¿Qué debo hacer con mi vida? ¿Alguna vez te has formulado esa pregunta? ¿Alguna vez se la has hecho a Jesús? La vida del creyente tiene sentido desde Cristo y desde sus amores. Seguir a Jesús exige esfuerzo, desprenderse de lo que uno más ama. Significa sacrificio, junto con alegría y realización humana. No hay que tener miedo a lo que nos exija la vivencia auténtica de nuestro cristianismo, porque no estamos solos. ¿Acaso Cristo nos va a abandonar? ¿No nos acompaña con sus sacramentos? ¿No nos va a consolar cada vez que le hablemos en la oración? Seguir a Cristo es el camino para aprovechar bien la vida. Aunque seguirle de cerca, es un gran compromiso, vale más que cualquier cosa. De ahí la pregunta: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para ganar la vida eterna?» (Mt 19,16).
Benedicto XVI —el Papa emérito—, comentando el pasaje del Evangelio que hoy ocupa mi reflexión matutina, que es sobre «el joven rico» (Mt 19,16-22) y explicándolo a los jóvenes dice unas palabras que me dejan pensando: «Ustedes han creído que Dios es la perla preciosa que da valor a todo lo demás: en la familia, en el estudio, en el trabajo, en el amor humano... en la vida misma. Han comprendido que Dios no les quita nada, sino que les da el ciento por uno y hace eterna su vida, porque Dios es Amor infinito: el único que sacia nuestro corazón. Me gustaría recordar la experiencia de san Agustín —dice el Papa, un joven que buscó con gran dificultad, durante mucho tiempo, fuera de Dios, algo que saciase su sed de verdad y de felicidad. Pero al final de este camino de búsqueda ha comprendido que nuestro corazón está sin paz mientras que no encuentre a Dios, mientras no repose en Él. ¡Queridos jóvenes! ¡Conserven su entusiasmo, su alegría, la que nace de haber encontrado al Señor, y sepan comunicarla también a sus amigos» (5 de julio de 2010).
El joven del evangelio sentía una inquietud en el fondo de su alma. Había decidido romper con el pecado. Seguramente tendría, como muchos de nosotros, amigos que estaban refugiados en el egoísmo, los placeres, la violencia, la indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Pero él no era así. Quería llegar a la vida eterna, y por eso se acercó a Jesús para preguntarle qué debía hacer. Pero este joven, aunque estaba bien dispuesto, no supo estar a la altura y se fue triste (Mt 19,22). ¡Qué contradicción! Poseía muchos bienes, había sido atrapado por el consumismo, por el materialismo y, en lugar de estar alegre, se marchó con un rostro marcado por la tristeza y el desengaño. En el fondo, no estaba dispuesto a decir sí a Jesús y optó por seguirse a sí mismo. Es la vida no solamente de gente joven, sino de mucha gente de diversas edades del mundo globalizado en el que vivimos. Muchos, apegados a tantas cosas, fácilmente se olvidan de Jesús y lo relegan a un lugar secundario alegando que no hay tiempo para ir a Misa el domingo, que no les alcanza el día para rezar el rosario, que es imposible formar parte de algún grupo en la Iglesia, que no alcanzan a leer ni siquiera un versículo de la Biblia. La beata María Inés decía, con el buen humor que la caracterizaba: «La juventud no se acaba, solo se acumula» ¡Cuánta verdad encierra esta frase! ¡Y con cuanta razón nos podemos aplicar la pregunta que se hace el joven del evangelio aunque seamos viejos! Que María Santísima, que siempre conservó el fuego de su juventud, cuando el Ángel le anunció que sería la Madre del Salvador y ella comprendió que eso significaba dejarlo todo por seguir la voluntad divina, nos ayude a descubrir que de nada sirve tener o hacer muchas cosas, si no está su Hijo Jesús en el centro de la vida. La observancia de los mandamientos es apenas el primer grado de una escala que va mucho más lejos y más alto (Mt 19,17). ¡Jesús pide más y con nuestra juventud, tal vez acumulada… le podemos seguir más de cerca! Feliz inicio de semana en este bendecido lunes.
Padre Alfredo.
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