En este día, en que la Iglesia celebra la conmemoración de todos los fieles difuntos, nuestro recuerdo y nuestras oraciones, se dirigen especialmente hacia aquellos familiares, amigos y conocidos, amigos y familiares nuestros que han dejado este mundo. El recuerdo de su muerte nos hace sentir con mayor hondura la precariedad de la vida presente y el misterio de la muerte, que nosotros, como discípulos–misioneros de Cristo, sólo podemos iluminar con la fe, con la luz que surge de este doble acontecimiento: Jesús murió; Jesús resucitó. Jesús expiró realmente, fue amortajado y lo pusieron en un sepulcro. Muriendo él mismo nos enseñó a morir y nos aclaró el sentido de la muerte. ¿Cómo no hacer un paralelismo entre la muerte de Cristo y la muerte de aquellos que hoy recordamos? Y este paralelismo tiene una razón profunda de ser, por cuanto deriva de una ley esencial de la fe cristiana: la muerte de Cristo está necesariamente vinculada a la muerte de todos y cada uno de los cristianos.
La liturgia del día propone tres Evangelios y en general tres Misas que se pueden elegir. Yo tomo para mi reflexión el pasaje de san Lucas (Lc 23,44-46.50.52-53;24,1-6) que habla de la muerte y resurrección de Jesucristo, porque la muerte de Cristo es el modelo supremo de la muerte cristiana. Y ello en dos aspectos principales: Primero: Cristo aceptó voluntariamente su muerte como prueba de obediencia amorosa a la voluntad del Padre; Cristo murió por los demás, por todos los hombres, como culminación de una vida totalmente entregada al servicio de los demás. Y segundo: En el plano de la eficacia. Para nosotros, que somos creyentes practicantes de nuestra fe, la muerte de Cristo no es sólo un ejemplo, sino la causa real y eficaz de nuestra salvación, nuestra esperanza, porque sabemos que después de morir Cristo resucitó. Jesús es «El que vive». Su historia no terminó con la muerte. En aquel domingo, las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús encontraron el sepulcro vacío: «Por qué buscan entre los muertos al que vive». Aquel que murió y fue sepultado, recibe ahora el titulo significativo de «El que vive» —El Viviente—, denominación que el Antiguo Testamento reservaba sólo para Dios. Repetir hoy que Jesucristo es «El que vive» es, pues, un pleno acto de fe en Él como Hijo de Dios y redentor nuestro.
Proclamar que a la muerte de Jesús siguió su gloriosa resurrección, es colocar el más sólido fundamento de nuestra esperanza cristiana. A la luz de esta reflexión, nos queda claro que el amor es más fuerte que la muerte y por ello el Señor Jesús no se podía quedar en el sepulcro. La fuerza del amor por cada uno de nosotros le llevó a levantarte de la tumba y salir vivo a hacerse encontradizo de cada uno de nosotros y esperar nuestro amor. Por el ejemplo de Cristo y por su fuerza, los cristianos podemos pasar por la muerte de un modo que transforma totalmente sus aspectos negativos. ¡Qué triste sería nuestra vida si todo terminara con la cruz! Pero Jesús está vivo. Él nos promete una resurrección en la cual podamos recibir su amor y amarle sin medida. En este día, la esperanza se coloca en lo más hondo de nuestro ser mientras recordamos a quienes ya han partido de este mundo, entre ellos, como he dicho, nuestros familiares, amigos y conocidos; pero también a aquellos a quienes nadie recuerda. Acompañemos, pues, con nuestro recuerdo a quienes ya nos han dejado y unidos a Jesucristo, nuestro hermano mayor, que ha muerto y ha resucitado y nos ha enseñado el camino que conduce a nuestra casa, a la casa de Dios, a la casa del Padre y la Madre, a la casa donde todos nos hemos de reunir para siempre, pidamos también para nosotros, una buena muerte. Que el Señor nos encuentre como un fruto maduro cuando venga por nosotros. ¡Bendecido lunes, día de todos los fieles difuntos!
Padre Alfredo.
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