Cada día de este ciclo litúrgico (2018-2019 Año C), me he empeñado en profundizar en el salmo responsorial de cada Misa. Hoy se pone ante mí un salmo muy conocido, el salmo 94 (95 en la Biblia), esa narración que conozco muy bien y que casi cada día repetimos al iniciar la oración de la mañana como «invitatorio» en el rezo de la «Liturgia de las Horas» un salmo que fue un acto litúrgico de la antigüedad en el pueblo de Israel. Es un himno clásico, una invitación a la alabanza y a escuchar al Señor. El salmista nos va llevando por los distintos los motivos para la alabanza al Señor, en primer lugar, el título de Dios y su puesto único (v.3); luego la creación (v.4); y c); la elección histórica del pueblo y finalmente el valor de la Alianza que Dios establece. Hebreos 4,1-11 indicará, en el Nuevo Testamento, que todo el tiempo del Antiguo Testamento es una repetida llamada y expectación del «hoy» para entrar en el descanso de Dios. Con Cristo llega este «hoy», con su resurrección se inaugura en el mundo el reposo de Dios, que descansó cuando terminó su trabajo creador. Este «hoy» de Cristo se ofrece a todos: hay que escucharlo y entrar aprisa en su descanso. La vida cristiana será siempre escuchar a Dios para tener un un nuevo «comienzo», un comienzo que habremos de mantener hasta el fin, para entrar en el descanso definitivo de Cristo y de Dios.
Así, esta mañana se nos invita a orar desde el «hoy», desde el «aquí y ahora» que vivimos en este día. La actitud fundamental que este salmo expresa y quiere alimentar en nosotros es, ante todo, la de escuchar y alabar a Dios. En este salmo encontramos una actitud de petición para el día: el orante le pide a Dios que lo siga bendiciendo porque intuye que lo va a necesitar. Hay también una palabra de exigencia con una exhortación seria: «No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión en el desierto, cuando sus padres dudaron de mí, aunque habían visto mis obras». En su afán materno la Iglesia pone a sus hijos, cada mañana, en disposición de estar atentos a la voz del Señor que nos habla a través de los acontecimientos concretos de nuestra vida cotidiana. Escuchar la voz del Señor en las cosas más pequeñas (arreglar la casa, poner lavadoras, hacer la comida, la rutina en la oficina o en el taller, el cuidado de los hijos o de los padres enfermos…) o en lo más íntimo y personal (esa situación que nos trae por la calle de la amargura, esa enfermedad que está carcomiendo, ese hijo que se porta bien, esos amigos o familiares que me hacen el vacío…). El salmista nos exhorta esta mañana a entrar en el corazón de Dios para aclamarlo y darle vítores por cuanto ha hecho con nosotros y aduce las razones para ello: porque es nuestro creador, nuestro Dios y porque entre Él y nosotros hay la misma distancia (y el mismo cariño) que entre el pastor y sus ovejas. «Señor, que no seamos sordos a tu voz» repetimos al final de cada estrofa del salmo. Y el salmista, por boca de Yahvé, nos previene para no imitar al pueblo de Israel, recordando aquellos episodios de la disputa y aquella querella cuando se amotinaron contra Moisés, exigiéndole agua aquí y ahora, planteándose si existe Dios o no existe (cfr. Ex 17,1-7), a pesar de haber sido testigos directos de las «maravillas divinas» (las diez plagas de Egipto y el paso del Mar Rojo, principalmente).
¡Cuántas maravillas ha hecho el Señor en nuestras vidas que no podemos olvidar! ¡Cuántas cosas que el enemigo de nuestras vidas quiere hacernos creer que no son nada! Todas las mañanas, al levantarnos, ya nos espera el Maligno con ese dilema, a ver si nos seduce y consigue no dejarnos entrar en la presencia de Dios, impidiéndonos comenzar nuestro «hoy» con la alabanza divina. No nos asustemos, la Iglesia nos enseña que nadie puede ser tan presuntuoso de creerse confirmado en la gracia de Dios: eso fue solo privilegio de la Virgen María a quien esta mañana le pedimos que nos ayude a «escuchar la voz del Señor», a no endurecer nuestro corazón sino abrirlo como el de ella a la escucha y reflexión de la Palabra de Dios para hacerla vida y poder responderle al Señor que sabemos quién es Él, como nos propone meditar el Evangelio de hoy (Mt 16,13-23). ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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