viernes, 25 de agosto de 2017

«El mandamiento más grande»... Un pequeño pensamiento para hoy


«Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley?», pregunta uno de los doctores de la Ley a Jesús en el Evangelio (Mt 22,36). ¡Pobre hombre! Estaba confundido entre los 248 mandamientos que los rabinos habían puesto en torno a la ley juntando mandamientos y preceptos de aquí y de allá cuando sus antepasados no se enredaban tanto y reducían los mandamientos de la ley de forma sencilla: once en David (Sal 15,2-5), seis en Isaías (Is 33,15), tres en Miqueas (Mi 6,8), dos en Amós (Am 5,4) y uno solo en Abacuc (Ab 2,4). Jesús, al contestar, ata el amor de Dios y el amor del prójimo, hasta fusionarlos en uno solo, pero sin renunciar a dar la prioridad al primero, al cual subordina estrechamente el segundo. Es más, todas las prescripciones de la ley, llegaban a 613 y estaban en relación con este único mandamiento: toda la ley encuentra su significado y fundamento en el mandamiento del amor. Este único mandamiento del amor no sólo está en sintonía con la ley, sino también con los profetas (v.40). 

La novedad de la respuesta que da Jesús a esta pregunta, no está tanto en el contenido material como en su realización: el amor a Dios y al prójimo hallan su propio contexto y solidez definitiva en Él, en su Reino y en su seguimiento. El doble único mandamiento, el amor a Dios y al prójimo, se convierte en columnas de soporte, no sólo de las Escrituras, sino también de la vida ordinaria del cristiano. Hemos sido creados para amar. ¿Somos conscientes de que nuestra realización consiste en amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente? Este amor se debe verificar no solamente cuando estamos dentro del templo… ¡ahí todos somos santitos!, sino también y sobre todo en la vivencia de cada día cuando experimentamos la caridad hacia los hermanos que nos rodean y en sus situaciones existenciales. ¿Vivimos esto en la práctica diaria? «Aquel que cumplió todo lo que está mandado, respecto del amor de Dios y del prójimo, es digno de recibir gracias divinas» (Orígenes, homilia 23 in Matthaeum).

Enfrascados como estamos en nuestras propias cosas, nos olvidamos de amar. Para poner en práctica este mandamiento, lo primero que tenemos que hacer es amarnos a nosotros mismos, porque quien no se ama a sí mismo es incapaz de darse a los demás, incapaz de descubrir a Dios en el prójimo, porque tampoco descubre a Dios en su interior. Amar en este estilo es sencillo, es el estilo de María de Nazareth, es el estilo de los santos: disfrutar cada día los detalles que la vida nos ofrece, buenos o malos; enriquecer el amor porque un amor pobre, enclenque, no da fuerzas ni alegrías. Amar así es dejar que cada día tenga su afán. Amar así es aceptar a los demás como son, poner voluntad en mejorar las relaciones con aquellas personas, amigos, vecinos, compañeros, jefes o familiares con los que no nos entendemos. Amar así no es caer en la rutina, ni en el desaliento; compartirse, darse; caminar al lado del anciano, del preso, del enfermo, del matrimonio, esposo o hermano con problemas; de los jóvenes, de los niños: Amar así es hacer a Cristo presente donde hay dolor, pero también donde hay alegría. Por ello amemos, ¡Amemos, sin cansarnos! ¡Feliz viernes, recordando que Cristo amó hasta el extremo, cumpliendo la voluntad del Padre entregando su vida por nosotros!... La mejor forma de querer a Dios y a los hermanos.

Padre Alfredo.

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