El capítulo 24 del primer libro de Samuel —en la lectura continuada que la liturgia de la palabra está haciendo en estos días— contemplamos a un David que continúa huyendo, acosado, pudiéramos decir, permanentemente por Saúl. Seguramente que este período de prueba tan terrible en la vida de David, forjó su carácter llevándolo a pasar de ser un tímido pastor de ovejas a convertirse en un hombre fuerte, un hombre de Dios que gobernaría sobre su pueblo. El capítulo 24 nos cuenta, entre otras cosas, que David cortó la punta del manto de Saúl en una cueva en el lugar llamado: «Las Cabras Monteses», pero le salvó la vida. Con este acto, mostró su inocencia y dejó en claro que respetaba al que había sido ungido como rey de Israel. Saúl reconoció entonces su falta y recibió un juramento de David, de que su descendencia no sería exterminada. La actitud de David demostró que él respetaba el carácter divino del oficio del rey, aunque no tuviese la misma consideración por él como hombre.
El tema de los enemigos incómodos es bastante delicado y hoy la liturgia nos da la posibilidad de meditar en él. Amar a aquellos que nos han herido no es una opción para el discíplo¬–¬misionero, es toda una empresa a desarrollar. «Y este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a los otros, como él nos lo ha mandado.» (1 Jn 3,23). «Esto es lo que les mando: Que se amen los unos a los otros» (Jn 15,17). Hay quienes dicen no tener enemigos, pero a mí, que tanto me gusta leer, nunca me ha tocado ver un libro que explique cómo se pasa por esta vida, antes de llegar a la eternidad, sin tener, aunque sea, una sola persona que esté en contra o contra uno. Los celos, la envidia, la competencia... cosas como estas explican interrupciones de planes, dolores de cabeza, cambio de rumbos, en fin. Está claro que por lo menos cada cristiano enfrentamos a un enemigo en Satanás. Jesús nos dice que él es el enemigo que siembra la cizaña en nuestras vidas. (cf. Mt 13,39). Del mismo modo, san Pedro nos advierte ese enemigo que no tolera encontrar corazón lleno de paz interior: «Sean sobrios y velen; porque su adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar» (1 Pedro 5,8).
La única manera de vencer a Satanás y a sus secuaces, la única forma de poder ver a los enemigos de carne y hueso con ojos diferentes, es dejarse alcanzar por Jesús en su Evangelio, en la oración, en una visita al Sagrario, en la participación de la Santa Misa escuchando que él nos llama por nuestro nombre porque quiere que seamos como él. Decía la beata María Inés: «En el cumplimiento del Evangelio se encierra la perfección de la santa vida que hemos abrazado. Si lo observáramos perfectamente, llegaríamos a ser una copia fiel de Jesús» (Estudio sobre la Regla y el Evangelio, f. 697). Y hoy, en el Evangelio, leemos el hermoso y comprometedor texto de la llamada de Jesús a los apóstoles (Mc 3,13-19), aquellos hombres que siguiéndole muy de cerca lograron ser «una copia fiel» para hacer que, con quienes les fueran siguiendo e imitando a ellos, se transmitiera la Buena Nueva hasta nuestros días. Sólo así, con un amor entrañable a Jesucristo, es como se puede vivir perdonando y amando incluso a los enemigos más acérrimos que pudiera haber. Viene a mi mente ahora la serenidad del corazón de María en el recorrido de Jesús por la Vía Dolorosa y me pregunto: ¿Qué sentiría el corazón materno de María al ver tratado así a su Hijo? ¿Qué pensamientos atravesarían su alma recordando aquello que le había dicho muchos años antes el viejo Simeón? ¿Qué pensaría de cada uno de aquellos enemigos de Cristo que truncaban el ser y quehacer del Dios Hombre entre nosotros? En el corazón de María no había espacio para nada más que aquel «fiat» que había pronunciado desde la Anunciación y que abrazaba a todos los amigos y enemigos de su Hijo Jesús que nos manda a amar a su estilo, haciendo tres cosas: Bendiciendo, haciendo el bien. y orando por los amigos y por los enemigos: «…Amen a sus enemigos, bendigan a los que los maldicen, hagan el bien a los que los aborrecen y oren por los que los ultrajan y los persiguen» (Mt 5,44). ¡Feliz viernes!
Padre Alfredo.
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