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Mi admirado sacerdote, periodista y escritor José Luis Martín Descalzo (27 de agosto de 1930—11 de junio de 1991) tiene una oración que es bellísima también y que hoy quiero compartirles, aunque seguramente ya la habrán encontrado escrita en alguna otra parte: «En todas las esquinas de la vida, Tú lo sabes , Señora, nos espera el dolor, los hijos muertos, la angustia del salario que no llega, el puñetazo cruel de la injusticia, la violencia y la guerra, el horrible vacío de tantas soledades, los infinitos ríos del llanto de los hombres. ¿Y a quién acudir sino a tu lado, Virgen experta en penas, sabia en dolores, maestra en el sufrir, conocedora de todas las espadas? Por el cansancio del camino a Belén te pedimos por todos los cansados. Por el frío de la cueva y la noche de Navidad, acuérdate de los que tienen hambre. Por el dolor del Hijo que perdiste en el templo, ayuda a tantos padres que pierden a sus hijos por los más turbios caminos, Por los años de oscura pobreza en Nazaret, da un más ancho salario de amor a tantos hombres que ven cómo decrecen sus salarios. Por el largo silencio de tus años de viuda, acompaña a tantos y tantos solitarios. Por la angustia de ver perseguido a Jesús, no abandones a tantos que la injusticia aplasta. Por las horas terribles del Calvario y la sangre, siéntate cada tarde al borde de la cama de todos los que viven muertos sin salud y sin fuerzas. Tú, que sabes de espadas, Virgen Madre de los dolores, pon en tu corazón a cuantos tienen el alma destrozada. Amén».
En medio del proceso vertiginoso de secularización, que caracteriza a gran parte del mundo contemporáneo, como lo veo en esta descristianizada selva de cemento en la que ahora estoy sembrado, es muy importante que los discípulos–misioneros fijemos la mirada la Virgen Dolorosa y captemos el significado de su entrega hasta el pie de la Cruz y más allá, con los primeros discípulos en la espera del Espíritu, que vendrá a dar nueva luz, nuevo impulso y valor a los primeros seguidores de Cristo. Este día podemos acompañar a María en su vivencia de un profundísimo dolor, el tormento de una madre que ve a su amado Hijo incomprendido, acusado, abandonado por los temerosos apóstoles, flagelado por los soldados romanos, coronado con espinas, escupido, abofeteado, caminando descalzo debajo de un madero astilloso y muy pesado hacia el monte Calvario, donde finalmente presenció la agonía de su muerte en una cruz, clavado de pies y manos... ¿Pero, qué no lo ve así ahora Ella? Cuando el mundo, incluso el de los llamados «creyentes» lo ha tratado de la misma manera, sacándolo de la vida social del diario andar; este mundo que camina sin estar adherido a la Cruz del Redentor y sin ton ni son, adorando ídolos por aquí y por allá, como dice San Pablo en la primera lectura de hoy (1 Cor 10,14-22). María, llena de dolor, sufre al ver en estos días a la Iglesia de su Hijo lacerada. ¡Son demasiadas espadas que hoy atraviesan el corazón: las guerras, el hambre, las marginaciones, los abusos, las apostasías que se suman a tantas otras heridas del Cuerpo Místico de Cristo! Y María es la Madre de la Iglesia, de esta Iglesia amada que nos pide, mirándola a Ella, «con la espada atravesada en el alma» (Lc 2,33-35) como nos recuerda el Evangelio de hoy, a que dirijamos nuestra mirada hacia Ella que, con lágrimas en los ojos nos invita a que actuemos con cordura, convocándonos a todos sus hijos junto a la cruz , en lo alto del Calvario, para hacernos escuchar el tierno mensaje de tu Hijo que agoniza de amor por nosotros y dice: «Mujer, ahí tienes a tus hijos... Hijos, ahí tienen a su Madre» (cf. Jn 19,26). ¡Bendecido sábado y felices fiestas patrias a la asolada nación que ansía la verdadera libertad, aquella del corazón, como María!
Padre Alfredo.
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