La liturgia del día de hoy nos pone la figura de dos padres que sufren por sus hijos, por una parte el rey David, que sufre por su hijo Absalón (2 Sam 18,9-10.14.24-25.30-19,3) que, aunque se había portado mal, ¡muy mal!, y había aún tomado su reino, seguía siendo su hijo y éste amándolo con entrañable amor y ahora había muerto. Por otra parte, en el Evangelio (Mc 5,21-43), tenemos a Jairo, un padre de familia afligido porque su hija está agonizando. De la hija de Jairo nada más se dice, solamente que estaba enferma y tal vez ya muerta: «Ven a imponerle las manos para que se cure y viva». Pero, e Absalón, sabemos tal vez hasta de más. Este hijo de David se había convertido enemigo de su propio padre, le hacía la vida de cuadritos, había originado una guerra y en ella había dado muerte a su hermanastro. David sabía que Absalón seguía luchando y esperaba noticias de la guerra. Estaba sentado en la puerta de la ciudad» y miraba seguramente al horizonte esperando al hijo. Le interesaba, más que la guerra, el hijo. David era rey, era jefe del país, pero, sobre todo «era padre». Y así, cuando llegó la noticia del final de su hijo, David «se estremeció. Subió al mirador de la puerta de la ciudad y rompió a llorar, diciendo: “Hijo mío, Absalón, hijo, hijo mío, Absalón. Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar, ¡Absalón hijo mío». Así es el corazón de un padre; un corazón que no se olvida ni deja de amar jamás a su hijo, a pesar de que sea un bandido o un enemigo; a pesar de que sea un enfermo agonizante; a pesar de que agonice o haya muerto, y llora por él, porque quien le ha dado vida, espera siempre que no sufra, que viva y que se convierta se ha fallado.
Jairo amaba a su hija, lloraba porque estaba enferma. David lloraba también la muerte de Absalón su hijo: ¡Hijo mío, Absalón, hijo mío! ¡Hijo mío, Absalón ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío! Y Cristo le dice a Jerusalén: ¡Ojalá hubiera muerto yo en vez de ti, Jerusalén! Pues estoy dispuesto a morir por ti, con tal de que tú te salves. David y Jairo amaban tiernamente a sus hijos. David incluso sabiendo que Absalón era un impío que tramaba la muerte de su padre para usurparle el reino: por eso lloraba, por eso deseaba morir en su lugar. El amor de estos dos padres es el mismo que Cristo siente por Jerusalén: la amaba tiernamente y por eso llora por ella, como por la niña que no está muerta, pero agoniza. Cristo llora por ella y no solamente desea morir por su salvación, sino que de hecho muere.
Jesús, el Señor, es nuestro hermano, pero también tiene un corazón de padre, se lo ha contagiado aquel con el que pasaba las noches en oración. Él sigue amando, sigue muriendo por sus amados y a la vez les da vida y «vida en abundancia». Jesús, el Señor, sigue curando y resucitando. Como aquel entonces, en estas tierras de Palestina en donde aún me encuentro, sigue hoy enfrentándose en todo el mundo con dos realidades importantes: la enfermedad y la muerte. Lo hace a través de la Iglesia y sus sacramentos. El Catecismo de la Iglesia Católica, inspirándose en la escena evangélica del día de hoy, presenta los sacramentos «como fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo siempre vivo y vivificante»: el Bautismo o la Reconciliación o la Unción de enfermos son fuerzas que emanan para nosotros del Señor Resucitado que está presente en ellos a través del ministerio de la Iglesia. Son también acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia y «las obras maestras de Dios en la nueva y eterna Alianza» (CEC 1116). Todo dependerá de si tenemos fe, como Jairo o la hemorroísa. La acción salvadora de Cristo está siempre en acto. También a nosotros nos dice: «No temas, basta que tengas fe». Participemos hoy día del gozo del Evangelio con María, nuestra Señora de la Salud reviviendo en el corazón aquello de: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá; el que me come tiene vida eterna» (Jn 11,25).
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario