miércoles, 21 de agosto de 2019

«La bendición de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


Leyendo de nuevo y detenidamente esta mañana el salmo 20 (21 en la Biblia), salta a mi vista la palabra «bendición», una palabra que significa «decir bien». Dios siempre dice bien de sus hijos porque los ama. EL autor del salmo, hijo de su tiempo como todos lo somos, da gracias por la bendición divina que Yahvé otorga al rey y hace un elenco de las gracias recibidas con esa bendición. Al rey se le conceden abundantes gracias: tiene puesta en la cabeza la corona de oro, como signo de la protección y de la asistencia divinas y se le concede una vida larga y una descendencia numerosa (vv. 4ss). El pueblo de Israel consideraba al rey como hijo de Dios por gracia y adopción, y era tenido por sus súbditos como un signo vivo de la presencia del Señor, un punto de referencia de la majestad y de la benevolencia de Dios, que acompañaba a la vida del pueblo, mostrándose constantemente interesado por las vivencias humanas de sus fieles. La bendición del sacerdote al rey, unida a la alegría por su persona, era una manifestación de la bendición duradera que el profeta Natán había dirigido al rey David y a su descendencia, y que el mismo David había implorado también de Dios orando: «Ya que has hecho a tu siervo esta gran promesa, dígnate bendecir su dinastía para que permanezca siempre en tu presencia. Porque eres tú, mi Dios y Señor, el que has hablado, y gracias a tu bendición será bendita para siempre la dinastía de tu siervo» (2 Sm 7,28-29). 

Decir que Dios bendice a alguien, es decir que le acompaña. A la luz de este salmo, podemos meditar en que Dios nos bendice sin cesar, que nos acompaña y que está con nosotros en todas las circunstancias. Dios nos bendice sin cesar, eso ya lo sabemos, pero somos libres de acoger su bendición. Cuando le pedimos a Dios que nos bendiga o que bendiga a alguien, nos exponemos a su acción transformadora. Pero la bendición divina no tiene nada en común con la magia. Ser bendecido es vivir en la gracia de Dios, vivir en armonía con Él, vivir en la Alianza y reconocer sus beneficios. La bendición de Dios no es magia y no nos evita las dificultades ni las pruebas de la vida; pero, si vivimos recibiendo y aceptando esa bendición de Dios, podemos atravesar las pruebas de esta vida apresados por su mano, con la firme certeza de que él nos acompaña. Cuando le decimos a alguien: «¡Que Dios te bendiga!», expresamos nuestro deseo de que la persona abra su corazón a la bendición de Dios, que puede‒ si así lo desea‒ obrar en ella y transformarla. Por supuesto, además de este salmo, hay otros que hablan de bendición, como el salmo 66 (67) que dice: «Dios, nuestro Dios, nos bendice. Que Dios nos bendiga». Dios nos bendice sin cesar y para abrirnos a su acción basta con que lo deseemos. 

Las bendiciones que Dios nos da, se salen muchas veces de la lógica humana y por eso hasta los santos se quedan algunas veces pasmados ante las bendiciones de Dios que llegan de manera inesperada. Es que el Señor, para bendecirnos, no sigue nuestros caminos... ¡Él es Dios! Es nuestro Padre, es misericordioso, es compasivo y sabe qué tipo de bendición necesita cada quien. El relato que el Evangelio de hoy nos presenta (Mt 20,1-16), nos muestra a un propietario de una viña, pero es un propietario que no es nada ordinario. Es alguien que bendice a todos, incluso al que contrata para trabajar cuando casi termina la jornada de trabajo. Esta «viña»... nos da ya una pista simbólica de cómo Dios bendice y de cómo bendice a quien Él quiere. Ese dueño de la viña es sorprendente, lleno de bondad favorece con su bendición a todos, hasta a los que son llamados a última hora, porque la bendición de Dios no está ligada a los méritos humanos, sino a la misericordia infinita de Dios que sabe lo que necesitamos. La bendición que esperamos de Dios no es cuestión de derechos y méritos, sino de gratuidad libre y amorosa por su parte que nos ha elegido para ser sus hijos. Por eso la Virgen, cuando proclama el Magnificat, dice que la llamarán «bienaventurada», es decir «bendecida», no por sus méritos, sino porque el Señor ha hecho obras grandes por ella como las ha hecho y las seguirá haciendo también por nosotros. ¡Bendecido miércoles... ya a mitad de semana! 

Padre Alfredo.

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