Mientras tú lees esto, de seguro yo estoy suspendido en el aire metido en un Boeing 787 Dreamliner de Aeroméxico (la nave más moderna de la industria de la aviación y de la aerolínea del Caballero Azteca) rumbo a Londres, si no es que ya he llegado a Inglaterra de donde solo conozco —y parece que así será de nuevo esta vez— el aeropuerto, o al cielo, porque Dios ya me ha llamado. Si el Señor no dispone otra cosa, luego de seis horas en el aeropuerto de Heathrow, nos habremos de encaramar en un cacharro de EL AL Israel Airlines hacia Tel Aviv. Sin embargo, mientras comparto con el padre Guillermo Valenzuela esta aventura rumbo a Jerusalén, quiero dejar lista esta reflexión en torno a la Palabra de Dios para este sábado, deteniéndome especialmente, como lo hecho en estos días, en la primera lectura, que hoy habla de la elección y unción de Saúl (1 Sam 9,1-4.10.17-19;10,1). Saúl, buscando las burras perdidas de su padre, le consultó a Samuel el «vidente» con la esperanza de obtener información acerca de su paradero. El profeta le garantizó que las burras estaban seguras (1 Sam 9,20) y, al cabo de un rato, le reveló a Saúl su misión respecto al pueblo escogido y le ungió rey. De esta manera, Saúl fue el primer rey ungido por mandato divino. La unción con óleo sagrado significaba en el Antiguo Testamento la elección divina de una persona para desempeñar en nombre de Dios una función especialmente encomendada. Más tarde serán ungidos también los sacerdotes e incluso los profetas.
La Biblia nos enseña que sólo el rey de Israel es denominado «ungido del Señor», en cuanto que es elegido como representante de Dios para dirigir al pueblo. En este sentido, el rey de Israel —sobre todo a partir del rey David— es tomado como figura de Jesús, llamado Cristo, cuyo significado viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido». Jesús cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa y por eso lo llamamos también «Jesucristo» (Jesús, el ungido). En Israel eran ungidos en el nombre de Dios todos los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Éste era el caso de los reyes, de los sacerdotes y, excepcionalmente, de los profetas. Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino. El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor a la vez como rey y sacerdote, pero también como profeta. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey (CEC, n. 436).
Cada uno de nosotros somos ungidos en el bautismo. Desde ese momento quedamos consagrados para una vocación de seguimiento de Cristo (el ungido) que se concretizará en una misión específica —sacerdocio, matrimonio, vida consagrada, soltería— de compromiso con Él en un sígueme que se re-estrena cada día. EL Evangelio hoy nos recuerda el «sígueme» de Mateo, conocido también como Leví (Mc 2,13-17), un «sígueme» que junto al caso de Saúl refresca nuestro compromiso de seguimiento de Cristo. Yo creo que somos un poco como Saúl, que va a importunar a un profeta del calibre de Samuel por unas burras perdidas y creo también que somos un poco como Mateo, enfrascados en los asuntos del mundo. Y entonces Dios irrumpe en nuestras necedades y nos toma aparte para decirnos: «Deja en paz a las burras y la mesa de cobrador... Tengo que hacerte una propuesta: ¡Ven y sígueme!». Pues bien, aquí estamos tú y yo y cada uno, tratando de responder al llamado con la misma sencillez de Saúl y de Mateo, que es la misma de María y de tantos que, siendo conscientes de este llamado, viven al cien su vocación específica. ¡Feliz y bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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