
La solución que da el salmista es precisamente confiar en el Señor y propiamente en su justicia. La justicia divina nos enseña que la prosperidad de los impíos es efímera; a fin de cuentas hemos de comprender, aún en medio del dolor, de la pobreza, de la enfermedad. de la soledad o de la angustia, que Dios enderezará las cosas. Este salmo es un desafío para mirar a Dios confiando en obedecerle en vez de mirar la acción de los malvados, que parece que pululan en nuestro mundo y quieren que se actúe acorde con ellos. A veces el creyente es atraído por el aparente éxito de esta gente sin escrúpulos y el salmista exhorta al justo a mantenerse sereno, a no enojarse porque no hace falta. Dios hará justicia: «Pon tu esperanza en Dios, practica el bien y vivirás tranquilo en esta tierra... Apártate del mal, practica el bien y tendrás una casa eternamente... La salvación del justo es el Señor; en la tribulación él es su amparo; a quien en él confía, Dios lo salva de los hombres malvados». Quien se decide a vivir un camino justo al servicio del Señor no emprende un sendero fácil.
Las dos lecturas de hoy (Eclo 2,1-13; Mc 9,30-37) junto al salmo no disimulan las dificultades, sino que las resaltan. Será imprescindible vigilar y guiar el corazón, valentía y serenidad de espíritu para perseverar en este camino. Porque «si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,37). El asedio del mundo de los malvados a la voluntad del hombre que se decide ser justo y servir a los demás con sencillez será constante y tenaz, imprevisible e insospechado. Las pruebas serán como de fuego y humillación al hombre que confía en la justicia del Señor, como el fuego prueba el oro. Los apóstoles, que hoy son reprendidos por Cristo en el Evangelio, son pobres gentes como todos nosotros. Quizá también de mente obtusa, limitada, estrecha que se dejan llevar a veces por los criterios de los malvados, que buscan los primeros lugares estando por encima de los demás. Pero, según podemos ver, gracias a la acertada intervención de Jesús, que es siempre justo como el Padre, fueron transformados, fueron levantados por encima de sí mismos, e investidos de una fuerza y de una inteligencia que, para descubrir cómo actúa la justicia divina, no venía de ellos sino del mismo Cristo que no abandona nunca al que busca esa justicia, aunque viva en medio de los criterios del mundo. Siempre es así hoy en la Iglesia. La justicia divina, el modo de actuar de Dios, no se puede juzgar simplemente desde un punto de vista estrictamente humano, hay que abrirse a la gracia, como el salmista, como María, a quien entre otras advocaciones la vemos en el Tepeyac ayudando a san Juan Diego a esperar en la justicia divina llevando con sencillez «el encargo» en su ayate, que servirá de señal. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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