La fiesta de «La Presentación del Señor al Templo» inunda hoy nuestro día y no solo externamente, por supuesto envuelve nuestro corazón en gratitud al Señor por haber venido a ser «luz» de las naciones y por lo tanto «luz» de nuestro ser y quehacer. La fiesta de hoy es como una chispita que nos hace revivir el fuego que la navidad nos dejó, es como un colofón a la epifanía, es celebrar el día cuadragésimo del nacimiento del Salvador. La fiesta es antiquísima, de origen oriental. Una celebración que la Iglesia Oriental tenía ya en el siglo IV. La peregrina «Eteria», que cuenta esto en su famoso diario, añade el interesante comentario de que se «celebraba con el mayor gozo, como si fuera la pascua misma». Desde Jerusalén, la fiesta se fue propagando a otras iglesias de Oriente y de Occidente. En el siglo VII, si no es que antes, había sido ya introducida en Roma. Se asoció con esta fiesta una procesión de las candelas, por eso se llama también «La Candelaria».
Obedeciendo a la ley mosaica, los padres de Jesús llevaron a su Hijo, «el rey de la gloria» (Sal 23/24) al templo, cuarenta días después de su nacimiento para presentarlo al Señor y hacer una ofrenda por él, como era la costumbre (Lc 2,22-40). El salmo responsorial que nos hace repetir hoy: «El Señor es el rey de la gloria» nos hace alabar a Cristo por la prerrogativas divinas que el Padre ha comunicado a su Hijo y que Simeón y Ana supieron descubrir en aquel pequeño niño en brazos de su Madre: su nombre, su poder, su realeza, y con Él alabar también a Dios Padre, creador supremo, Señor del mundo y de la gloria que no envía a su Hijo: «luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel» (Nunc Dimitis). Junto a esta fiesta, desde 1997, la Iglesia celebra también la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, una fiesta que, como decía San Juan Pablo II: «quiere ayudar a toda la Iglesia a valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los consejos evangélicos y, al mismo tiempo, quiere ser para las personas consagradas una ocasión propicia para renovar los propósitos y reavivar los sentimientos que deben inspirar su entrega al Señor» (Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II para la primera Jornada de la Vida Consagrada el 2 de febrero de 1997).
Hoy Jesús se ofrece al Padre, en las manos de María, acompañada de José en el Templo haciendo visible el contenido de su vida, para ser entregado como oblación agradable, llenando de alegría el Templo, colmando las esperanzas de dos ancianos llenos de fe: Simeón Ana. Los hombres y mujeres consagrados a Dios viven o más bien «vivimos» porque en este sector me encentro yo, queriendo imitar al Señor en esta entrega total.Este año el lema de la jornada es: «Padre nuestro. La vida consagrada, presencia del amor de Dios» y viene cargada con el objetivo de «dar gracias a Dios por el don de la vida, y más concretamente de la vida consagrada en el seno de la Iglesia y para el servicio de todos» y animar a toda la Iglesia a que «agradezca a Dios este magnífico don, que hace presente la ofrenda y la entrega de Cristo» y por eso «presenta a todos los fieles la grandeza de esta vocación, que tanto enriquece a la Iglesia con sus abundantes carismas». La lista de consagrados en el mundo es innumerable desde tiempos antiguos, hombres y mujeres que en la entrega de sus vidas por amor, han sembrado el campo de la Iglesia de múltiples carismas para proclamar el Evangelio a toda la tierra. En sus cartas colectivas, la beata María Inés Teresa tiene una en donde agradece este don de su vida consagrada, precisamente cuando celebró sus 50 años de vida consagrada ante San Juan Pablo II. Ella escribe: «Al llegar el momento de la renovación de mis votos, el corazón me latía ¡tan fuerte! y en espíritu me sentía acompañada, sí, del coro celestial y con mi Madre la Virgen santísima, y con todas mis hijas del mundo entero, y con mis buenas madres de mi inolvidable monasterio, recordando también aquel bendito día de mis primeros votos… No dejé que se agitara mi corazón y puse mi atención en la “fórmula” que había dictado ya desde antes para hacer esa renovación de votos en manos de Su Santidad Juan Pablo II». ¡Felicidades a todos mis hermanos y hermanas consagrados y que junto con todos los laicos seamos luz del mundo!
Padre Alfredo.
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