Si sabemos mirar con atención las pequeñas cosas de cada día nos damos cuenta de que el mundo tangible nos ofrece muchos signos de la presencia y el poder de Dios, y, a la vez, un anuncio de la resurrección futura. Todos los días millones de semillas se entierran o se dejan caer en la tierra y parecen morir en el zoquete que se hace al regar la tierra en donde están... pero poco a poco, casi sin darse cuenta, la semilla, que parece estar ya muerta, se abre y de ella va brotando una raíz y una plantita. La liturgia de hoy nos hace ir a este símil tanto en la primera lectura (1 Cor 15,35-37.42-49) como en el Evangelio con la parábola del sembrador (Lc 8, 4-15) que Jesús utilizó para expresar el gozo de lo que significa diseminar la Palabra de Dios en tierra buena. Pero, ¿cómo llega esa semilla de la Palabra de Dios a nuestras vidas hoy en día? A mi me llegó nuevamente ayer a través de Magda, Mary Tere, Betty y Alfonso en unos momentos maravillosos de un compartir el alimento material —por cierto riquísimo— y el alimento que brota de conllevar en la vida, como incrustada, la Palabra de Dios. ¡Qué bellos momentos que se fueron como agua, en los que, en una sana convivencia de una comida familiar, pudimos palpar el amor que Dios, con su Palabra, ha sembrado en nuestras vidas y en nuestras familias y que nos urge a darlo! Es que para el cristiano es cosa de ser un poco más fijados en lo que debemos y no en tantos distractores que el exasperado y frenético mundo de hoy nos ofrece.
Yo creo que hablando de estos asuntos de sembradores y de semillas, la enseñanza de la liturgia del día de hoy no podemos referirla solamente a los oyentes de la Palabra, sino a los sembradores, o sea, todos los discípulos–misioneros, tenemos la tarea de sembrar y a la vez la de recibir la semilla, pero... ¿tenemos semilla buena para sembrar en nuestras conversaciones, en nuestros ratos de convivencia o recreación y no solamente en la hora de la Misa al leer las lecturas directamente? El trabajo de sembrador es un trabajo arduo, abundante, sin medida, sin distinciones, que podrá parecer inútil por el momento, infructuoso y desperdiciado; sin embargo, dice Jesús llegarán los frutos en abundancia y Pablo dice que esos frutos nos llevarán a una vida nueva, que nos llevará al gozo de la resurrección. En el Reino de Dios no existe momento inútil para sembrar ni para recibir la semilla; nada se malgasta, la semilla puede caer en miles de corazones no solamente a la hora de Misa. Seguro que la semilla —símbolo de la Palabra— es capaz de dar frutos abundantes en todos los espacios en donde hay un cristiano que los convierte en «espacio de santificación». Cuando se tiene la buena intención de sembrar, no hay más que un solo motivo que pueda explicar la esterilidad de una semilla echada en la tierra o la ineficacia de la Palabra predicada a tiempo y a destiempo (2 Tim 4,2): la pobreza del suelo que recibe el grano, o en otras palabras, las malas disposiciones de los oyentes. ¿Cuál es mi disposición no sólo al sembrar, sino al ser tierra para recibir la semilla?
Sabemos que el Reino de Dios no es un «destello estrepitoso y brusco». Su establecimiento y vivencia entre nosotros viene a través de las pequeñas cosas de cada día, se manifiesta en el porfiado aguante de las pruebas y de los fracasos que se presentan, en el gozo de compartir la fe con la familia y los amigos, en la entrega apostólica a la que nos podamos comprometer, en los pequeños y grandes servicios que en el trabajo se puedan dar, en un pequeño regalo desinteresado, en la ayuda a un necesitado... en fin, para mejor sembrar la Palabra del Señor y hacer fructificar en nuestra vida por la semilla que se nos siembra, es necesario, cada día, con perseverancia, tratar de llevar a la práctica lo que ya se ha descubierto de ese Reino porque otro, ha sembrado esa semillita en nosotros. Nosotros, como la semilla al morir, al atravesar como Cristo la puerta de la Pascua, pasaremos a una existencia nueva, transformada, definitiva, para la que estamos destinados. La semilla habrá muerto, pero para dar origen a la espiga o a la planta nueva... ¡Qué hermoso es compartir la vida conllevando la Palabra y haciéndola vida libremente y con sencillez en cada cosa que hacemos mientras estamos en este mundo! Hace poco leí un libro de un sacerdote franciscano, profesor, conferencista, autor de numerosos libros de notable éxito en Brasil y en otros países que se llama Anselmo Fracasso. Quedó ciego a los 18 años, en el seminario, estudió luego Braille y se formó así en Filosofía y Teología. Gran ejemplo de vida y de superación de la adversidad, fue ordenado sacerdote con licencia especial de Roma. El libro que de él leí se titula: «Lo que los ojos no ven» y en él, entre otras cosas afirma: «Hay que sembrar, plantar con amor, en la fe y en la esperanza, sin la menor preocupación por recoger los frutos de la semilla que plantamos. La ansiosa preocupación de ver los resultados de nuestros esfuerzos nos deja afligidos e inseguros». El Evangelio de hoy nos recuerda que «la tierra buena son los que con un corazón noble y generoso escuchan la Palabra, la guardan y dan fruto perseverando»... Así es María, a quien hoy como cada sábado recordamos de manera especial, ella es la primera en escuchar la Palabra y correr presurosa a compartirla en el ir y venir de visitas, pequeños servicios, firmeza ante las dificultades, compañía a los amigos de su Hijo (Lc 1,46-55; Jn 2, 1-11; Jn 19,25-27 Hch 1,14). Sembremos y dejemos que se nos siempre la Palabra de Dios así como ella, en el diario vivir y conforme el Divino Sembrador lo va disponiendo. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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