lunes, 18 de febrero de 2019

«La señal»... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmo 49/50, es un cántico solemne con un aire profético del que la liturgia de este lunes toma una parte (Sal 49,1.8;16bc-17.20-21) que nos muestra a un Dios que acusa a un pueblo que cumplía ofreciendo los sacrificios rituales pero que había olvidado, por decirlo así, la teología del sacrificio, que es el reconocer el dominio supremo de Dios y ofrecer el sacrificio con una disposición de sumisión y obediencia. No se ofrece a Dios nada que no sea suyo; pero lo que él espera como ofrenda es la docilidad del corazón de sus hijos, la adoración, la gratitud, el amor y la penitencia para reparar los pecados cometidos. Parecería a primera vista que el pueblo es fiel, porque ofrece esos sacrificios de expiación, pero es un pueblo que en general viola constantemente la Ley de Dios y falta a la alianza establecida, por eso el salmista exhorta a los que quieran ser fieles a ofrecer el holocausto del corazón y a seguir el buen camino para alcanzar la salvación. Dios viene a juzgar y... ¿qué encuentra en el corazón?

En el tiempo de Cristo, los salmos eran muy utilizados por la comunidad a la hora de ofrecer sus holocaustos, y los que más fieles eran a esa práctica ritual eran los fariseos, esos hombres cuyas ideas estaban muy cerca de las del Señor Jesús en muchos puntos, pero, diferían en que ellos insistían mucho en los aspectos triunfalistas del Mesías que habría de llegar. Este es el sentido de la pretensión de los fariseos, que le piden a Cristo «que haga aparecer una señal en el cielo» (Mc 8,11-13), o sea, que haga una especie de exhibición cósmica que obligue a obedecer a los espectadores al glorioso dictador celestial olvidando que la esencia del holocausto no estaba en el rito en sí, sino en la entrega sincera del corazón que se sabe amado por Dios y quiere regresarle aunque sea un poquito de ese amor. En todas las lenguas modernas, palabras como «fariseo», «fariseísmo» o «farisaico» significan falsedad e hipocresía. Jesús afirma en forma solemne que el poder salvífico de Dios no se manifestará a través de una exhibición fulgurante. Cuando reclaman un signo del cielo, los fariseos exigen que Dios les dé directamente una prueba de la mesianidad de Jesús. Como representantes de la religión, deben pronunciarse, y quieren apoyar su opinión en hechos irrefutables. Pero no habrá más signo que la vida de este Hombre-Dios. 

Ya desde el Antiguo Testamento Dios se había reconocido a sí mismo en la vida del hombre; la vida se había convertido en la imagen de Dios. Y hoy, en este hombre de Nazaret vuelve a encontrar Dios su primer retrato. No se dará otra señal que la obediencia del Hijo, es decir, una vida vivida, sin reticencias, bajo la inspiración del Espíritu en un holocausto en el que Cristo es sacerdote y víctima a la vez. La vida de Jesús habla por sí misma en una ofrenda santa y pura, un holocausto perfecto que no requiere demostración alguna. Estos son los signos de los tiempos: un hombre que ama, que habla de perdón, que no acabará de romper la caña quebrada; un hombre que, en la cara a cara de la oración, llama «Padre» a Dios. (...) Un signo que es una vida de hombre, porque sólo el testimonio de su vida, puede ser la invitación, la invención, la promesa. Dios no nos da más signo de salvación que la vida entregada de su Predilecto, que llega hasta las últimas consecuencias del amor. Un signo, un testimonio que hace que también nuestra vida ofrecida al Padre pueda ser una señal. Nuestra serenidad puede convertirse en palabra de esperanza. Nuestra constancia puede atestiguar nuestra fidelidad a la llamada recibida. Nuestra sencillez puede manifestar que todos participamos del mismo Espíritu. ¿Qué esta señal es muy modesta? Sí, así fue la señal de María, así fue la de los santos: Dios no puede dar otra señal de su amor. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

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