¡Qué consciente está san Pablo de que es el Espíritu de Dios el que lo guía! El Apóstol sabe que todo lo ha recibido de Dios. Hoy Pablo insiste en que no busca ni pretende recurrir a la sabiduría humana para quedarse en palabras bonitas que con eso le ganan adeptos (1 Cor 2,10-16). Es desde esta convicción que el Apóstol de las gentes quiere iluminar la mente y el corazón de aquellos primeros cristianos para llenarlos del fuego que Cristo vino a traer a la tierra. Sabemos que para todo predicador, si se sabe discípulo–misionero de Cristo, no hay nada más estéril que la retórica que no va más allá, porque, a la larga, según la fe por la que creemos, no son nada más las muchas palabras las que pueden y transformar un corazón, sino la pasión por Cristo y la forma de vivirla. ¡Cuántas cosas ininteligibles empiezan a clarificarse en el alma cuando se empiezan a mirar desde los ojos de Jesús!, porque hay campos en los que la fe tiene razones con las que no cuenta la sabiduría humana. «EL hombre —dice san Pablo— no puede comprender las cosas del Espíritu de Dios si no se deja iluminar por el Espíritu» (1 Cor 2,14). Y yo me pregunto: ¿Qué pasa hoy con todos los que hemos sido destinados a ser luz de un Espíritu para los demás? ¿Por qué hoy hay muchos que quisieran darle lecciones a Dios?
Hoy el Evangelio (Lc 4,31-37) insiste en que la gente quedaba maravillada —como decía el Evangelio de ayer— de las enseñanzas de Jesús «porque hablaba con autoridad» (Lc 4,36) y no con esa autoridad de alguien que tiene o se ha adjudicado algún poder humano, sino la autoridad de alguien que sabe que es enviado por su Padre para volver a sembrar la semilla de la misericordia divina que había sido opacada por quienes se sentían amos y señores de una sabiduría que, presentada en principio como venida del cielo, se había encuadrado en una serie de múltiples preceptos que más que darle gloria y alabanza al Señor. Los situaba a ellos como los inquisidores de un sistema que, en nombre de Dios, asfixiaba a quienes en realidad sí querían vivir su fe conducidos por el Espíritu. Las obras de Jesús demostraban de forma concreta la misericordia que se revelaba en su autoridad en su enseñanza (Lc 4,32) y en los exorcismos que hacía (Lc 4,36).
Por su infinita misericordia y actuando movido por el Espíritu —el mismo que el día de su bautismo se había posado en forma de paloma sobre él (Mt 3,16)—, Jesús viene a sanar la mente y el corazón de muchos, expulsando demonios, curando leprosos, devolviendo la vista a los ciegos, haciendo caminar a los paralíticos y dando de comer a muchos. «Y su fama se extendió por todos los lugares de la región» (Lc 4,37) hasta llegar a nuestro aquí y ahora, porque ese mismo Jesús del Evangelio, ese Jesús que hablaba con autoridad, es el mismo que llega a nosotros en la Eucaristía para sanar nuestras mentes y nuestros corazones; para expulsar a los demonios del egoísmo, de la vanidad y de la soberbia, que se pegan provenientes de cierta clase de aparente sabiduría del mundo. San Pablo por eso dice que nosotros debemos «poseer el modo de pensar de Cristo (1 Cor 2,16). Pienso ahora en muchos santos y beatos como Juan Pablo II, Giana Beretta Mola, María de Jesús Sacramentado Venegas, Miguel Agustín Pro, Rafael Arnaiz y claro, María Inés Teresa del Santísimo Sacramento por supuesto; todos ellos muy cercanos a nosotros en el tiempo, conscientes de ser instrumentos del Señor, que guiados por el Espíritu Santo nos siguen hablando con la misma autoridad de Cristo, llevándonos a él como María de Nazareth y con su misma autoridad que nos dice: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5). ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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