Si una cosa aparece constantemente en los salmos, es la condición indigente y fugaz del hombre, reclamando, por contraste, la solidez de nuestro Dios. En muchos de estos maravillosos escritos aparece la fragilidad del hombre y especialmente en el campo moral como la pobreza humana más radical que, por su propia naturaleza, reclama la presencia misericordiosa del Señor. El salmo 70/71, que este domingo la liturgia de la palabra nos invita a leer, es la oración de una persona muy entrada en años que, a pesar de las persecuciones que ha sufrido, de las adversidades que ha superado y de las enfermedades que le aquejan, mantiene su confianza y seguridad en el Señor y pide su socorro para no quedar defraudado. La vida camina inexorablemente hacia el término de la etapa terrena para entrar luego en la eternidad y ese momento, por lógica llegará en la vejez, aunque algunos sean llamados antes y hay que vivir esa etapa así como el salmista anciano hoy lo dice.
Es hermoso leer este salmo luego de escuchar en la Misa dominical al profeta Jeremías que habla en nombre de Dios inspirado por él. Este profeta de la antigüedad, más de una vez tiene que decir al pueblo cosas que no les gusta y que suscitarán en ellos ganas de perseguirlo y maltratarlo para que se calle. Pero él prefiere sufrir y hasta morir, si llega el caso, antes que callarse. La misión de los profetas incluía denunciar a quienes eran infieles a Dios y se olvidaban de su alianza. Es por esto por lo que los profetas no eran apreciados por el pueblo. Jeremías sabe que ha sido elegido por Dios desde antes de formarse en el seno materno (Jer 1,4-5.17-19) y que, aunque la tarea sea ardua e incomprendida, viene de Dios y él le ha de sostener. Cuando parece que las fuerzas se debilitan y las hostilidades no faltan, Jeremías, como el salmista, pone su esperanza en Dios y abre así una puerta al amor divino: «Señor, tú eres mi esperanza; desde mi juventud en ti confío. Desde que estaba en el seno de mmi madre, yo me apoyaba en ti y tú me sostenías» (vv, 5-6).
La llamada de hoy es a vivir el amor de Dios, un amor auténtico, un amor que sólo tiene un límite: dar la vida por los demás y que hay que imitar. Un amor que es comprensivo, servicial, que no tiene envidia; que no es presumido ni se envanece; que no es grosero ni egoísta; que no se irrita ni guarda rencor; que no se alegra de las injusticias y que goza con la verdad; un amor que disculpa, que confía, que espera, que soporta (1 Cor 12,31-13,13). El Señor nos llama a cada uno de nosotros, como hizo con Jeremías, con el autor del salmo 70/71, con Pablo y muchos más a anunciar a todos este amor de Dios y a ser también denuncia en nuestro mundo de esta falta de amor. Que hoy escuchemos junto a María y bajo su mirada amorosa, que nuestra vocación a dar amor tiene sentido en estos tiempos tan difíciles para comprender el verdadero sentido del amor, porque si fuéramos capaces de seguir a Cristo e inaugurar el Reino del Amor, viviríamos la felicidad completa aquí en este mundo y en las cosas sencillas como él, pintando el mundo de un nuevo color, aunque no seamos profetas en nuestra propia tierra (Lc 4,21-30). ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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