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En toda Cruz que cargamos —con ayuda de María «Corredentora»— Cristo viene a nuestro encuentro con todo su amor y le da sentido a nuestro paso por este mundo. De nada nos servirá el nombre, títulos y todo lo material que tengamos, si al final perdemos la vida y por ende nuestra alma. Los padecimientos nos ayudan a identificarnos con el Crucificado. ¿Estás pasando por dificultades y sufrimientos? ¿Se libra en tu interior una batalla entre el bien y el mal? Jesús quiere estrecharte cariñosamente en sus brazos y te invita a morir a ti mismo, para abrazar la Cruz cada día y recibir el amor, la paz y el gozo que el Espíritu quiere derramar con abundancia en el corazón de quien le sigue.
Clara de Asís, contagiada por el testimonio de Francisco, en quien percibió la verdadera alegría, comprendió que si morimos a nosotros mismos y seguimos a Jesús con toda humildad y confianza, llegaremos a ser partícipes de su pasión, y, si compartimos su pasión, también tendremos parte en su resurrección. Por eso ella no perdió el tiempo y lo adoró constantemente en su presencia Eucarística con todo el amor de que fue capaz y exclamando: «El amor que no puede sufrir no es digno de ese nombre». A Cristo le seguimos desde el Amor, y es, partiendo del Amor, desde donde comprenderemos el sacrificio, la negación personal el dolor, la soledad, el desgaste por los demás: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25).
Padre Alfredo.
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