jerusalén hacia el fracaso.
Entre los santos y beatos que hoy se celebran en la Iglesia está san Federico Jansoone, que nació en Ghyvelde, en el Norte de Francia y muy pronto se sintió fascinado por la espiritualidad de san Francisco de Asís. Como era muy inteligente, realizó sus estudios de una forma brillante ante los ojos de sus compañeros y sus profesores. Cuando tuvo la edad adecuada, pidió entrar en el noviciado de la Orden franciscana y terminados sus estudios escolásticos, se ordenó de sacerdote en 1870. Fue capellán militar en su primer destino. Federico tenía valentía y arrojo para las cosas de Dios, por eso no dudó lo más mínimo en fundar un convento franciscano en Burdeos. Los destinos variados harían de él una persona obediente a la orden de sus superiores. La obediencia lo destinó luego a París para que se ocupara de los asuntos de Tierra Santa. Aquí estuvo poco más de un año entregado a la Custodia de los Santos Lugares, alternado su trabajo con el de la Biblioteca Nacional. Se dice que cada día celebraba la Eucaristía con una devoción impresionante. Dejó París para irse a Tierra Santa en 1881 donde estuvo poco tiempo. En seguida lo mandaron a Canadá en donde murió en 1916. ¡Cuánta alegría pudo dar este santo varón con su vida al Señor! Que no llore Jesús por nuestra falta de conversión, sino que se alegre por nuestra vida, eso lo pedimos hoy por intercesión de María Santísima. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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