La predicación de la Cruz —de la mortificación, del sacrificio, del sufrimiento— como un bien y como medio de salvación, chocará siempre en nuestro mundo materialista y de vista corta, con quienes la miren solamente con ojos humanos. Nadie estamos exentos de la tentación de «sacarle la vuelta» a la Cruz. El Señor no tiene otra cosa que ofrecernos para alcanzar la salvación que la Cruz: «El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga» (Mateo 16, 24). Eso entendió santa Clara, a quien hoy celebramos y eso captaron como ella, muchos santos que han quedado registrados en la historia de la Iglesia y nos constatan que lo que Jesús dice es verdad.
En toda Cruz que cargamos —con ayuda de María «Corredentora»— Cristo viene a nuestro encuentro con todo su amor y le da sentido a nuestro paso por este mundo. De nada nos servirá el nombre, títulos y todo lo material que tengamos, si al final perdemos la vida y por ende nuestra alma. Los padecimientos nos ayudan a identificarnos con el Crucificado. ¿Estás pasando por dificultades y sufrimientos? ¿Se libra en tu interior una batalla entre el bien y el mal? Jesús quiere estrecharte cariñosamente en sus brazos y te invita a morir a ti mismo, para abrazar la Cruz cada día y recibir el amor, la paz y el gozo que el Espíritu quiere derramar con abundancia en el corazón de quien le sigue.
Clara de Asís, contagiada por el testimonio de Francisco, en quien percibió la verdadera alegría, comprendió que si morimos a nosotros mismos y seguimos a Jesús con toda humildad y confianza, llegaremos a ser partícipes de su pasión, y, si compartimos su pasión, también tendremos parte en su resurrección. Por eso ella no perdió el tiempo y lo adoró constantemente en su presencia Eucarística con todo el amor de que fue capaz y exclamando: «El amor que no puede sufrir no es digno de ese nombre». A Cristo le seguimos desde el Amor, y es, partiendo del Amor, desde donde comprenderemos el sacrificio, la negación personal el dolor, la soledad, el desgaste por los demás: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25).
Padre Alfredo.
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