El Evangelio de hoy (Lc 21,20-28) es una mezcla de dos profecías de Jesús: una sobre la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70 DC y la otra sobre la segunda venida de Cristo, al final de los tiempos. Los primeros lectores del Evangelio de Lucas pudieron recordar cómo se había destruido Jerusalén; y ellos esperaban que llegara esa segunda venida durante sus vidas. La historia nos ha dejado huella de que la destrucción del año 70, como todas las catástrofes históricas, además de ser un suceso social y político, fue un acontecimiento religioso. La ciudad santa sucumbió víctima de su pecado, por haber rechazado la salvación que se le ofrecía en Jesús. Hoy el Señor expresa su compasión por las víctimas y pone en guardia a los discípulos–misioneros para que no perezcan. Ellos no han comulgado con este pecado de Jerusalén. No deben perecer en ella. Ante la venida del Hijo del Hombre, que se hará patente, clara como la luz del mediodía, el pánico será la actitud del incrédulo, el gozo será la herencia del creyente. Para éste se acerca la salvación. Se toca ya la esperanza. El creyente irá con la cabeza erguida, rebosante de gozo el corazón, al encuentro de su Señor, a quien ha amado, por quien ha vivido, en quien ha creído, al que anhelante ha estado toda la vida esperando.
La perspectiva de Cristo en este pasaje es optimista: «entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube, con gran poder y majestad». Así, el anuncio no busca entristecer, sino animar: «Cuando estas cosas comiencen a suceder, pongan atención y levanten la cabeza, porque se acerca la hora de su liberación» Las imágenes, en el discurso de Jesús, se suceden una tras otra para describirnos la seriedad de los tiempos futuros: la mujer encinta, la angustia ante los fenómenos cósmicos, la muerte a manos de los invasores, la ciudad pisoteada. Esta clase de lenguaje apocalíptico no nos da muchas claves para saber adivinar la correspondencia de cada detalle, pero, por encima de todo, está claro que también nosotros somos invitados a tener confianza en la victoria de Cristo Jesús. Nuestra espera es dinámica, activa, comprometida. Tenemos mucho que trabajar para bien de la humanidad, llevando a cabo la misión que iniciara Cristo y que luego nos encomendó a nosotros como discípulos–misioneros. Pero nos viene bien pensar que la meta es la vida, la victoria final, junto al Hijo del hombre: él ya atravesó en su Pascua la frontera de la muerte e inauguró para sí y para nosotros la nueva existencia, los cielos nuevos y la tierra nueva.
Hoy entre los santos y beatos que se celebran está San Juan Berchmans, un santo que inició sus estudios en el Seminario de Malinas, luego entró en el Noviciado de los jesuitas de la misma ciudad. Más tarde pasó a Roma. En el Seminario y en el Noviciado se distinguió por su candor, estudio y piedad. Su devoción a la Virgen fue proverbial. «Si amo a María, decía, tengo segura mi salvación, perseveraré en la vocación, alcanzaré cuanto quisiere, en una palabra, seré todopoderoso». En el último año de su vida Juan se comprometió, firmando con su propia sangre, a «afirmar y defender dondequiera que se encontrase el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María». Bajo el cuidado de María deseaba practicar todas las virtudes por igual. Aparentemente no hizo nada, nada llamativo. Pero vivió «apasionado por la gloria de Dios». Es célebre por sus frases: «Mi mayor penitencia, la vida común» y «Quiero ser santo sin espera alguna». Cuando hay que orar, decía, ora con todo amor. Cuando hay que estudiar, estudia con toda ilusión. Cuando hay que practicar deporte, practícalo con todo entusiasmo. Y siempre con más amor, en cada instante del programa diario, bajo la dulce mirada maternal de la Virgen María. Estudiaba con la mirada puesta en el futuro apostolado, en las almas que se le encomendarían. Murió joven, por una enfermedad pulmonar en Roma el 13 de agosto de 1621 con gran pesar de toda la comunidad del Colegio Romano quienes ya lo consideraban un santo. Sus últimas palabras fueron: «Jesús, María». Es patrono de los que se preparan para el sacerdocio. Que este ejemplo de una vida ordinaria vivida extraordinariamente nos ayude a anhelar la venida del Señor bajo la protección de María Santísima.
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario