Celebrar el memorial de nuestra salvación significa para nosotros, en nuestra condición de discípulos–misioneros, ser conscientes del amor infinito de Dios Padre, que ha querido hacernos hijos suyos en Cristo. Vivir como hijos es una decisión exigente que debemos renovar momento a momento, especialmente cuando celebramos la Eucaristía como fiesta de encuentro con el Señor. El sacrificio de la nueva alianza comporta un gozo inmenso. Jesús, en esa fiesta, sigue esperando en cada hombre y propone a cada uno el camino que conduce a Dios: un camino que compromete, pero que es gozoso, que está lleno de alegría, porque está sostenido por Él mismo. Cada día, y en especial al participar en la Eucaristía, renovamos la fiesta de nuestro corazón por tener al Señor como centro de nuestras vidas. Desde el Antiguo Testamento, las grandes liturgias comunitarias brindan la oportunidad de hacer escuchar a todo el pueblo alguna Palabra del Señor por parte de un profeta en aquel entonces y hoy por parte de un sacerdote, un diácono y un lector o lectora. Es hoy, en la celebración de la Misa, cuando de una manera especial reunidos como pueblo abrimos nuestros oídos y nuestro corazón a la escucha de la Palabra que nos invita a hacer fiesta en el corazón por todo lo que el Señor hace en nuestras vidas.
El salmo 80 [81] nos sitúa en nuestra condición de comunidad que celebra, que escucha la Palabra y que hace fiesta por el encuentro con el Señor. Ciertamente que ningún tiempo es inoportuno para alabar a Dios, pero algunos tiempos son señalados para estar con el en comunidad con los demás creyentes como Iglesia, no para que Dios se encuentre con nosotros en este momento, ya que Él siempre viene a nuestro encuentro, sino para que nosotros nos reunamos como comunidad de fe que alaba y celebra al Señor. En cada una de las fiestas del Antiguo Testamento, de las que hoy nos habla el libro del Levítico (Lev 23,1.4-11.15-16.27.34-37) se convocaba a una «asamblea litúrgica» para ofrecer sacrificios a Yahvé y, a la vez, en su honor, abstenerse del trabajo. Este salmo, del que hoy el salmo responsorial de este día nos ofrece algunos fragmentos, resalta, sobre todo, la parte litúrgica y celebrativa de estas fiestas: «Entonemos un canto al son de las guitarras y del arpa. Que suene la trompeta en está fiesta». La festividad cristiana, es ahora esencialmente la propia persona del hombre-Dios y la unión que cada uno de los celebrantes mantenemos con Él y con su amor.
Los cristianos católicos celebramos el domingo cada semana, que una vez al año se convierte en la Pascua del Señor, con su muerte y resurrección, preparada por la Cuaresma y prolongada por una Cincuentena festiva que termina con Pentecostés. Nuestra fiesta es una Persona, Jesús, el Señor Resucitado. En torno a él nos reunimos para celebrar la Eucaristía diaria, el domingo semanal y las fiestas anuales. Celebramos a lo largo del año la Misa cada día, conmemorando fiestas del Señor, de la Virgen y de los santos. Celebramos la Misa cada día porque celebramos al Señor y nos alegramos de la salvación que nos h a traído. Celebramos cada día la Misa porque agradecemos el pasado, vivimos el presente y esperamos el futuro, lo que da a nuestro camino por la vida un sentido y una fuerza especiales porque Cristo nos ha prometido que estará con nosotros hasta el fin de los tiempos. Y así, celebrando cada día, vamos participando de su vida, y encontramos el sentido de nuestro camino hacia la fiesta eterna del cielo. Pidámosle a la Virgen María, que seguro participó con inmensa devoción de las fiestas que el Antiguo Testamento menciona, que nos ayude a vivir cada celebración en este tono de fiesta en el corazón, agradeciendo el gran amor que Dios nos tiene. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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