Luego de este comentario sobre esta memoria, me voy al Evangelio de este día (Lc 20,27-40) en el que se presenta una «trampa saducea» con preguntas de estos personajes que no están hechas con sincera voluntad de saber, sino para tender una «encrucijada» para que Jesús quede mal, responda lo que responda. Los saduceos pertenecían a las clases altas de la sociedad. Eran liberales en algunos aspectos sociales —eran considerados conciliadores con los romanos—, pero se mostraban muy conservadores en otros. Por ejemplo, de los libros del Antiguo Testamento sólo aceptaban los libros del Pentateuco (la Torá), y no las tradiciones de los rabinos. No creían en la existencia de los ángeles y los demonios, y tampoco en la resurrección. Al contrario de los fariseos, que sí creían en todo esto y se oponían a la ocupación romana. Por tanto, no nos extraña que cuando Jesús confunde con su respuesta a los saduceos, unos letrados le aplaudan diciendo: «bien dicho, Maestro».
Hay que leer este trozo del Evangelio y comprender el caso que los saduceos presentan a Jesús hoy, un tanto extremado y ridículo, que está basado en la «ley del levirato» (cf. Dt 25), por la que si una mujer quedaba viuda sin descendencia, el hermano del esposo difunto se tenía que casar con ella para darle hijos y perpetuar así el apellido de su hermano. Jesús no cae en la trampa que le tienden, pues deja en claro que Dios nos tiene destinados a la vida, no a la muerte. «No es Dios de muertos, sino de vivos». Pero la vida futura, según explica Jesús, será muy distinta de la actual. Es vida nueva, en la que no hará falta casarse y la vida, tanto como el amor y la alegría, no tendrán fin. Entonces, la vida futura, no es propiamente una prolongación de esta vida. No se trata de conseguir una prórroga para remediar entuertos. La resurrección abre las puertas de una vida distinta, nueva totalmente. De una plenitud difícil de comprender, pero fácil de intuir. Una plenitud que nos hace creer en un Dios de vivos. Nuestro Dios destierra la ideología de la muerte, de cualquier muerte. La certeza de la vida eterna alimenta nuestro caminar diario con la esperanza, eso nos mueve a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a nuestra entera existencia y nos ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios, anhelando esa vida eterna y comenzando a construir el Reino desde aquí, esperando cielos nuevos y tierra nueva (2 Pe 3,13). Pidamos a María Santísima que ella nos ayude a caminar en este dinamismo mientras seguimos en este mundo y llegue ese glorioso momento de la resurrección de todos. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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