La división siempre ha sido una amenaza que está latente en todo grupo humano, no solo de la Iglesia, sino en los pueblos, en las familias, en los grupos de amigos. Hay una frase muy famosa que señala: «divide y vencerás». En nuestra visión desde la fe, esa es la incansable tarea del acérrimo enemigo de Cristo, de la Iglesia y de cada uno de nosotros... «divide y vencerás». Leyendo la primera carta a los corintios nos vamos dando cuenta de que los cristianos de aquel lugar no estaban exentos de esta terrible situación, y como en nuestra época, estaban divididos. Para dar respuesta a esta situación concreta Pablo desarrolla el tema del «Cuerpo de Cristo», que es uno de los más ilustrativos que el Apóstol nos presenta para hablar de la Iglesia (1 Cor 12,12-24.27-31). El Apóstol recurre a la explicación de cómo nuestro cuerpo forma un todo, aunque tiene muchos miembros y todos los miembros, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo en el que Cristo, que es la cabeza, es el «unificador», Él conduce a la unidad y nos hace llegar a ser «un solo cuerpo», el suyo y, un cuerpo, es portador de vida.
El padre Juan Esquerda Bifet —a quien tanto admiro y leo— comentando en muchos de sus libros este y otros pasajes de la Escritura, nos recuerda que esta expresión «ustedes son el cuerpo de Cristo», significa para cada discípulo–misionero que debe, junto con el resto de la comunidad de creyentes, ser la «visibilidad» de Cristo, el signo de su presencia actual en el mundo. Nosotros somos su «rostro», nosotros somos sus «manos», nosotros somos su «corazón». El se hace visible y puede actuar a través de nuestra conducta, puede servir a través de nuestras manos, puede amar a través de nuestros corazones. Y no se puede ser parte de este cuerpo que es la Iglesia sin pensar en los demás. Cada uno por su parte, en la gran diversidad que existe —Apóstoles, profetas, maestros, médicos, desde su identidad, va cooperando para construir una comunidad viva y dinámica que no sepa de fronteras sino sólo de amor y amor del bueno, que es el que vive al estilo de Cristo. Esto me deja pensando en la misma línea de ayer, si en la Iglesia —parroquia, comunidad religiosa, diócesis, familia, grupo de amigos— actuamos unidos en la construcción del Cuerpo de Cristo: sacerdotes, religiosos y laicos, hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y mayores. ¿O cada uno va por su lado, sin colaborar en la comunidad? ¿Será que entendemos y explotamos las cualidades o los ministerios que tenemos y que no sólo no para provecho nuestro, o para el bien común?
San Lucas nos narra hoy un hecho que solamente en su Evangelio está (Lc 7,11-17) y que nos muestra cómo es que Cristo, que es la cabeza, se preocupa del resto del cuerpo que es la Iglesia que ha fundado y que es «sacramento universal de salvación» que tiene las puertas abiertas para todos. Este pasaje, tan divino y humano, en el que San Lucas se explaya en uno de sus temas preferidos, la compasión y la misericordia, nos pone en contacto con la más auténtica misión de Jesús —la cabeza— y la Iglesia —su cuerpo—: El Señor vino a compartir nuestras alegrías y tristezas, nuestras angustias y esperanzas. El dolor, que se expresa en los millones de crucificados de nuestra historia. La soledad de los que descartados van solos por la vida. Nuestra misión, en continuidad con la de Jesús, en este cuerpo del que formamos parte, es la de comunicar vida. La caridad, la compasión, la cercanía, la amistad, la buena voluntad, ejercidas con misericordia, deben unirnos a todos. Pero reconociendo siempre que la gracia de salvación es don de Dios. Es solamente él quien nos puede volver a la vida. Y esta gracia se pide desde la fe, la confianza, el amor. Y la viuda de Naím se deja querer unida a Cristo que le dice «¡No llores!». Y el joven se deja querer cuando Cristo le dice: «Joven, yo te lo mando: Levántate!». «¡El Señor ha hecho en mí maravillas!» expresa María en el Magnificat, «¡el Señor es grande y Poderoso!». Sí, Dios todo lo puede, él puede lograr la unidad en la diversidad para que, como él, que es nuestra cabeza, «pasemos por este mundo haciendo el bien» (cf. Hch 10,38). ¡Bendecido martes! Los encomiendo a los pies de la Virgen Morena en el Tepeyac esta tarde. ¡Felicidades a mi hermano Lalo y Yoyina mi cuñada en su 31 aniversario de matrimonio!
Padre Alfredo.
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