Ser leal es sin duda una de las cualidades más respetables en las que podamos pensar, ya que ayuda a mantener un lazo fuerte y es algo que genera confianza. Cuando hablamos de lealtad hablamos básicamente de cumplir con lo que hemos prometido, incluso cuando las circunstancias son adversas. La lealtad es una virtud, y como tal es algo que se desarrollarla desde la conciencia, desde lo más profundo de nuestro ser. Ser leal es una obligación moral. Acompaña la lealtad el compromiso con la otra persona en las buenas y en las malas. El autor del salmo 137, que nos presenta la liturgia dominical de este día (Sal. 137/138, 1-2a.2bc-3.4-5.7c-8) dirigiéndose a nuestro Dios le dice: «Señor, te damos gracias por tu lealtad y por tu amor: siempre que te invocamos nos oíste y nos llenaste de valor». El salmista sabe que la lealtad es la ley escrita en el corazón, que hace que el amor sea para siempre y por eso une «lealtad» con «amor» en el Señor que nos es siempre fiel.
Los salmistas siempre confían en Dios y no dejan de maravillarse por los distintos aspectos de la grandeza de Dios. Y hoy el escritor sagrado se maravilla aun más cuando reconoce que, a pesar de su grandeza y gloria, Dios mira al humilde ser humano y le es leal. Dios conoce perfectamente el corazón del hombre y ni siquiera el más altivo o el más pecador puede escapar del amor del Señor. Dios es leal y preserva el amor que nos ha prometido. Por eso, el salmo de hoy nos invita a reavivar nuestra respuesta de amor a esa lealtad que viene de lo alto y que nos lleva a ser valientes. Con su lealtad, Dios sale a nuestro encuentro y nos invita a no encerrarnos en nosotros mismos, aunque nos sintamos pequeños, como los tres personajes de las lecturas de la Misa de este domingo: Isaías se reconoce como un pecador, «hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros» (Is 6,1-2.3-8). San Pablo, al narrar su experiencia de fe a los Corintios afirma de sí mismo: «yo perseguí a la Iglesia de Dios y por eso soy el último de los Apóstoles e indigno de llamarme apóstol» (1 Cor 15,1-11). Finalmente, san Pedro, tras la pesca milagrosa, al ver las maravillas que Dios hace al sacar la red repleta de peces, se arroja a los pies del Señor y exclama: «¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!» (Lc 5,1-11).
Frente a todo lo que nosotros podamos ser o no ser, Dios es siempre leal. Él nos libra de nuestros pecados, nos limpia, sobre todo con su muerte en cruz y con su sangre. A Isaías, por medio de un Serafín, Dios toca sus labios y desaparece su culpa, está perdonado su pecado. En el caso de san Pablo éste recuerda que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras y añade que ha sido la gracia de Dios la que le ha hecho apóstol, a pesar de ser un perseguidor, asegurando que su gracia no se ha frustrado en él. San Pedro, por último, al reconocerse pecador ante Jesús en la barca, escucha cómo el Señor le dice: «No temas: desde ahora serás pescador de hombres». Así vemos que lo que el salmista aclama es verdad, Dios es leal y no se fija tanto en lo poquito que somos, en nuestro pecado, sino que nos limpia cuando nos postramos arrepentidos ante Él y nos reconocemos pecadores dejando, con valentía, que transforme nuestras vidas. Ahora ya no nos purifica con una brasa tomada del altar del templo, sino con su propia sangre, con su muerte y resurrección que cada día celebramos en el altar de la Eucaristía. Él derrama abundantemente su gracia sobre nosotros, y no podemos dejar que esta gracia se frustre en nosotros. Pidamos este domingo, junto a María Santísima, la purísima María, que nuestra vida sea coherente con lo que celebramos cada domingo en la Eucaristía, para que al acudir nuevamente a Misa podamos recibir con fruto la gracia que Él, por su infinita lealtad nos da. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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