Las lecturas de estos días nos han estado hablando de la aparición de la monarquía en Israel. El redactor de los libros de Samuel, inspirado por Dios, recogió en su trama narrativa documentos procedentes de ambientes que juzgaban distintamente la institución monárquica. El Espíritu Santo es pluralista. Hoy la Palabra de Dios muestra el deseo de Israel de tener un rey «como todos los demás pueblos» (cf. 1 Sam 8,5) y esto, a la luz de Samuel, se ve como una especie de infidelidad a la que Yahvé accede de mal grado. A juicio de los ancianos, el pueblo de Israel parece no tener remedio: acumulan infidelidades y, además, se ven inferiores a los pueblos vecinos por estar éstos regidos por un rey, por eso piden a Samuel que les de uno. Éste no disimula su disgusto ante tal petición, pues entiende que rechazan las principales señas de identidad del pueblo elegido, cuyo único rey es el Señor. El profeta lo entiende, con tristeza, como un claro rechazo de su Señor.
El texto que tenemos para meditar (1 Sam 8,4-7.10-22a), manifiesta que Dios no se disgustó tanto como lo hizo Samuel, aunque le indica a éste que se preparen los israelitas para lo que les va a venir cuando el rey que solicitan les exija servicios y trabajos que no serán de su agrado, amén de los diezmos y tierras que reclamará para él y su gabinete gobernante, detalle siempre gravoso, nos sólo hoy en México. Como toda institución humana, la monarquía en Israel presentó sus pros y sus contras, pero el hecho de saberse pueblo elegido de Dios, su rey añade una peculiar tensión a este momento de Samuel. No obstante, y es lo importante, Dios accede a las demandas de su pueblo y no se dispensa de sacar adelante su plan de salvación a través de la modalidad histórica de la monarquía. Samuel, en su ancianidad, había confiado sus funciones de juez y árbitro en manos de sus hijos, pero éstos no tenían dotes de caudillaje y no satisficieron al pueblo. Les faltaba carisma, intuición, perspicacia, y los pueblos enemigos —vencedores— se ensoberbecieron. Esta situación es la que hace que el pueblo pida a Samuel que le nombre un rey para vivir como los otros pueblos, y Samuel tiembla ante semejante petición. Teme que se eclipse la presencia divina en la vida del pueblo elegido. Pero pronto, iluminado por Dios, cede a la petición del pueblo. El realismo y la prudencia se imponen.
Leyendo hoy la primera lectura de la Misa, cualquiera puede decir: ¡Qué torpes y necios eran los israelitas de aquellos tiempos, ¡qué mal eligieron, ¡cómo se equivocaban, no pudieron ser creativos…! Pero, algunas veces, igual mucha gente, en nuestros tiempos, actúa para ser igual a los demás, aunque sea rechazando a Dios. Cuántas veces algunos se dejan llevar por el qué dirán, sin acogerse a Dios. Esta es la la historia del pueblo de Israel y cada una de las historias de nuestros pueblos. La infidelidad y la falta de gratitud frente a la cercanía compasiva de Dios que nos quiere y que hace hasta lo que no para salvarnos, pone de manifiesto un corazón que se cierra al amor de Dios a pesar de ver cosas asombrosas como lo que sucede en el Evangelio de hoy (Mc 2,1-12) cuando Jesús cura al paralítico que hacen descender por un boquete del techo. Día a día tenemos que esforzarnos por conocer profundamente a Dios y su plan de salvación, para transmitirlo al mayor número de personas posible, por encima del cansancio o del sacrificio que ello pueda implicar al ver que la gente más bien, en su mayoría, quiere imitar, en todo, las costumbres de otros pueblos: «como todos los demás pueblos» (cf. 1 Sam 8,5) decían los Israelitas. La verdadera felicidad de muchas personas depende de nuestro mensaje y aún en medio de las decisiones fallidas de muchos, siempre habrá alguno que quiera romper esquemas para acercarse al Señor, como el paralítico curado y que gracias a los que le ayudaron a hacer el boquete y a bajarlo, alcanzó la gracia de Dios. La conclusión más importante que podemos sacar el día de hoy, es seguramente la complejidad del corazón humano y la ambigüedad de su relación con el reino de Dios. ¡Con razón María, la Madre del Señor, guardaba todo en su corazón y lo meditaba! (Lc 2,19). Solamente un corazón que medita, puede encontrar la mejor opción para acercarse a Dios y dejar que sea él quien reine en la propia historia. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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