¿Cómo no hablar hoy de san Felipe de Jesús, si en la República Mexicana es fiesta y en esta selvática Ciudad de México es solemnidad? Además, ¿cómo olvidar que yo estuve por algún tiempo al frente de la rectoría de San Felipe de Jesús en mi querida Morelia. San Felipe nació en la ciudad de México entre 1572 y 1576 distinguiéndose en su infancia por ser inquieto y travieso por lo que su nana decía, refiriéndose a un árbol de la casa: «Antes esta higuera seca reverdecerá, que Felipillo llegue a ser santo». Ya adolescente, ingresó en el noviciado de los franciscanos dieguinos, pero no resistió aquella vida y se escapó del convento. Regresó a su casa y ejerció el oficio de platero sin mucho éxito. Varios años más tarde, cuando había cumplido 18 años, su padre lo envió a las Islas Filipinas a probar fortuna y allá sintió de nuevo la llamada del Señor. Consciente de que, como dice san Pablo hoy a los corintios (2 Cor 4,7-15) «llevamos este tesoro en vasijas de barro», entró con los franciscanos de Manila. Con ese fin de ordenarse sacerdote se embarcó con otros franciscanos a la Nueva España, hoy México; pero una gran tempestad desvió el barco hacia Japón.
En medio de la tormenta pudo observar una gran señal sobre ese país, una especie de cruz blanca, símbolo de su pronta victoria. El mayor sueño de Felipe era convertirse en misionero en ese país. Podría entregarse más a Cristo trabajando duro por la conversión de los japoneses, y así lo hizo. Llegando a tierra, inmediatamente se dio a la tarea de buscar el convento de los Franciscanos. Entonces sobrevino una persecución contra los cristianos. Por su calidad de náufrago, hubiera podido evitar honrosamente la prisión y los tormentos, pero escogió el camino más estrecho y difícil, compartiendo la suerte de sus hermanos cristianos en aquel país. Felipe y los otros misioneros fueron llevados en procesión a pie, por un mes y en pleno invierno por diversas partes del país en un auténtico Vía Crucis. En la ciudad de Kyoto, a cada uno le cortaron la oreja izquierda. Finalmente, en el «Monte de los Mártires» a las afueras de Nagasaki, fueron todos puestos en unas cruces. Felipe de Jesús fue el primero entre aquellos mártires en ser crucificado. Murió en la cruz, atravesado por ambos costados por dos lanzas y una más en el pecho. Sus últimas palabras fueron: «Jesús, Jesús, Jesús». Era el 5 de febrero de 1597 y Felipe contaba con 23 años. Se cuenta que ese mismo día, la higuera seca reverdeció de pronto y dio fruto.
Así, hoy festejamos al primer santo mexicano, que fue beatificado, juntamente con sus compañeros mártires el 14 de septiembre de 1627 y canonizado el 8 de junio de 1862. Él, como el autor del salmo 123/124 que hoy leemos en Misa, tuvo la certeza, la seguridad, de que el Padre Dios estaba con él y después de su martirio, triunfó definitivamente de todos los enemigos y fue exaltado como Cristo en la cruz. Teniéndolo como modelo, todos los discípulos–misioneros de Cristo debemos abrigar esa misma confianza en el auxilio divino. Animados suejemplo, pongamos nuestros trabajos y proyectos bajo su patrocinio, de manera especial a losjóvenes de México, de quien es patrono, de manera que descubran en él un modelo de conversión, un intercesor eficaz que les lleve al encuentro vivificante con el Señor.Que María de Guadalupe Reina de México, a quien seguramente invocaba con frecuencia Felipillo y a quien hoy me toca ir a ver en su Basílica del Tepeyac, nos siga cubriendo con su manto, para que a pesar de las paradojas en las que vivimos y nos movemos, no sólo reverdezcamos, sino que florezcamos y demos frutos en abundancia como él. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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