Parece ser que los tiempos del joven Samuel se parecen a los nuestros, pues la primera lectura del día de hoy inicia destacando: «en los tiempos en que el joven Samuel servía al Señor a las órdenes de Eli, la palabra de Dios se dejaba oír raras veces y no eran frecuentes las visiones» (1 Sam 3,1). En nuestros tiempos sucede lo mismo según algunos, y es que Dios goza de manifestar su misericordia, su bondad y su mensaje en las cosas sencillas y ordinarias de cada día y nos habla de manera sencilla sobre todo en el silencio de la oración. Las revelaciones y visiones son, como ha sido siempre, algo realmente extraordinario, por eso la Iglesia es tan cuidadosa en este campo. Somos hijos de Dios, y como tales, en la Iglesia fundada por Cristo se nos ha dejado al Espíritu Santo para que podamos comunicarnos con Dios. Sabemos que escuchamos la voz de Dios porque en la Iglesia somos sus ovejas y Él es nuestro Pastor; no porque nos esté hablando a cada uno de manera ordinaria. Lamentablemente hay muchos que han dejado de percibir su voz porque se han alejado de la Iglesia a ola han dejado definitivamente. No es que Dios no quiera hablar, Él siempre está interesado en hablarnos, pero por ciertas razones sus hijos del tercer milenio hemos dejado de escuchar su voz porque estamos llenos de ruidos. El Señor suele hablar en el silencio, es así como Samuel lo escucha, aunque al inicio confunde su voz con la de Elí, que sabe dirigirlo hacia donde debe: «Ve a acostarte, y si te llama alguien, responde: “Habla, Señor, tu siervo te escucha” (1 Sam 3,9).
Esta narración es una de las más encantadoras y sublimes de la literatura bíblica, y una de las más conocidas. Un pasaje bíblico que expresa el nacimiento de todo el movimiento profético en Israel. De Moisés a Samuel no hay ningún otro profeta. Dios hace oír su palabra en la noche y nace el profetismo, una nueva forma de presencia y de experiencia divina en medio del pueblo. La narración nos transporta al santuario donde estaba el arca de la alianza y donde ardía la lámpara de Dios, símbolos ambos de la presencia silenciosa de Dios. La llamada de Samuel sucede en un lugar santo en donde la guía experimentada del anciano Elí ayuda a discernir la voz de Dios. Samuel, con una docilidad y disponibilidad increíbles, se ofrece al ministerio que se le pide con prontitud y decisión. Cuando Dios vuelve a hablar, Samuel responde como le había enseñado Elí: «Habla, Señor, tu siervo te escucha» (1 Sam 3,10). Acostumbrarnos a escuchar la voz de Dios no es fácil, ya que nos hemos acostumbrado a oír voces como la murmuración, la voz del enemigo, la voz de nuestra alma y al escuchar tantas voces, más tanto ruido que hay a nuestro alrededor, llega un momento en el que cuesta diferenciar la voz de Dios de todo lo demás. Por eso es tan importante el silencio en la oración, como nos recuerda el salmista: «Sacrificios y ofrendas no quisiste, abriste en cambio, mis oídos a tu voz» (Sal 39).
Así es la oración de Jesús, el diálogo con su Padre no es solamente con palabras; es —como decía el papá de la beata María Inés Teresa— un encuentro de corazón a corazón. Así nos lo recuerda hoy san Marcos en el Evangelio (Mc 1,29-39): «De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar». Yo creo que, en los difíciles tiempos que estamos viviendo, en donde el ruido se desborda como una presa que llega al tope y rompe la cortina arrasando con todo, Dios no está buscando bocas que hablen sin ton ni son, sino oídos que escuchen en el silencio de la oración. Si los discípulos misioneros nos preocupamos por oír la voz de Dios, como la escuchó María a través del anuncio de Gabriel, como la escuchó José en sueños, como la escucharon los santos en los momentos de adoración, no estaríamos tristeando. ¿Habría llamado Dios a Samuel una quinta, una sexta, una séptima, o aún más veces? ¡Claro que sí! Porque cuando uno se ha dejado «alcanzar» por Dios, ya no cesa ese diálogo silencioso. Julio Sahagún de la Parra, en su libro «Plenitud de vivir» dice que «los místicos coinciden en que el silencio interior es la disposición indispensable para captar la realidad tal como es, además de permitirnos la integración con nosotros mismos, con los demás seres y con Dios, y nos dicen que en el silencio, y sólo en él, es posible llegar a la percepción de nuestra interioridad». Así que en medio del ruidazo en el que estamos inmiscuidos casi todos, recordemos aquello de un, dos, tres... calladito es. ¡Qué tengas un feliz y bendecido miércoles buscando un espacio de silencio interior para escuchar la voz de Dios!
Padre Alfredo.
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