domingo, 17 de febrero de 2019

«Como un árbol junto al río»... Un pequeño pensamiento para hoy


Este año litúrgico, me he estado deteniendo cada día a meditar más el salmo responsorial de la liturgia de la palabra en Misa, que, muchas veces, pasa inadvertido y se ve casi como algo «de relleno» para enlazar las lecturas y no es así. Los salmos, junto con la oración dominical, han constituido desde los orígenes el «corpus oracional» de la comunidad cristiana. El salmo responsorial es un salmo para la interiorización de la Palabra, a la que hace eco. De modo que el salmo, con su versículo responsorial es una clave de interpretación–recepción de las lecturas de Misa, clave interpretativa que no se sitúa en el plano de la exégesis sino en el de la oración para profundizar la lectura escuchada y preparar el alma a escuchar el Evangelio. Hoy el salmo 1 nos habla del hombre bendito, del hombre feliz, del hombre «bienaventurado» entrando en relación tanto con la primera lectura (Jer17,5-8) como con el Evangelio en el que San Lucas nos habla de las bienaventuranzas (Lc 6,17.20-26). «Dichoso (bienaventurado) el hombre que confía en el Señor» acercándose muy claramente también al contenido de la segunda lectura (1 Cor 15,12.16-20). 

En el fondo, toda la liturgia de este domingo nos habla de la dicha del hombre que, bendecido por Dios, se sabe dichoso. Entonces recordemos que el hombre dichoso, o la mujer dichosa, no son aquellos que están ocupadísimos en su parroquia o en sus grupos como sea posible, en una gran variedad de actividades y andando de un lugar a otro, sino aquel que, con muchas o pocas ocupaciones, según el caso, medita la Palabra de Dios, es decir, la repasa una y otra vez en sus pensamientos hasta que esa Palabra se convierta en una parte de su vida que lo hace «dichoso», bienaventurado, feliz. Así, el hombre feliz es «como un árbol plantado junto al río, que da fruto a su tiempo y nunca se marchita». Una hipérbole del salmista en este salmo 1 para expresar «abundancia». El hombre dichoso es plantado, recibe mucha agua y se convierte en un árbol. Podemos darnos cuenta que los árboles de Dios son árboles «plantados». No como arbolillos silvestres que crecen en cualquier parte sin ton ni son, sino «plantados». Dios no utiliza árboles silvestres que nacen en cualquier parte. Sus árboles han nacido por medio de Él, tomados y colocados en su jardín, que es la Iglesia en donde está el «Agua Viva».

Hoy el Evangelio nos recuerda que las bienaventuranzas son seguramente la enseñanza más genuina de Jesús, el «Agua Viva». En boca de Jesús, las bienaventuranzas eran la proclamación del reino de Dios que él no solo anunciaba, sino que lo instauraba. Un reino que, a diferencia de los reinos de la tierra, en los que prevalecen los ricos, los poderosos, los listos y los que han hecho méritos, el reino que con las bienaventuranzas proclama Jesús para darnos vida, como el agua, tendrá tres géneros de privilegiados: los pobres, los niños y los pecadores. Las bienaventuranzas son entonces algo que se recibe, don, pura gracia. Agua Viva que proclama la bondad del Padre, que riega la tierra donde está plantado el árbol que siempre necesita del agua para crecer y dar fruto. Un reflejo de este proceder de Dios lo podemos entrever en un proverbio árabe que dice: “¿Cuál es el hijo preferido de una madre? El pequeño, hasta que se hace mayor; el enfermo, hasta que se cura; el ausente, hasta que regresa”. Y podríamos añadir: “…y el sinvergüenza, hasta que sienta cabeza”. Los pobres y los niños no han hecho ningún mérito: les basta con ser lo que son para ser los predilectos de Jesús, como al árbol le basta saber que ha sido plantado junto al río. Pidamos a María Santísima que ella le ayude a su Hijo Jesús a cuidar del «arbolito» que cada uno de nosotros queremos ser. ¡Bendecido domingo, día de Misa, día de familia, día de ir a recibir el Agua Viva!

Padre Alfredo.

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