Casi llegando al final del Año Litúrgico, tenemos un Evangelio (Lc 19,45-48) en el que Jesús realiza un signo profético. A la manera de los profetas del Antiguo Testamento, realiza una acción simbólica, plena de significación de cara al futuro. Al expulsar del templo a los mercaderes que vendían las víctimas destinadas a servir de ofrenda y al evocar que «la casa de Dios será casa de oración» (Is 56,7), Jesús anunciaba la nueva situación que Él venía a inaugurar, en la que los sacrificios de animales ya no tenían cabida. San Juan definirá la nueva relación cultual como una «adoración al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). La figura debe dejar paso a la realidad. Santo Tomás de Aquino decía poéticamente lo que cantamos en el Tantum Ergo: «Et antiquum documentum, novo cedat ritui» —«Que el Antiguo Testamento deje paso al Nuevo Rito»—. El Rito Nuevo es la Palabra de Jesús. Por eso, san Lucas ha unido a la escena de la purificación del templo la presentación de Jesús predicando en él cada día.
Sin duda alguna, todo este comportamiento de Jesús produjo una impresión muy profunda en la sociedad de su tiempo, especialmente entre los dirigentes religiosos, pero la escena puede ser también muy ilustrativa para nosotros. Jesús ha venido a expulsar todo aquello que ha manchado nuestros corazones, pues no podemos llamar Padre a Dios ni ser sus hijos en verdad mientras continuemos esclavizados al pecado y continuemos manifestando signos de muerte que se quedan solamente en cosas externas. No podemos convertir nuestra vida, «Templo del Espíritu Santo», en una cueva de ladrones donde anide todo aquello que nos esté robando el amor, la paz, la bondad, la misericordia, la justicia, la solidaridad y nos esté convirtiendo en unos malvados. Cristo nos quiere, en verdad, llenos de su Vida y de su Espíritu de tal forma que, con nuestras palabras, nuestras obras y toda nuestra vida, nos convirtamos en una continua alabanza a su Santo Nombre.
Entre los santos y beatos que se celebran el día de hoy, destaca san Edmundo Rey, que, a sus catorce años, fue coronado rey, el día de la Navidad del año 855. Pronto dio muestras de una sensatez que no procede sólo de la edad. No se hizo amigo de lisonjas; amó y buscó la paz para su pueblo; se mostró imparcial y recto en la administración de la justicia; tuvo en cuenta los valores religiosos de su pueblo y destacó por el apoyo que daba a las viudas, huérfanos y necesitados. Reinó así hasta que llegaron dificultades especiales con el desembarco de los piratas daneses capitaneados, que sembraban pánico y destrucción a su paso con una aversión diabólica a todo nombre cristiano; con rabia y crueldad saqueaban, destruían y entraban al pillaje en monasterios, templos o iglesias que encontraban, pasando a cuchillo a monjes, sacerdotes y religiosas. Edmundo reunió, como pudo, un pequeño ejército para hacer frente a tanta destrucción, pero cayó en manos de los enemigos, fue azotado, herido como otro san Sebastián, hasta que su cuerpo parecía un erizo por tantas flechas y, por último, le cortaron la cabeza. Él puede ser para nosotros un muy buen ejemplo de defender los valores del Reino. Pidámosle junto a María Santísima, que no nos ganen las cosas y los intereses del mundo y que entendamos el mensaje de Cristo que nos hace libres. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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